Avanzó con pasos presurosos hacia uno y otro lado, aguzando el oído, pero tampoco parecía ser capaz de localizar la fuente.
– ¡Busquen esa condenada sirena! -ordenó, fuera de sí.
– ¡Señor! -dijo el jefe de la escuadra, y empezó a moverse dividiendo a sus hombres en dos grupos con apenas unos gestos de la mano.
Los soldados se separaron y corrieron en direcciones opuestas.
Romero frunció el ceño y sacó la pistola de su funda. No sabía qué propósito podría tener esa señal tan clara y contundente (¿una llamada a la revuelta masiva?, ¿el pistoletazo de salida de algún plan trazado en las sombras donde se movía Trauma?), pero desde luego alguien se había tomado muchas molestias para ponerla en marcha.
Amartilló su arma y empezó a moverse deprisa.
Se llamaba Juan, pero todos le llamaban Jimmy, porque era de complexión delgada, piel blanca recubierta de pecas, y sus ojos eran de un tono azul intenso, lo que le confería el aspecto de un guiri. Había levantado la cabeza para concentrarse en el ruido de la sirena.
Los otros cinco compañeros se detuvieron, tan contrariados como él.
– ¿Qué es eso? -preguntó uno.
– Ni puta idea -dijo otro.
Sólo les quedaba por registrar el lado más oriental de la Sala de los Reyes para cumplir sus órdenes; después, habían sido instruidos para volver al punto de reunión, localizado junto a la iglesia de Santa María. En todos los sitios donde habían mirado sólo habían encontrado restos resecos de heces y otras porquerías que no se habían molestado en identificar, pero ningún ser humano. Eso, al menos, facilitaba las cosas. Les habían dado una descripción de la persona que andaban buscando, pero sus rasgos podrían coincidir con muchos de los supervivientes que resistían en la zona civil. Y ninguno hubiese querido llevar a la persona equivocada ante Romero.
– Es una alarma… -dijo otro de los soldados. Mascaba con fruición una pasta elaborada a base de hierbas que él mismo elaboraba en los ratos libres (que últimamente eran muchos). Empezó a hacerlo para superar el mono de la falta de nicotina, pero en las últimas semanas había descubierto que se había vuelto tan adicto a sus plantas como lo había sido del tabaco.
– ¿Qué hacemos?
– Parece serio -dijo alguien.
– ¿Volvemos al punto de reunión?
Se quedaron callados unos instantes, sin decir nada. Pero después, dos de ellos empezaron a moverse en dirección a la iglesia, y el resto los siguieron.
Excepto Jimmy.
Porque Jimmy era el único que sabía lo que significaba.
Jimmy no había tenido mucha suerte en su vida. Pasó su adolescencia dando tumbos entre suspensos y cursos de recuperación, pero lo cierto era que le costaba introducir conocimientos en su mollera. No era que no lo intentase; pasaba horas y horas delante de los libros y los apuntes, garabateados con su letra disonante, pero el tiempo siempre terminaba escabulléndose subrepticiamente; cuando el sol dejaba de incendiar la madera de la vieja mesa que heredó de su padre y la habitación se quedaba en penumbras, miraba el folio que tenía delante y que, invariablemente, solía ser el primero de una larga serie, y descubría que no había conseguido retener ni una sola línea, tan sólo rizar la parte de abajo del folio por el contacto con su cuerpo.
De alguna forma difusa que no conseguía ya recordar, fue superando cursos. A veces era su propia madre la que iba a hablar con los profesores o la que lo ayudaba con las tareas, invirtiendo ingentes cantidades de tiempo en conseguir realizar los ejercicios más sencillos. Su abuela lo apoyaba siempre, diciendo: «La gente mira siempre hacia fuera. Nuestro Jimmy mira hacia dentro, porque su interior es hermoso como un jardín florido, y eso le basta.»
En el Bachillerato, se terminó de estrellar contra el muro, incapaz de seguir el ritmo que sus compañeros mantenían con poco esfuerzo. Para entonces, empezó a sospechar que pasaba algo con él.
Finalmente, su tío lo sacó de los estudios. Su primer trabajo consistía en arrastrar carritos de salchichas que vendía a las puertas de las discotecas en horario nocturno, y el resto de las oportunidades que consiguió no fue mejor, como ser limpiador de retretes en un Burger King y ayudante de jardinero en una comunidad de la costa. Eran trabajos de poca responsabilidad, pero cuando vencían los contratos se le invitaba a buscarse otra cosa; Jimmy era tan callado, solitario y distraído que causaba aversión a los que trabajaban con él. Asiduo de las colas del paro y las empresas de trabajo temporal, Jimmy se sorprendió sobrevolando el ecuador de su veintena sin que hubiera ganado en su vida más de seiscientos euros al mes, solo y sin amigos.
Un buen día, su tío le habló de las Fuerzas Armadas. Era un ex guardia civil que guardaba un retrato de Tejero en un lugar destacado de su chimenea. Lucía, además, un bigote que recortaba con cuidado para que se pareciera lo más posible al de éste, y se pasaba la vida hablando de las excelencias de la Ley Corcuera y de que España se había rendido al problema de la inmigración. Según él, había que llenar de tanques las provincias vascongadas (nunca el País Vasco) y Cataluña. En aquella conversación de hombre a hombre, su tío le dijo que su única oportunidad de acabar siendo un hombre de provecho era ingresar en el ejército. Jimmy asintió, como hacía casi siempre a todo lo que le decía su tío, y acabó pasando las pruebas en el Centro de Formación de Tropa número uno de Cáceres (con recomendación). Sin darse apenas cuenta, se encontró acuartelado con un contrato de treinta y seis meses de compromiso en el bolsillo, algo superior a la media, también por recomendación.
Delgado, esmirriado y apocado, Jimmy pasó los primeros años sufriendo las bromas de sus compañeros. No le gustaban, pero para entonces su autoestima tenía la fortaleza de una casa hecha de juncos mojados. Era, además, demasiado tímido para intentar luchar por su decencia. Cosas como buscar su ropa interior en el retrete cada mañana, comerse el rancho con insectos o vaciar las botas de agua se convirtieron en algo cotidiano. Por las noches, Jimmy miraba el colchón de la litera de arriba y veía su vida en titulares.
QUÉ MIERDA DE VIDA
Por Jimmy Morales
De retrasado a perdedor,
al servicio de la patria por mil euros al mes
Al cabo del tiempo, la resignación de Jimmy sirvió para que se olvidaran de él. Se cansaron de gastarle bromas, porque las recibía todas con la misma apatía impasible. Esa indolencia exacerbada acabó adquiriendo connotaciones extrañas que empezaron a percibirse como rasgos de locura, y el rumor de que Jimmy podía aguantarlo todo y que luego ejecutaba su venganza sirviéndose de métodos bastante escabrosos empezó a circular por todas partes.
Jimmy terminó aún más solo de lo que ya estaba. Comía aparte, y los compañeros de cuartel le evitaban en todas las conversaciones y actividades sociales. «Es Jimmy el Loco», decían. «Déjalo, tío, es Jimmy.» «Una vez le hincó un tenedor a uno en la mano porque se sentó a su lado en el comedor.» «Jimmy el Chotas», «Jimmy el Loco», «Jimmy».
Zacarías, sin embargo, supo ver en Jimmy un poderoso aliado. Cuando lo descubrió, allá en Valencia, estaba tan encerrado en sí mismo que le costó bastante trabajo hacerlo salir de su concha. Se había sepultado en alguna especie de mundo privado, a un algún nivel tan profundo y protegido que parecía ya irrecuperable. Cuando le hablaba, Jimmy le miraba con ojos vidriosos, como si le escuchara a duras penas desde el otro lado de la galaxia. Pero justo cuando empezaba a pensar que los demás hombres tenían razón y Jimmy era sólo un chalado bastante ido, éste empezó a buscar su compañía. Al principio se acercaba y no decía nada; se limitaba a colocarse a cierta distancia y permanecía allí, con aire ausente. Después de un tiempo, comenzó a contestar con monosílabos, y para cuando llegaron a la Alhambra, Jimmy se había convertido en su sombra.