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—Estoy organizando un ejército —dijo—. Volveré den­tro de un mes o dos al frente de mis parientes de los Llanos. ¿Queréis luchar en nuestras filas? Juntos arro­jaremos a los Dientes y liberaremos las provincias orien­tales.

Los Mutantes se rieron de buena gana.

—¿Cómo se va a poder expulsar a los Dientes? —pre­guntó un anciano con una sebosa mata de pelo blan­quiazul—. Fue deseo del Alma que vinieran como con­quistadores y nadie puede discutir los mandatos del Al­ma. Los Dientes permanecerán en estas tierras durante un millón de años.

—¡Podemos derrotarlos! —exclamó Corona.

—Destrozarán cuanto encuentren en su camino y na­die puede detenerlos.

—Si pensáis eso, ¿por qué no huís? —preguntó Hoja.

—Tenemos tiempo de sobra. Pero estaremos bien lejos para cuando volváis con vuestro ejército de salvación. —Se oyeron risas ahogadas—. Nos mantendremos a sal­vo de los Dientes. Sabemos cómo hacerlo. Nos transfor­maremos y nos iremos.

Corona insistió.

—Podéis sernos útiles en nuestra guerra contra ellos. Poseéis dotes valiosas. Si no queréis ser soldados nues­tros, por lo menos haced de espías. Os enviaremos a los campamentos de los Dientes disfrazados de...

—No estaremos aquí —dijo el anciano Mutante— y nadie podrá encontrarnos —y con esto terminó la con­versación.

Mientras el carromato salía del poblado Mutante con Sombra en las riendas, Hoja dijo a Corona:

—¿Crees realmente que vas a poder derrotar a los Dientes?

—No me queda otro remedio.

—Ya has oído al viejo Mutante. La invasión de los Dientes fue voluntad del Alma. ¿Crees de veras que pue­des ir contra esa voluntad?

—También la tormenta es voluntad del Alma —dijo Corona con serenidad—. De todos modos, hago aquello de que soy capaz. Y nunca he sabido si el Alma se dis­gusta o no.

—No es lo mismo. Una tormenta es un acto que se da entre el cielo y la tierra. Nada tenemos que ver en ello; si queremos cubrirnos la cabeza, eso no altera lo que tiene lugar. Pero la invasión de los Dientes es un acto entre una y otra tribu, una reordenación de las pau­tas sociales. En el gran plan de las cosas, Corona, puede ser un proceso necesario, preordenando para alcanzar ciertos fines que sobrepasan nuestro entendimiento. To­dos los sucesos forman parte de un todo mayor, y todo está en equilibrio, todas las cosas se compensan entre sí. Ora estamos en paz, ora llegan los invasores; ¿no lo com­prendes? Si ha de ser así, es inútil oponerse.

—Los Dientes han irrumpido en las tierras del este —dijo Corona— y han asesinado a miles del Lago Negro. Mi interés en el proceso necesario comienza y acaba en ese hecho. Mi tribu casi ha sido barrida del mapa. La tuya está a salvo, allá, junto a sus playas abundantes en helechos. Buscaré ayuda y me vengaré.

—Los Mutantes se rieron de ti. Otros lo harán tam­bién. Nadie querrá luchar contra los Dientes.

—Tengo primos en los Llanos. Si nadie más quiere, los movilizaré a ellos. Estarán de acuerdo en que hay que pagar a los Dientes con la misma moneda por lo que hicieron a los del Lago Negro.

—Corona, tus primos del oeste pueden decirte que pre­fieren quedarse donde están seguros. ¿Por qué habrían de ir al este para vengarse? ¿Acaso devolverá la vida a tus parientes muertos la venganza, por muy sangrienta que sea?

—Lucharán —dijo Corona.

—Prepárate pues por si no quieren.

—Si no aceptan —dijo Corona—, entonces volveré al este por mi cuenta y haré la guerra solo hasta que cai­ga. Pero no temas por mí, Hoja. Estoy seguro de que en­contraré muchos voluntarios.

—Que tozudo eres. Corona, Tienes poderosas razo­nes para odiar a los Dientes, corno todos nosotros. Pero ¿por qué dejar que ese odio te cueste la vida? ¿Por qué no aceptar la desgracia que ha caído sobre nosotros y comenzar una nueva vida al otro lado del Río Medio, y olvidar este sueño de dar la vuelta a lo irreversible?

—Eso es cosa mía — dijo Corona.

Hoja caminaba por el vehículo con la cabeza gacha, los hombro encogidos, los pies deseando dar de punta­piés a los objetos. Se sentía irritado, lleno de turbio resentimiento. Había dejado que su rabia aflorase ante Corona, lo que no estaba nada bien; pero aun peor resultaba que hubiera permitido que la ira lo dominara y envenenara. Ni siquiera la belleza del carromato alcanzaba a calmarlo; por lo común, su construcción soberbia y su adornos elegantes le alegraban, los paramentos de piel modelados de manera retorcida, las panoplias de lustrosos tejidos, las  incrustaciones  de  intrincada  talla, los graciosos cordones de semillas secas y borlas que pendían del techo curvo; pero semejantes maravillas nada significaban para él en aquel momento. Aquello no po­día ser.

El aerovagón tenía una longitud mayor que diez hom­bres de Pura Sangre tendidos y en hilera, y una anchu­ra que ocupaba casi toda la pista. En su factura habían participado los más delicados artesanos: menestrales Donantes de Flores, sin duda; solo los Donantes de Flores podían haberlo construido  tan bien,  Hoja  imaginó docenas de frágiles personillas trabajando con premura durante meses, todo sonrisas y silencio, dedos largos y escuálidos, ojos rápidos y brillantes, dando forma al  inmenso vehículo como quien forja un poema. La estructura general era de largas arboladuras de madera ligera, elegantemente labrada con anchas bandas torcidas de fragante e incoloro mucílago, y estaba sujeto con juncos elásticos cogidos en los marjales del sur. Sobre esta elaborada armadura se habían ajustado tiras curtidas de piel con gruesas fibras amarillas procedentes de los mismos cuerpos de las criaturas que habían suministrado el pellejo. El suelo era de troncos de plantas nocturnas, negros y relucientes, pulidos con gran tacto y juntados con enorme habilidad. No se había utilizado ningún me­tal en la construcción del carromato, ni tampoco ninguna sustancia artificiaclass="underline" la naturaleza lo había dado todo. A pesar de su amplitud y majestad, era ligero, tan lige­ro que flotaba sobre una columna vertical de aire ca­liente generado por propulsores magnéticos que giraban en su panza; mientras la tierra giraba, giraban los pro­pulsores y cuando éstos giraban el carromato se alza­ba a unos palmos del suelo y podía ser tirado con faci­lidad por una partida de yeguas de la noche.

Más que un carromato parecía un palacio y allí donde iba despertaba la curiosidad: amor de Corona, placer de Corona, hacienda de Corona, juguete monstruoso. Para pagar su fabricación había tenido que enviar muchas al­mas allí donde Todo-es-Uno, pues no de otra forma se había ganado el sustento Corona en los viejos días: de soldado mercenario, asesino a sueldo, duelista contra­tado por los ricos orientales que eran demasiado esmirria­dos o zánganos para defender el propio honor. Nunca ha­bía recibido ni un rasguño y sus honorarios habían sido elevados; pero ahora que los Dientes se habían desparra­mado por las tierras del este había terminado todo aquello.

Hoja no podía soportar que su irritación durase tan­to. Se detuvo para tranquilizarse, cerró los ojos y aten­dió al tono diáfano que sonaba siempre en el fondo de su ser. Lo encontró al cabo de unos minutos, se sintió tonificado y se dejó purificar. La mala fe de Corona de­jó de tener importancia. Hoja volvió a ser el de siem­pre, alerta y condescendiente, consciente y responsable.