Sintió cómo el cuerpo se le volvía a calentar y se ciñó aún más la bata en torno al pecho.
– Es un poco tarde para ser modesta, nena -le dijo Sam, haciendo un gesto con el dedo para que se acercara.
– Tienes razón -admitió ella, sentándose junto a él en el sofá-. Estaba pensando que debes de tener hambre.
Él apoyó el brazo en el respaldo del sofá y le dedicó su sonrisa más devastadora.
– Se podría decir que me has abierto el apetito.
– ¿Siempre eres tan incorregible? -preguntó ella, riendo.
– Sólo cuando el público lo merece.
Ella puso los ojos en blanco.
– Bueno, Chicago tiene las mejores pizzerías del mundo. Si te apetece podemos salir -sugirió. No sabía qué más ofrecerle a aquel hombre con el que tanto había intimado y al que sin embargo tan poco conocía. Y quería saber más de él.
– Prefiero que nos traigan la pizza aquí. Tenemos muy poco tiempo para estar juntos.
Tenía razón. Estaban a viernes por la tarde y él se iba el domingo. Pero antes de que pudiera decir nada, él siguió:
– Y preferiría no compartirte con nadie más, ni siquiera con un camarero -dijo, introduciendo los dedos en la bata y acariciándole el hombro. Sus palabras la complacieron tanto como sus caricias.
– Por mí perfecto, siempre que no sea una excusa para evitar que te vean conmigo en público -se burló ella. Le encantaría disfrutar de más intimidad con él.
– Eso mismo. Cualquier hombre que te mirara sería un rival para mí, y no estoy yo para librar ningún duelo -dijo él con un brillo jocoso en la mirada, aunque en su voz se percibía una entonación posesiva que a Regan le encantó.
– Voy a por el menú de las pizzas -se levantó y se dirigió hacia la cocina, pero en ese momento sonó el timbre de la puerta-. Vaya, ¿quién podrá ser ahora? -se acercó a la puerta y miró por la mirilla. Soltó un gemido al ver a su ex novio-. Tenemos problemas.
Sam se levantó y se acercó a ella.
– ¿Qué clase de problemas?
– Darren.
– ¿Quieres que espere en la otra habitación? – preguntó él, aunque por su tono de voz quedó muy claro que prefería estar presente.
Pero obviamente respetaría su decisión, y ella apreció la sugerencia.
– No te preocupes. Seguramente haya venido a recoger algunas cosas que se dejó.
– ¿Cómo la cinta de vídeo? -preguntó él con sarcasmo.
– Oh, no. Dudo que tenga el valor de pedir eso.
– Entonces, ¿por qué no se la ofrecemos simplemente?
Regan se giró y le dio un ligero cachete por la burla, pero él le agarró la mano y tiró de ella para besarla apasionadamente. Fue un beso enloquecedor y excitante de lenguas entrelazadas. Un beso que pareció prolongarse indefinidamente hasta que el timbre y los golpes en la puerta los interrumpieron.
– Abre la puerta, Regan. El portero me ha dicho que estás en casa -gritó Darren, impaciente.
Y el portero debería haberle pedido permiso a ella para dejar entrar a Darren, pensó Regan.
– Déjalo pasar -sugirió Sam-. Ahora que pareces bien besada…
El rubor cubrió las mejillas de Regan, pero tuvo que admitir que a una parte de ella, una parte visceral que siempre había ignorado a favor de los buenos modales, le gustaba la idea de ser sorprendida en su apartamento con un hombre sexy… después de haber hecho el amor.
Le abrió la puerta un iracundo Darren, que tenía el rostro congestionado y el puño en alto, dispuesto a aporrear otra vez la puerta.
– Has tardado mucho.
– No sabía que debiera seguir viviendo según tu horario -replicó ella-. ¿Qué haces aquí?
– Me dejé algunas cosas -respondió él, y entró en el apartamento sin ser invitado.
– Te dije que llamaras antes -le recordó, pero Darren sólo se preocupaba de guardar las formas con sus colegas y amigos, no con ella.
– Estaba por aquí cerca.
Regan se volvió y descubrió que Sam se había ocultado en otra habitación. Suspiró. No importaba que estuviera bien besada o no, pues Darren no le había dedicado una segunda mirada. Su único interés era una caja con sus cosas, y por lo visto pensaba que ella la había dejado en el armario del pasillo, pues se detuvo para rebuscar en un interior.
Regan puso los brazos en jarras, irritada porque la tratara como si fuese invisible en su propia casa.
– Darren, tú ya no vives aquí. No puedes entrar avasallando de esa manera como si ésta hiera tu casa.
– Creía que era mi empresa la que sigue pagando la hipoteca. Y ahora, ¿dónde están mis cosas?
Regan apretó los dientes.
– No creo que esa excusa sirviera ante un juez.
Darren la ignoró y abrió la puerta del armario, sólo para cerrarla con un portazo a los dos segundos.
– Ya has oído a la dama -dijo Sam, quien parecía haber decidido tomar el control.
Al oír aquella voz masculina, Darren se giró rápidamente.
– ¿Quién eres tú?
Sam, que seguía desnudo de cintura para arriba, se cruzó de brazos y clavó la mirada en Darren.
– Soy el hombre a quien ella ha invitado a su casa -miró a Darren de arriba abajo-. No como tú.
Regan se mordió el interior de la mejilla, disfrutando con aquel despliegue de testosterona pura.
Darren se volvió hacia ella.
– Regan, ya sé que te he hecho daño, pero traerte a un desconocido… No imaginé que pudieras caer tan bajo. A tus padres los vas a matar del disgusto.
Regan se encogió al oír su acusación, y más aún sabiendo que Darren había escogido deliberadamente sus palabras para atacarla en su punto más débil. Sus padres apenas habían tolerado que se fuera a vivir con él. Únicamente lo habían permitido porque aceptaban a Darren como yerno, y porque él los había convencido con su facilidad de palabra. Si supieran que estaba teniendo una aventura sexual, su madre se encerraría en su habitación con una jaqueca y su padre… Se estremeció sólo de pensarlo.
Pero antes de que pudiera responderle a Darren, Sam la agarró de la mano y le acarició la palma con el pulgar, recordándole todo lo bueno que había en su relación, por breve que ésta fuera.
– Mira, Dagwood, no tienes ni idea del tiempo que hace que conozco a Regan ni de lo que hay entre nosotros -dijo, acercándose a Darren-. Y tampoco quieras saber lo que puede haber entre tú y yo -añadió, apretando la mano de Regan en un gesto de apoyo que ella agradeció enormemente.
Darren frunció el ceño.
– Quiero mis cosas.
Regan se encogió de hombros.
– Podrías haberte ahorrado el viaje si hubieras llamado como te pedí. Las llevé al trastero. No quería tenerlas en casas.
– Pero sabías que iba a venir por ellas -dijo él, acostumbrado como estaba a que Regan lo obedeciera en todo.
– Y tú sabías que estabas comprometido, pero eso no te impidió relegarme a un último plano. Diría que estamos en paz -declaró ella, frotándose las manos. La avergonzaba admitir lo deliciosa que le resultaba la venganza.
Especialmente con Sam a su lado.
– Has cambiado, Regan -dijo Darren, sacudiendo lentamente la cabeza en un gesto más irritante de lo que ella recordaba-. Tus padres no estarán nada contentos.
– Pues no se lo digas -sugirió Sam.
– Tarde o temprano descubrirán que hemos acabado. No importa quién se lo diga -dijo Regan-. Y tienes razón, Darren. He cambiado. Lo suficiente para que no me importe lo que piensen de mí -pronunció cada palabra con orgullo y convicción, a pesar de las repercusiones.
Sam le sonrió, tan complacido como ella, y llevó a Darren hacia la puerta.
Regan lo observó, fascinada. Sam era un caballero en más aspectos de los que un hombre como Darren podría comprender, o incluso sus padres, con toda su aparente cortesía. Sam era un caballero en el corazón, donde únicamente importaba. La educación refinada no hacía a un ser humano más decente. Sam llevaba la decencia en el interior.
Y en el exterior tampoco había comparación posible entre Sam y Darren. Su ex novio era más delgado y pálido que Sam, y el chico de oro de Savannah parecía perdido al lado de su piloto.