– Sabía que querías dominar la situación.
Ella arrojó el cinturón al extremo de la cama.
– Y yo sabía que acatarías mis órdenes sin rechistar.
– Ah… y me gané mi justo premio -apoyó la cabeza contra el cabecero y la miró.
Ella le devolvió la mirada con los ojos muy abiertos y expresión honesta.
– Nunca había hecho algo así -admitió.
Lo había pillado desprevenido. Dos veces. Porque cuando ella había iniciado los juegos de sumisión, él había asumido que quería tener el control de su propio placer. Pero en vez de eso se había apropiado del suyo.
Y ahora esa revelación…
– ¿Nunca?
Ella negó con la cabeza.
– ¿Ni siquiera con…?
– No. ¿Se me ha notado? -preguntó, bajando la mirada.
En aquel momento, como si hubiera recibido un impacto en la garganta, Sam supo que se había enamorado de aquella mujer de una manera que excedía todo lo que hubiera sentido antes o que hubiera creído posible.
– No, nena. Jamás me lo hubiera imaginado. Has estado increíble.
– Vaya, es bueno saberlo -dijo ella. Se apartó el pelo del rostro y empezó a masajearle las muñecas, en un claro intento por mantenerse ocupada y así no tener que enfrentarse a él ni a su propia vergüenza.
Su repentina timidez contrastaba fuertemente con la mujer sexy del body de seda. Sus contradicciones intrigaban a Sam, quien sabía que nunca podría aburrirse con ella.
Nunca había creído que pudiera enamorarse a primera vista, pero ahora no tenía más remedio que aceptar la evidencia. Ella lo había enloquecido desde que la viera en Divine Events, y todo lo que había visto y aprendido desde entonces había cimentado la primera impresión y había consolidado sus sentimientos.
– ¿Sabes lo que más deseo ahora? -le preguntó, agarrándole las manos.
– No -respondió ella, mordiéndose el labio.
– Quiero darte placer a ti. Quiero desnudarte y devorarte hasta que grites de gozo y luego quiero hacerte el amor hasta que grites más aún. Ah, y yo también quiero atarte -añadió, arqueando una ceja en espera de una respuesta, aunque sabía muy bien cuál sería. Después de todo, ella había demostrado estar a la altura del desafío.
– Me gusta cómo suena eso -dijo ella con su inusual acento sureño.
Estaba dispuesta y ansiosa por probarlo. Y para demostrarlo, agarró el cinturón de seda y se lo arrojó a Sam sobre el pecho.
– ¿A qué estás esperando? -le preguntó, ofreciéndole las manos con las palmas hacia arriba-. Adelante.
Él sonrió y empezó a atarla. Nunca había pensado mucho en el amor, sólo en mantener ese estilo de vida viajero que tanto significaba para él, la vida a la que su padre había renunciado. Él no quería acabar asfixiado del mismo modo. Las mujeres siempre le habían supuesto problemas. Para él, una mujer significaba quedarse en casa y olvidarse de los sueños.
A primera vista, Regan parecía el tipo de mujer que le exigiría un sacrificio semejante, pero ella era demasiado atenta y comprensiva. Se preguntó si finalmente había encontrado a alguien que pudiera aceptar y comprender sus necesidades e ilusiones. Y se preguntó también si ella querría algo así.
Un vistazo al reloj le recordó que no le quedaba mucho tiempo para averiguarlo. Pero el instinto le decía que todo era posible, y él siempre confiaba en su instinto. Al fin y al cabo, estaba empezando a conocerla.
Ahora era el momento de que ella conociera más de él. En cuanto él le devolviera el favor y la subiera adonde ella acababa de llevarlo. Al Cielo y de nuevo a la tierra.
Regan estaba sentada con las piernas cruzadas en la cama, vestida únicamente con la ligera bata de seda que apenas le daba calor. Sam estaba duchándose y preparándose para marcharse, y ella tenía más frío del que debería tener. Lo cual era escalofriante, teniendo en cuenta que sólo hacía un par de horas que lo conocía.
Sam salió del cuarto de baño envuelto en una nube de vapor. Se había puesto unos boxers y se secaba el pelo con una toalla. Ella lo recorrió con la mirada, apreciando su físico masculino una vez más.
– Si me sigues mirando así, conseguirás que me pierda la cena de ensayo -le dijo él con un guiño.
– No me importaría en absoluto -admitió ella, soltando un exagerado suspiro-. Pero te echarían en falta -tanto como ella lo echaría en falta a él cuando se marchara-. Háblame de ese amigo tuyo que se casa -le pidió, intentando mantener una conversación despreocupada para no pensar en el calor que se arremolinaba en su interior.
– ¿Bill? -preguntó él, agachándose para sacar la ropa de su bolsa-. Éramos compañeros en la escuela de vuelo. Dos chicos impulsivos que se morían de impaciencia por volar -se levantó con las ropas en la mano-. Para mí volar significaba la libertad. Me dejé el pellejo para pagarme la universidad, desempeñando toda clase de trabajos. Estaba decidido a tener estudios, por si acaso el sueño de convertirme en piloto resultara ser inalcanzable. Pero no fue así y seguí trabajando duro para conseguir mi titulación -se encogió de hombros-. Entonces conocí a Bill. Congeniamos inmediatamente. Era lógico, considerando que ambos procedíamos de clases trabajadoras y nadie nos había regalado nada -enseguida puso una mueca, dándose cuenta de su error-. Lo siento, no pretendía ofenderte.
Ella se echó a reír.
– Sigue, cariño. Sé muy bien quién soy y lo que soy.
Él sonrió tímidamente.
– Bueno, en cualquier caso, mi padre era un camionero al que le encantaba estar en la carretera, pero mi madre no soportaba perderlo de vista, así que renunció a su libertad a cambio de un trabajo como administrativo en la misma empresa que lo había contratado como conductor -se sentó en el borde de la cama mientras seguía relatando su historia-. A mi padre casi lo mató quedarse sentado en un escritorio, y por mucho que quisiera a su familia, siempre nos guardó rencor por haberlo obligado a tomar esa drástica decisión.
– Debió de ser muy duro para ti.
Él ladeó la cabeza.
– Lo fue. Y supongo que decidí a una edad muy temprana que yo nunca renunciaría a mi libertad -hizo una pausa y la miró a los ojos. La química ardía entre ellos-. A menos que sea por una mujer hermosa motivada únicamente por la seducción -dijo en voz baja y profunda.
Ella soltó una carcajada por el doble sentido de sus palabras, pero éstas siguieron resonando en su cabeza mientras miraba por la ventana, preguntándose cuál sería la perspectiva del mundo que Sam tendría desde la cabina de un avión. El atractivo que ejercía esa clase de libertad debía de ser muy poderoso. Después de pasarse años acatando las imposiciones de los demás, comprendía las necesidades y motivaciones de Sam.
– Así que encontraste tu libertad al convertirte en piloto.
Él asintió.
– Creía que Bill también. Pero me equivoqué, ya que dejó su trabajo como piloto y se instaló en Chicago con la que ahora va a ser su mujer.
– A cada uno lo suyo -comentó ella. Miró el reloj y vio que se estaba haciendo tarde-. Deberías vestirte.
– Lo haré, pero antes quería hablarte de algo. La cena de ensayo de esta noche va a ser muy informal -señaló los pantalones chinos color caqui y el polo granate que tenía en la mano.
Ella se recostó en las almohadas.
– Suena bien -murmuró tontamente, sin saber qué más decir.
– Supongo, pero no conoceré a casi ninguno de los presentes, y… -la voz se le quebró-. Ven conmigo -pronunció al fin, pillándola completamente por sorpresa.
Regan se pasó una mano por el pelo despeinado.
– Yo… no estoy invitada -dijo, valiéndose de su educación sureña como excusa.
– Te estoy invitando yo. Bill me dijo que llevara a quien quisiera si estaba saliendo con alguien. En su momento no estaba viendo a nadie, pero ahora sí – declaró, como si las cosas entre ellos fueran así de simples. Los ojos le brillaban de promesas y esperanza.