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De inmediato, Farran se arrepintió de haberlo dicho y de haberle recordado el comentario de Stallard, de que ella estaba en busca de un pez más gordo al referirse a Tad Richards.

Pero, aun cuando ella quería enojarse con Stallard, éste la dejó pasmada al hablar con inconfundible sinceridad.

– Si me lo permites, te ofrezco una disculpa, no sólo por ese comentario vil, sino por todos los comentarios que te he hecho y que te han herido.

Farran estuvo a punto de decirle que en ese caso se estarían allí unos cuantos siglos. Pero, a tiempo, se percató de que eso le indicaría a Stallard que sí tenía el poder de lastimarla.

– Así que -musitó después de un momento de reflexión-, ¿ya no crees que regresé a Inglaterra desde Hong Kong con la sola intención de pedir la tercera parte de la herencia que dejó la tía Hetty?

– No tienes ni un gramo de avaricia en el cuerpo -de nuevo, Stallard la impresiono al hacer una afirmación tan categórica. Pero se tornó sombrío al preguntar con dureza-: ¿Sigues enamorada de él?

– ¿De quién? -bromeó con fastidio.

– Del hombre del que huiste en Hong Kong. Ottley, el hombre que tanto te deprimió el día del funeral de la señorita Newbold, lo cual yo, con mi sabiduría superior -se encogió de hombros para burlarse de sí mismo-, mal interpreté como una muestra fingida de dolor por la mujer a quien nunca te molestaste en visitar en el tiempo en que yo la conocí.

– Yo… -Farran se sintió débil en su interior. Mas, con premura, añadió con frialdad-: No es asunto de tu incumbencia el que ame o no a Rusell Ottley. Además -prosiguió con decisión-, no veo por qué debo quedarme aquí puesto que Nona está ausente.

Se puso de pie con rapidez. Por desgracia, Stallard fue más rápido y la tomó del brazo. La hizo perder el equilibrio y sólo tuvo que tirar de ella con suavidad para hacer que Farran se sentara en el sofá, a su lado. La miró con fijeza para inmovilizarla en su sitio, cuando se dio cuenta de que la chica no tenía intenciones de quedarse quieta.

Farran echaba chispas por los ojos y abrió la boca para protestar y de nuevo Stallard fue más rápido.

– ¡Vaya! Nunca he tenido que llegar a los extremos a que he llegado contigo para que vengas aquí… y sólo piensas en marcharte -gruñó-. Lo único que deseo es hablar contigo. Necesito hablar contigo…

– Entonces, llámame por teléfono -exclamó la chica.

– Ya lo intenté -gruñó él, y de pronto su voz se tornó muy serena y tranquila-. Todo… salió mal.

Fue su voz más baja, su mirada más tranquila, esa mirada que de alguna forma lo hacía aparecer inseguro de sí mismo, lo que hizo que la furia y la agresión de Farran desaparecieran. Si era duro o áspero con ella, Farran podía hacerle frente. Pero estaba enamorada de él, lo amaba tanto que contuvo la réplica dura que iba a decir y se suavizó.

– ¿Qué -soltó sus manos de las de Stallard sin prisa alguna- fue exactamente lo que no salió bien?

– ¿Qué fue lo que salió bien? -preguntó él a su vez-. Desde el principio, me equivoqué contigo.

– Me percaté de ello -murmuró Farran y de pronto se alegró de estar sentada, pues de lo contrario se habría desmayado por la impresión de oír lo que Stallard acababa de admitir-. Pero… pero… ¿cuándo… te diste… cuenta?…

– Fue obvio casi desde el principio -le explicó Stallard-. Pero el problema fue que, una y otra vez, justo cuando empezábamos a entendernos, me tenías que hacer enojar.

– ¡Yo hacerte enojar a ti! -exclamó Farran, endureciéndose de nuevo-. Se supone que debo quedarme sentada, tranquila y medrosa…

– Nunca hubo nada tranquilo ni medroso en ti, Farran Henderson -la interrumpió Stallard-. Tus hermosos ojos cafés echaban chispas desde la primera vez que hablé contigo. Recuerdo muy bien tu aire altanero, tu…

– ¡Mi aire altanero! -exclamó Farran-. Santo cielo -prosiguió, sin olvidar nunca la ocasión en que Stallard fue a buscarla al dormitorio de la tía Hetty y la halló tratando de encontrar el testamento-. Tú sí que podrías dar clases de arrogancia.

– ¿Arrogante? ¿Yo? -inquirió Stallard y Farran tuvo ganas de matarlo. Se contuvo y Stallard murmuró-: Debe ser el efecto que ejercemos uno sobre otro.

A Farran, eso no le gustó nada. Estaba segura de que no quería que él pensara que ejercía cierto efecto sobre ella. Mas, si lo aclaraba, sería como darle demasiada importancia al asunto. Así que decidió que lo mejor era cambiar de tema.

– Me estabas diciendo que…

– Intenté disculparme contigo -corrigió Stallard-. Traté de explicarte -prosiguió y de pronto pareció escoger muy bien sus palabras antes de decirlas- por qué, gracias a circunstancias que eran nuevas, demasiado nuevas para mí, me he portado tan mal contigo.

Farran nunca esperó que él admitiera algo así y lo miró de inmediato a los ojos. Abrió mucho los suyos al percatarse de que en los ojos grises que la observaban había una calidez enorme.

– Ah -aunque su vida dependiera de ello, no creyó ser capaz de decir otra palabra.

Pero no tuvo que añadir nada puesto que Stallard, todavía observándola con calidez, se refirió, como si sólo le importara disculparse por completo con ella, al momento antes de que se conocieran.

– Las cosas estuvieron bastante confusas cuando la señorita Newbold murió. Nadie parecía saber en dónde vivía alguno de sus familiares y Nona estaba muy tensa, pues quería que su amiga tuviera un funeral respetuoso y adecuado. Así que yo me encargué de ello para ver qué se podía hacer. Después supe que la señora Allsopp hacía la limpieza para la señorita Newbold. Fue ella quien me dio la caja de galletas que contenía los documentos personales de la señorita Newbold, y entonces me enteré de los nombres y direcciones de sus familiares, así como de que, en el último testamento, yo era el heredero único.

– ¿No… no lo supiste hasta entonces? -inquirió Farran con un hilo de voz.

– Fue una sorpresa total -explicó Stallard-. Claro, de inmediato me percaté de que la señorita Newbold había cambiado el testamento a mi favor por capricho, pero antes de tomar las medidas necesarias para anular ese testamento…

– ¿Tenías la intención de anular ese testamento? -exclamó la chica-. ¿Antes de que yo te llamara, antes…?

– Me temo que así es -confesó.

– Entonces… entonces… -tartamudeó Farran- no era necesario que Georgia se preocupara o hiciera averiguaciones sobre ti. Y… yo cené contigo para nada, vine aquí para…

– No fue tan sencillo como eso -declaró Stallard al ver que ya no estaba tan, atenta y que comenzaba a enojarse-. Al principio, como la señorita Newbold se tomó la molestia de hacer que el último testamento fuera un documento con validez legal, pensé que tenía el deber con ella de averiguar si había un buen motivo por el cual desheredara a sus parientes.

– ¡Hiciste averiguaciones sobre nosotros!

– No tuve que hacerlas. Perdóname, Farran, pero pensé que podría sentarme con tranquilidad a esperar. Estaba convencido de que, de modo directo o a través de abogados, pronto recibiría noticias de cualquiera de los tres herederos mencionados en el testamento anterior.

– ¿Así que no te sorprendió que te llamara y que dejara dicho con tu secretaria que, por favor, me llamaras tú a tu vez?

Stallard negó con la cabeza y aclaró, dejando atónita a Farran:

– Tú y yo ya nos habíamos conocido en el funeral de la señorita Newbold y confieso que me agradó pensar que te volvería a ver -al oír eso, el corazón le dio un vuelco a Farran, quien mantuvo la vista fija en Stallard mientras él proseguía-: Pero cuando te llamé y oí que mentías acerca de que no habías visto la fecha del testamento, descubrí, para sorpresa mía, que en vez de que me molestara ese engaño, de hecho me estaba divirtiendo mucho.