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Eso no le importó. Pero al acercarse cada vez más a Low Monkton, Farran se dio cuenta de que tendría que hablarle a aquel tipo, siquiera para saber qué se esperaba de ella en su nuevo empleó.

– ¿Qué es lo que tengo que hacer? -preguntó con frialdad.

– ¿Hacer? ¿A qué te refieres con "hacer"?

Dame fuerza, rezó la chica.

– ¿Cuáles serán mis deberes como dama de compañía?

– ¿Cómo diablos lo sé yo? -gruñó.

– Eres mi jefe… tú deberías saberlo -tuvo la alegría de molestarlo con su sarcasmo, pero Stallard pareció ignorarla. El silencio se hizo en el auto. De pronto, Stallard comentó con suavidad.

– Para ser una empleada, no lo has hecho muy bien hasta ahora.

– ¿Cómo?

– No me has preguntado cuánto te pagaré.

– No quiero tu dinero -rugió la chica.

– Me sorprendes -fue sarcástico y a Farran ya no la asombró que hubiera guerras en el mundo.

– Bueno, recibiré cien libras por semana. Y eso -añadió al recordar a la desagradable señorita Irvine-, es muy barato.

– Es un trato -aceptó él con rapidez, haciéndola perder la compostura.

Estuvieron frente a la puerta de la señorita Irvine antes de que ninguno de los dos pronunciara palabra de nuevo.

– ¿Tiene la señorita Irvine problemas de salud de los que yo deba estar enterada? -no tuvo otro remedio que hacerle la pregunta.

– Tiene un poco de artritis en un hombro, pero, por lo general, goza de buena salud -informó Stallard.

Farran tomó su última bocanada de libertad mientras Stallard llamaba a la puerta de la casa grande y esperaban a que la señorita Irvine abriera.

– ¡Stallard! -saludó con aparente alegría al verlo.

– Hola, Nona -replicó el aludido con voz mucho más cálida de la que usaba para hablar con Farran-. Te he traído a Farran para que se quede contigo un tiempo -le anunció. Al entrar en el vestíbulo, la anciana miró a la chica con severidad mientras Stallard las presentaba.

– Stallard me dijo por teléfono que tenías una relación de parentesco con Hetty Newbold -comentó Nona Irvine al conducirlos a la sala de estar-. Creo que recuerdo haberte visto en el funeral -añadió al sentarse en una silla e invitar a los otros a imitarla-. Estoy segura de que a ambos les sentará bien una taza de café después del viaje hasta aquí -prosiguió con elegancia-. Ahora lo preparo.

– Yo lo haré -Stallard le quitó a Farran las palabras de la boca-. Las dejaré a solas para que se conozcan -murmuró y a Farran le pareció que era mucho más imponente que diplomático.

Nona Irvine dejó su aspecto agradable tan pronto como Stallard salió de la habitación y adoptó su expresión amargada, tal como la recordaba Farran.

– ¿Alguna vez antes has actuado como dama de compañía? -preguntó con dureza.

Farran no sabía cuánto le habría contado Stallard a la señorita Irvine y si, como ésta era amiga de su familia, ella conocería el contenido del testamento de la tía Hetty.

– Soy secretaria profesional -explicó con cortesía, y sostuvo la mirada de la anciana-. Pensé que me gustaría tomar un descanso de mi trabajo acostumbrado.

– ¿Crees que el ser una compañía para mí será un descanso? -inquirió la señorita Irvine con brusquedad.

– Estoy segura de que no lo será -replicó Farran sin pensarlo.

En ese momento se percató de dos cosas: la primera, que la anciana no sabía nada del testamento de la tía Hetty, o la habría regañado por buscar un cambio de trabajo. La segunda, al ver que la señorita Irvine sonreía, ¡que la anciana sí tenía sentido de humor!

– ¿Tienes idea de cuáles serán tus deberes? -prosiguió Nona Irvine al adoptar de nuevo su expresión dura.

– Esperaba que usted me los dijera.

– Supongo que juegas al bridge.

– Me temo que no -tuvo que confesar y recibió una mirada de pocos amigos.

– Espero que sepas conducir -prosiguió la señorita Irvine.

– Sí… pero no tengo auto.

– Hay uno en la cochera. Stallard me lo compró cuando esa mujer Titmarsh, tu antecesora -rezongó-, dijo que debíamos tener uno.

Farran pensó que Stallard fue muy amable en comprarle a esa anciana nada amable un auto. Acto seguido, por los comentarios de la señorita Irvine, Farran se formó la idea de que ésta parecía creer que una persona estaba mal de la cabeza si no disfrutaba de un buen juego de cartas. En ese momento, Stallard llegó con el café.

Farran pronto descubrió que la señorita Irvine se ponía de excelente humor frente a Stallard, siempre que éste estaba presente.

– ¿Cómo te fue en la semana? -le preguntó él mientras los tres bebían café.

– Muy bien, gracias, Stallard -replicó la señorita.

– ¿Tuviste algún problema? -inquirió Stallard y Farran tuvo la impresión que, de ser así, él lo habría resuelto, como si estuviera decidido a que los últimos años de la señorita Irvine resultaran tan placenteros como fuera posible.

– Ningún problema -sonrió de nuevo-. Bueno, ningún problema que no pudiera resolverse, si alguien le enseñara a Joan Jessop las reglas básicas del bridge.

– ¿Joan Jessop es tu nueva compañera de bridge? -preguntó Stallard y la señorita Irvine asintió.

Farran pudo deducir que la tía Hetty debió ser la antigua compañera de bridge de Nina Irvine y que quizá fue así como Stallard conoció a la tía Hetty.

Durante la media hora que siguió, la conversación fue muy amable. Farran participó cada vez que algún comentario la incluía. Pudo darse cuenta de que no sólo Stallard parecía tener mucho tiempo para la anciana, sino de que la consideraba más como una parienta que como la amiga de familia que le dijo a Farran que ella era.

Fue claro que también visitaba con frecuencia la casa de Low Monkton y que tenía una invitación abierta para quedarse a pasar el fin de semana allí cuando quisiera… a pesar de lo cual, hasta ahora, nunca había hecho uso de la invitación. Con alivio, Farran se enteró de que tampoco se quedaría ese fin de semana.

– Creo que no te quedarás, ¿verdad? -dijo la señorita Irvine cuando Stallard se puso de pie para subir las maletas al cuarto de Farran.

– Ya he hecho planes para esta noche -sonrió.

– ¿Quién es la mujer afortunada de hoy? -inquirió la anciana con cierto brillo de malicia en los ojos azules, para sorpresa de Farran.

Farran se percató de que Stallard la miraba, así que alzó los ojos al techo, como para decirle que no le importaba mucho lo afortunada que fuera la susodicha… Casi los bajó por la impresión, ya que pudo jurar que Stallard estaba a punto de sonreír.

Claro, no sonrió, sino que fue al auto y regresó con una maleta en cada mano.

– ¿Qué cuarto usará Farran? -le preguntó a Nona Irvine.

– El que está más cerca de la escalera -contestó-. Si dejas las maletas en el vestíbulo, ella las puede subir después.

– Limitaremos el riesgo de accidentes si yo le enseño su habitación ahora -replicó y Farran se dio cuenta de que era una manera sutil de decirle que así, la anciana no tendría que tomarse la molestia de subir por la escalera.

Farran se levantó de la silla y Stallard la dejó pasar primero para subir al primer piso. Al llegar arriba, Farran se detuvo frente al primer dormitorio que vio.

– ¿Este? -esperó a que él asintiera y abrió la puerta. Ambos se detuvieron puesto que, al entrar, el cuarto todavía mostraba señales de ser habitado por su antigua ocupante. Farran miró el tocador que estaba manchado de maquillaje y polvo.

– ¡Lo siento! -exclamó Stallard-. La señorita Titmarsh, la anterior dama de compañía de Nona, se fue el miércoles pasado. Me equivoqué al pensar que la señora de limpieza de Nona venía los lunes, miércoles y viernes -hizo una breve pausa-. Te hallaremos otro cuarto -declaró con prontitud.

Pero Farran no tenía la intención de empezar mal con la señora de la casa. La querida anciana quiso que tuviera este cuarto y no le agradaría cambiar sus planes, cuando apenas hacía una hora que la chica empezó a trabajar en su nuevo puesto.