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– Contrario a tu obvia creencia de que nunca en mi vida he tomado un plumero -Farran lo detuvo antes de que él llevara su equipaje a otro lado-, y a riesgo de arruinar la opinión que tienes de mí, te prometo que no me tomará mucho tiempo ordenar este cuarto.

Se percató de que su sarcasmo no le agradó a Stallard, pero logró el efecto deseado pues, después de mirarla con enojo, dejó sus maletas en el suelo. Farran le sonrió con dulzura.

Pero no sonrió mucho tiempo, pues vio que Stallard sacaba un cheque de su bolsillo y se lo entregaba. Después dedujo que debió escribirlo mientras esperaba a que el café estuviera listo.

– Este es el salario del primer mes -informó con los dientes apretados-. Espero que te hagan ganarte cada centavo -añadió con una sonrisa falsa, y la dejó sola, con la boca abierta.

En muy poco tiempo de haber empezado en su empleo como dama de compañía, Farran descubrió que era mucho trabajo. Aparte de tener que ser agradable para una persona insufrible, que parecía insistir en ser muy desagradable, no tuvo un minuto para sí.

Aunque descubrió que había cierta gentileza en la señorita Irvine, al pasar veinticuatro horas no la asombró que la señorita Titmarsh se hubiera marchado y tampoco la sorprendió que no tuviera tiempo de arreglar su cuarto. La maravilla habría sido que sí hubiera tenido tiempo de limpiarlo, se dijo a sí misma Farran el domingo por la noche al ir a acostarse.

Farran despertó el lunes con el propósito de que nada la deprimiría. Se enteró de que además de ser dama de compañía, era cocinera de medio tiempo.

Estaba ocupada en la cocina, preparando el potaje con que le gustaba iniciar el día a la señorita Irvine, cuando ésta vino a inspeccionar lo que Farran hacía.

– Asegúrate de que no tenga grumos -ordenó-. Tuvo grumos ayer -se quejó.

Farran sabía muy bien que no hubo grumos en el producto de sus esfuerzos de ayer y tuvo que recordar el motivo por el cual estaba allí, para no vaciar el contenido de la cacerola en la cabeza de la "querida anciana".

– ¿Durmió bien? -trató de arreglar la situación.

– Nunca duermo bien -replicó la señorita Irvine. Farran revolvió el potaje.

Ambas estaban sentadas, tomando el desayuno, cuando Farran notó con amabilidad:

– Stallard dijo que la señora que hace la limpieza viene tres veces por semana. ¿Vendrá acaso hoy? -se sorprendió un poco al notar en los azules ojos algo así como un brillo de culpa.

– ¿Qué tú no puedes usar una aspiradora? -inquirió Nona Irvine con cierta irritación.

Farran sintió que debía hacer más indagaciones.

– Claro que sí. ¿Acaso hay un motivo por el cual deba hacerlo?

– Estaremos hasta las orejas de mugre si no pasas la aspiradora -contestó la anciana y desapareció el sentimiento de culpa al explicar-. Despedí a la señora Lunn, por su insolencia, el viernes pasado.

– ¿Insolencia?

– Tuvo el descaro de llamarme una vieja maldita y remolona. ¿Qué te parece eso?

No me tiente, pensó Farran y también que tendría a su cargo las labores domésticas además de la culinarias, aparte de tratar bien a alguien que impacientaría incluso a un santo.

El martes fue el día de jugar al bridge. Tuvieron que comer temprano para que Farran llevara a la señorita Irvine a casa de Joan Jessop, a las dos de la tarde.

– Puedes tomar la tarde libre -la señorita Irvine fue magnánima al ser acompañada por Farran a la puerta de la casa. Farran decidió que era el pasajero de automóvil más fastidioso que jamás tuvo en su vida.

– ¿A qué hora quiere que venga por usted? -inquirió la chica.

– Te llamaré cuando esté lista -le informó. Si Farran pensó en dar un paseo, tuvo que regresar a la casa para poder oír el teléfono cuando éste sonara.

El miércoles todavía no había visto trazas del sentido de humor que creyó que poseía la señorita Irvine. Para entonces Farran ya se había acostumbrado y pensó que podría soportar los modos bruscos de su anfitriona sin perder la paciencia, al tachar los días en su calendario.

Aunque esa misma tarde, estuvo a punto de contestarle con la misma rudeza. Estaba viendo televisión, aun cuando "ver" era sólo un tecnicismo, pues la señorita Irvine tenía la manía de hablar durante todos los programas que le parecían interesantes a Farran, cuando la anciana de pronto exclamó.

– Este programa es una basura. Pásame el periódico.

Estaba atónita, puesto que el periódico estaba muy cerca de la señorita Irvine, mientras que Farran tendría que levantarse de su silla y agacharse para tomarlo. Estuvo a punto de decirle que un poco de ejercicio le haría mucho bien. De pronto, Nona Irvine sonrió.

Farran se preguntó si, al igual que los niños prueban a sus padres para ver cuáles son los límites, la señorita Irvine intentó hacer algo similar. ¿Acaso intentó empujar a Farran al límite de su paciencia? ¿Tal vez habría vislumbrado un brillo de amotinamiento en los ojos de la chica y por eso decidió que sería bueno sonreír?

Sin embargo, la señorita Irvine logró que Farran se avergonzara de sí misma, cuando le pidió con un pequeño suspiro:

– Ya que estás de pie, Farran, ¿podrías llamar al consultorio del doctor Richards? La artritis de mi hombro me duele un poco hoy… creo que será mejor que obtenga una repetición de mi última prescripción médica.

Farran estuvo de mejor humor la mañana siguiente. Pasó mucho tiempo llevando y trayendo cosas para la señorita Irvine, pero cuando no lo hacía, se aseguraba de que la anciana estuviera bien.

Una y otra vez se preguntó cómo pudo olvidar que Nona Irvine era muy vieja. Era cierto; la buena mujer parecía más un dragón que un parangón… pero esa mañana estaba de humor angelical.

Mas Farran tuvo que revisar su juicio acerca del humor angelical de la anciana antes de qué terminara la mañana. Decidió interrumpir sus tareas y tomar una taza de café con ella. Farran llevó la bandeja a la sala de estar. La señorita Irvine fue amable y el tiempo transcurrió. De pronto, empezó a hacerle preguntas sobre los amigos de la chica.

"Amigos" conjuró de inmediato el recuerdo de Russell Ottley. Supuso que en realidad nunca llegaron a ser siquiera amigos y trató de desviar el tema de sí misma.

– ¿Y usted? -como conocía a las tres señoras con quienes jugaba al bridge, añadió-: Parece que tiene muchas amigas, señorita Irvine -sonrió.

– ¡Conocidos! -replicó la señora-. Todo lo que tengo son conocidos. No tengo verdaderos amigos -suspiró con dramatismo y Farran deseó no haberle hecho la pregunta, pues Nona Irvine pareció deprimirse. De pronto, se alegró-: Salvo a Stallard, claro -declaró-. Él ha sido un gran apoyo para mí… un verdadero amigo.

Farran sintió que no quería hablarle de Russell Ottley, pero que tampoco quería oír cosas sobre Stallard Beauchamp o los elogios de la señorita Irvine. Fue por eso que, en un intento de desviar el tema, preguntó:

– Supongo que usted y su madre fueron grandes amigas, ¿verdad? -y se quedó boquiabierta al ver la transformación de los rasgos de su interlocutora.

– Esa mujer nunca fue amiga mía -habló con vehemencia y en sus ojos brilló un odio intenso.

– Ah, lo siento mucho -se apresuró a corregir Farran-. Stallard nunca me dijo que… sólo creí… -demonios, pensó la joven al ser el objeto de la mirada hostil de la anciana. Para alivio suyo, el timbre sonó-. Iré a abrir -y fue a abrir, azorada de que alguien pudiera odiar tanto como parecía detestar Nona Irvine a la madre de Stallard.

– Tad Richards… soy el doctor Richards -un hombre de cabello café y de mediana estatura, que parecía tener alrededor de treinta años, la miró con sus ojos azules y se presentó-. ¿Fue usted quien llamó anoche para que se repitiera la prescripción?