– ¿Cuándo?
– Mañana, a las diez -respondió Farran y por la expresión de Georgia se percató de que ésta tampoco pensó que empezaría a trabajar tan pronto.
– Bueno, no tienes una cita con el verdugo linda, así que alégrate -Georgia se sentó al pie de la cama-. ¿Qué fue lo que te dijo?
Henry Presten tomó el desayuno con Farran y Georgia la mañana siguiente. Farran, de acuerdo con Georgia, decidió que no tenía caso contarle los pormenores del asunto. De todas formas, cuando Farran le explicó a grandes rasgos sus planes, no pareció muy contento de tener que dejarla ir tan pronto, lo cual contentó a la chica.
– Pero si acabas de llegar a casa -protestó él.
– Esta vez sólo me iré durante tres meses -sonrió y esperó que su sonrisa ocultara la falta de entusiasmo que sentía al pensar en esos tres meses.
Cinco minutos después, Henry salió de la habitación, molesto porque casi no había visto a su hijastra desde su regreso. Georgia, quien era la única optimista esa mañana, se rió.
– Claro, todo es tu culpa -se dirigió a Farran-. Por lo que dice, tal parece que no pasa nada de tiempo en su taller -Farran sonrió de nuevo, pero su sonrisa desapareció al oír que su hermanastra proseguía-: Farran, lo he estado pensando y no me parece nada satisfactorio, desde nuestro punto de vista, que sólo tengamos la palabra de honor de Stallard Beauchamp de que romperá el último testamento de la tía Hetty cuando terminen tus tres meses.
– Le sugerí que debería darme algo por escrito… -aclaró Farran.
– Ya lo sé, pero creo que deberías insistir.
Farran pensó, después de que Georgia se fue al salón, que su hermanastra no conocía en absoluto a Stallard Beauchamp, si de veras creía que se podía insistir sobre cualquier cosa en lo que a él se refería.
Después del desayuno Farran bajó sus maletas y estaba en su cuarto cuando, a las diez, oyó el timbre. Supo que no podía dar marcha atrás cuando oyó que la señora Fenner invitaba a pasar a Stallard Beauchamp, y bajó por la escalera.
En el vestíbulo, Stallard la miró cuando ella estaba a media escalera y la chica hizo una pausa. Cuando sus miradas se encontraron, Farran perdió el aliento. No seas ridícula, por el amor de Dios, se regañó a sí misma, y creyó que la falta de aliento se debía a su natural nerviosismo.
Apartó la vista de la silueta alta y de anchos hombros. Hizo otra pausa al llegar al pie de la escalera, pues la señora Fenner le preguntó si quería tomar café.
Farran tenía demasiados buenos modales para no sentirse obligada a observar ciertas cortesías frente al ama de llaves. Miró a Stallard.
– ¿Quieres café antes de que partamos? -sonrió.
Stallard Beauchamp le sostuvo la mirada y su sonrisa fue lenta y natural, a diferencia de la de Farran.
– Prefiero que nos vayamos de inmediato, Farran, si no te importa -era obvio qué sus modales eran tan buenos como los de ella.
La señora Fenner entendió el mensaje y Farran se despidió de ella. Se preguntó si los buenos modales incluían que presentara a su padrastro con Stallard.
– Iré a despedirme de mi padrastro -le explicó-. Debe estar lleno de… aceite; de lo contrario te llevaría a su taller a que…
– No me importa un poco de aceite -replicó Stallard con una mirada burlona, como si supiera que estaba nerviosa por algo.
Farran bendijo a Stallard Beauchamp y lo condujo al taller.
– Tío Henry -llamó a la figura vestida de overol inclinada sobre la mesa de trabajo. Tenía una mancha de grasa en la frente, pero estaba presentable aparte de eso… todavía era muy temprano-. Te presento a Stallard Beauchamp -prosiguió Farran y dudó. De pronto, se dio cuenta de que fue un riesgo presentarlos. Tío Henry podía oponerse a sus planes si se enteraba de ellos-. El señor Beauchamp es mi jefe. Sta… Stallard, él es mi padrastro, Henry Preston -con nerviosismo terminó la presentación. Henry Preston se aseguró de que su mano estuviera limpia y estrechó la mano extendida del hombre alto, cuyos ojos grises no perdían ningún detalle. Farran añadió con rapidez-: Ya nos vamos.
Henry Preston esperó a que Stallard hubiera puesto las maletas en el portaequipajes del auto y a que se alejaran, antes de regresar a su taller, despidiéndose por última vez. Sólo entonces, sentada al lado de Stallard, Farran volvió a respirar con normalidad.
La enorme presión desapareció, pero Farran se tensó de nuevo al oír el comentario de Stallard.
– Estoy curioso por algo.
– ¿Ah, sí?
– Quisiera saber por qué, puesto que él también será un beneficiario de la fortuna, no le has dicho a tu padrastro cuáles son los pros y los contras de lo que te propones hacer.
– ¿Cómo sabes que no le he dicho todo?, -Farran intentó fanfarronear, olvidando que el hombre era un experto en darse cuenta de cuando las fanfarronadas no eran sinceras.
– ¿Lo has hecho?
¡Maldito sea!, se enfureció ella, no por primera vez. Pero se percató de que sólo deseaba que su padrastro no supiera los pros y contras de todo, así que no tenía caso fingir con el tipo que tenía al lado.
– De hecho, no -confirmó, cortada.
– ¿Por qué? -quiso saber.
– Porque… bueno, porque no hay ningún motivo en especial por el cual debería enterarse de esto.
– ¿Acaso sugieres que, ya que lo que harás dará por resultado que los tres hereden la fortuna esperada durante tanto tiempo, él no lo aprobaría? -Stallard estuvo a punto de enfadarse.
¡Cínico!, se enojó Farran para sus adentros y levantó un poco la barbilla para decirle con desdén:
– No estoy sugiriendo nada.
– Pero tu hermanastra lo sabe, ¿verdad? -no hizo caso de los esfuerzos de la chica para dar por terminado el asunto.
– ¡Sí! -exhaló Farran con fastidio-. Lo sabe.
– ¿Y tu madre?
Si su vida no dependiera del hecho de que Stallard conducía, Farran quizá lo habría golpeado con su bolso. Mas trató de controlarse.
– ¿Qué tiene que ver mi madre en todo esto? -rugió-. No la he visto desde que abandonó a Henry, a Georgia y a mí cuando yo tenía trece años.
Enfurecida por contarle, sin pensar, algo que costaba mucho trabajo comentar con cualquier otra persona, Farran miró el paisaje por su ventana.
Casi de inmediato se volvió a verlo, al oír que hablaba ya sin dureza, con una voz suave y algo burlona.
– Sabía que, si nos empeñábamos en buscar, descubriríamos que tenemos algo en común.
– Tú… ¿Acaso tu madre también se fue de la casa?
– Cuando era un nene -replicó, pero eso no pareció molestarlo.
Farran, sensible por naturaleza, habría querido saber por qué su madre lo abandonó a él y a su padre. Pero recordó que era un hombre detestable y ahogó su sensibilidad.
– Si me agradaras, quizá sentiría lástima por ti.
– Si me agradaras, quizá me importaría lo que te pasó -replicó él con rapidez. Y de pronto, ambos estaban… ¡riendo!
Cuando terminaron las risas, Farran pensó que ahora que Stallard estaba de buen humor, era el momento para sacar a relucir el tema que la preocupaba.
– He estado pensando que, desde mi punto de vista, no es muy satisfactorio que todo lo que tengo como garantía de que destruirás el testamento es tu palabra.
No pasó mucho tiempo para que Stallard Beauchamp trocara su buen humor por un enfado enorme, descubrió Farran.
– Maldito sea tu atrevimiento -gruñó con tono que no admitía réplicas-. Mi palabra es lo único que tendrás.
Con el deseo de estar en posición de decirle que la regresara a su casa en ese preciso instante, Farran mandó una tonelada de vibras de odio en su dirección y fijó la vista en el parabrisas.
¡Reptil detestable y odioso!, lo llamó y decidió que nunca más le volvería a hablar. Como él tampoco parecía de humor para charlar, no le costó ningún trabajo mantener firme su decisión.
Con disimulo observó que su expresión seguía dura y hosca, conforme recorrían los kilómetros.