– ¿Qué? -se sentía toda temblorosa por dentro y trató de recobrar la compostura.
– Al principio, sí -confirmó, y confesó con lentitud-: De hecho, no pude sacarte de mi mente desde el funeral -Farran tragó saliva y escuchó-. Tendrás que perdonarme de nuevo, querida -la voz baja, la mirada serena y el "querida" descontrolaron tanto a la joven que apenas pudo evitar tragar saliva de nuevo.
– ¿Ah, sí? -cuestionó-. ¿De qué?
– Porque, a pesar de pensar en ti, decidí que no te caería mal esforzarte un poco, al igual que a tu familia, por haber descuidado a la señorita Newbold.
– Ya veo -musitó Farran y su corazón pareció hundirse, al darse cuenta de que Stallard sólo pensó en ella para hacerle pagar el hecho de que nadie visitó a la señorita Newbold durante el último año de vida que le quedó-. Bueno, pues funcionó, ¿verdad? -habló con dureza-. Que yo recuerde, hallaste la forma de "hacerme sufrir" cuando te revelé que no sólo no tenía empleo, sino que me llevaba bien con la gente mayor.
– Sé justa conmigo, Farran -pidió Stallard con voz baja-. Mis motivos me parecieron sensatos en ese momento. De veras necesitaba una dama de compañía para Nona. Me equivoqué, pero me pareció que como deseabas tu herencia, no había ninguna razón para que no te esforzaras para conseguirla.
– ¡Gracias! -habló con frialdad y, esa vez, Farran se levantó del sofá y se dirigió con decisión hacia la puerta. Pero antes de que pudiera salir, Stallard la detuvo.
– Si esto te consuela, pronto me confundiste por completo -lo miró a los ojos de inmediato y Stallard la tomó de las manos con suavidad y añadió-: Muchas cosas de ti empezaron a entibiar mi corazón.
– ¡Calla! -exclamó Farran alarmada, y trató de soltar sus manos de las suyas.
– ¿Por que? -la miró con intensidad a los asustados ojos cafés y se negó a soltarle las manos.
– Porque… porque… ¡maldita sea! -se dio cuenta de que no llegaba a ningún lado. Se percató de que la mirada de Stallard era cálida y suave, como si le dijera: "No temas, confía en mí, no te lastimaré". De pronto, superó sus temores-. ¿Qué… qué clase de cosas empezaron a entibiar tu corazón? -inquirió sin aliento.
Lo vio sonreír de alivio, pero no supo si era porque ya no le temía o porque le dio alientos para proseguir.
– Cosas como cuando fui por ti a tu casa para traerte aquí -explicó Stallard-. Te admiré cuando, aunque sabía que me aborrecías, tus buenos modales frente a tu ama de llaves te obligaron a ofrecerme una taza de café, ¿recuerdas?
– Me pareció algo natural -jadeó y casi sufrió un fuerte mareo al oírlo decir que la admiraba.
– Sí, sería algo natural para ti, porque eres encantadora -sonrió Stallard-. Ese día, en el trayecto, nos reímos, y me di cuenta de que me gustaba tu risa.
– No reímos al final del viaje -musitó Farran y pensó que quizá se molestaría por el comentario. Pero Stallard siguió de humor alegre y amistoso:
– Me atacaste en un punto vulnerable -también recordó-. En mi negocio, un apretón de manos es lo único que se necesita para que se confíe en mi palabra al hablar de fuertes sumas de dinero. Pero tú cuestionaste mi palabra, no una sino dos veces, en algo que, en comparación, es una bagatela.
– Ay, Dios -murmuró Farran al percatarse de lo mucho que debió ofenderlo-. ¿Podrás perdonarme?
– Te perdono cualquier cosa -contestó con calidez, pero añadió-: Aunque ahora me he dado cuenta de que no lo hiciste por iniciativa propia.
– Sí lo hice así la primera vez -confesó Farran-. Pero Georgia…
– No importa -sonrió Stallard-. Aunque eso me fastidió lo bastante para acortar mi visita de ese sábado.
– Te fuiste antes de lo que planeabas… ¿sólo por mí?
– Sí, no me gustó en absoluto que una mujer a la que apenas conocía pudiera desequilibrarme tanto.
– Ah, -la voz de Farran temblaba.
– Pero olvidé el incidente el sábado siguiente. Sin saberlo, Farran, ansiaba verte.
– ¿De veras? -tartamudeó la chica.
– Sí. Pero en ese momento no acepté que vine mucho antes a Low Monkton de lo que suelo hacer.
Farran carraspeó para aclararse la garganta y trató de mantenerse en pie.
– No creo que quisieras verme tanto así -frunció el ceño al recordarle-: Esa noche te ibas a quedar en casa, pero no lo hiciste.
– Si recuerdas eso, querida, también te acordarás de que ese día fue de mal en peor.
– Nona estuvo un poco… exigente ese día -murmuró Farran mientras intentaba calmar a su alborotado corazón al oír que por segunda vez la llamaba "querida".
– No sé qué le pasó a Nona ese día… pero no hablaba de ella, sino de cómo empeoraron las cosas entre tú y yo. Primero me mandaste al demonio después de que te dije que habías holgazaneado toda la semana.
– Lo recuerdo.
– Más tarde, me disculpé contigo y me divertí. Pero al preguntarte acerca de tu estancia en Hong Kong, me enfurecí cuando me contaste tu decepción amorosa.
– ¿Te enojaste sólo porque te dije que amaba a Russell Ottley?
– Sí, mucho -contestó Stallard-. Aun cuando no sabía por qué me sentía como si me hubieran apaleado, no me gustó nada ese dato.
– Ah, -Farran intentó hacer frente al torbellino de emociones que la invadía.
– Al llevar a Nona a dar un paseo en auto, traté de considerar las cosas desde una nueva perspectiva, pero me hizo la vida insoportable durante el trayecto al hacer toda clase de comentarios superficiales y darme una serie de órdenes al conducir. Eso me dio una idea de lo que debiste soportar esa semana. En ese momento te admiré por ser tan paciente con ella, cuando, entonces, habló un hombre y creí que era tu amigo casado de Hong Kong.
– Era Andrew, mi…
– Sí, tu amigo, como hermano, ahora lo sé. Pero no lo sabía entonces y me puse celoso y…
– ¿Celoso? -se atragantó con la palabra.
– Sí, esa palabra fue la que dije, mi querida Farran -y le acarició el rostro con un dedo-. Aunque en ese momento no pensaba que esa palabra pudiera aplicarse jamás a mí. Y después de cuestionarte acerca de tus amigos y visitantes hombres, me di cuenta de que necesitaba alejarme para aclarar mis ideas.
– Ese día… creí que te fuiste porque te desagradaba tanto que no soportabas estar ni siquiera unas cuantas horas bajo el mismo techo que yo.
– Si ese fuera el caso, ¿por qué supones entonces que el domingo desperté con el deseo de estar en Low Montkton? -Farran recordó que, esa misma mañana, deseó que Stallard no se hubiera marchado-. Si ese fuera el caso, ¿por qué supones que el martes siguiente, cuando estaba seguro de que tú contestarías y no Nona, llamé obedeciendo al impulso de oír tu voz?
– Al principio… no pareció que quisieras oír mi voz.
– Me sentí incómodo -reconoció Stallard de inmediato-. Por primera vez en mi vida me invadían sensaciones nuevas. ¿Acaso te sorprende que yo no supiera qué pasaba conmigo?
– Supongo… que no -replicó. No sabía á dónde quería llegar Stallard, pero por nada del mundo lo detendría-. ¿Acaso… sabías lo que te pasaba cuando viniste el sábado siguiente?
– Claro que no -sonrió-. Tú y yo peleamos ese día y yo estaba furioso por el hecho de que Watson hubiera venido a comer a la casa y de que quizá hicieras lo mismo con media docena más de amigos.
Farran pasó por alto el hecho de que al día siguiente se besaron con pasión y murmuró:
– Tú… no viniste el fin de semana siguiente.
– ¿Te diste cuenta? -habló con mucha suavidad.
– Te… extrañé -reconoció la chica y quedó cautivada al ver la ternura amorosa que transformó las facciones de Stallard.
– Yo también te extrañé, mi querida Farran -su voz estaba ronca, como si lo sobrecogiera una profunda emoción. La atrajo hacia él y le dio un beso tierno en la boca.
– ¿Qué dijiste? -Farran tuvo que hacerle la pregunta cuando él la apartó con gentileza para mirarla a los ojos.