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– No lo pensé ni un momento -contestó con amabilidad y añadió, mientras se acercaba el capitán de camareros-: Quizá yo deba disculparme.

– ¿Usted? -exclamó con sorpresa, pues pensó que era un hombre que nunca se disculpaba por nada.

– Yo. Por subestimar el tiempo que tomaría venir de Banford hasta acá.

Ahora Farran lo miró de reojo… ¡Sabía dónde vivía ella! Quizá le habría preguntado cómo lo sabía, pero el capitán ya los llevaba a su mesa. Al sentarse, se alegró de no haberle hecho la pregunta, pues la respuesta era muy simple. El testamento previo de la tía Hetty estaba en manos de Stallard Beauchamp y la dirección de su padrastro, de Georgia y de ella debía estar anotada allí.

Farran estudió el menú, sin apetito y con el deseo de que la cena terminara aun antes de empezar. Escogió sopa de champiñones y salmón en croute.

– ¿Tienes preferencia por algún vino? -inquirió Stallard Beauchamp con cortesía. La chica deseó que no bebieran alcohol, pues sospechaba que se debía mantener la mente clara al lidiar con ese hombre.

Sin embargo, tuvo la sensación de que le adivinaba el pensamiento, así que sonrió de modo falso y, con frialdad, murmuró:

– Después tengo que conducir por carretera, pero quizá una copa de vino blanco no me haga daño.

Pensó que hizo frente a la situación con sensatez, mas cuando empezaron a comer el primer platillo, se percató de que cantó victoria demasiado pronto.

El único motivo de su presencia era anunciarle al hombre su propuesta. Como no tenía ninguna, todo lo que podía hacer era postergar el tema hasta que él lo tocara. Pero, al empezar con el segundo platillo, parecía que Stallard Beauchamp deseaba discutir de todo menos del único tema que Farran quería.

Estaban casi terminando el plato fuerte cuando tuvo la impresión de que Stallard Beauchamp se burlaba de ella. Hablaron de lluvia acida y de la contaminación del aire, pero estaba segura de que, a pesar de que los temas eran serios, jugaba con ella y sabía muy bien de qué quería hablar Farran.

No le agradó nada sentir que era sólo una marioneta en sus manos y olvidó la compostura al decir con rapidez:

– Señor Beauchamp, yo… -se interrumpió al ver la mirada sombría de los ojos grises.

Entonces se dio cuenta de que no estaba lista, y de que quizá nunca lo estaría, para pedirle que renunciara a lo que la señorita Newbold quiso dejarle. De inmediato, él la miró con solemnidad y le sonrió.

– Stallard.

– ¿Qué? -preguntó, concentrada en averiguar si su sonrisa era genuina o no.

– ¿Cómo puedo llamarte Farran cuando insistes en llamarme señor Beauchamp? -explicó con paciencia, algo que la chica no habría podido entender debido a su confusión.

Farran se dio cuenta de que era hora de que actuara con compostura. El bienestar de Georgia y del tío Henry dependía de esa reunión y no se podía dar el lujo de desconcentrarse.

– Stallard -sonrió y esperó que él tuviera el mismo trabajo para decidir si la sonrisa de ella era genuina o no-. Este vino es muy bueno -halagó su elección y fue un halago genuino, pues el vino estaba delicioso.

– Hablando de vino, ¿lograste estacionarte sin muchos líos? -le miró los hermosos labios que se curvaron en una sonrisa genuina, pues estaba divertida de que uniera el tema del vino al del estacionamiento.

Él también sonrió de modo genuino y Farran sintió una sensación muy rara al verle la boca bien formada.

– Tuve suerte, pues hallé un lugar justo afuera -desvió la mirada y añadió, sin motivo aparente-: Tomé prestado el auto de mi hermanastra.

– ¿No tienes auto propio?

– No, pero planeo comprar uno pronto -replicó y casi gimió al percatarse de que él ya no sonreía. Stallard parecía creer que quizá la chica pensaba comprar uno con su parte de la herencia. No le diría qué vendió el suyo ál ir a Hong Kong, que puso el dinero en un banco con a intención de comprar un modelo diferente al regresar. Sólo exclamó, desafiante-. ¡Tengo mi propio dinero!

– Entonces, dime -Stallard Beauchamp la miró con ojos duros cono el acero-, ¿por qué está tras mi dinero?

– No lo estoy -explotó la chica. De estar allí sólo por motivos prados, lo habría dejado solo en el restaurante; pero, por el bien de Georgia y del tío Henry, debía permanecer sentada.

Odió a Stallard Beauchamp más que nunca cuando éste inquirió con orna:

– ¿De veras?

Tuvo que contener su réplica y mantenerse callada.

– Quizá, Farran, ahora podrías decirme por qué estás aquí… y qué es lo que quieres -murmuró Stallard con burla.

– Quiero… -sintió un fuerte impulso de terminar con todo con rapidez, pero se detuvo. Trató de ensayar en su mente las palabras, pero parecieron avaras, oportunistas y codiciosas.

– Vamos, Farran. A partir de lo que he visto de ti, no diría que eres una chica tímida -urgió Stallard.

– ¿Qué estás implicando? -se enojó la chica.

– ¿Qué otra cosa, más que no noté en ti ninguna reticencia para entrar en uno de mis dormitorios y, sin que nadie pudiera impedirlo, abrir uno de los armarios de mi casa?

– No sabía entonces que la casa te pertenecía… que te fue heredada -se defendió Farran, acalorada.

– Pero desearías que no fuera así, ¿verdad?

– Por supuesto que sí -fue vehemente.

En ese momento, el camarero llegó para tomar la orden del postre y Farran aprovechó la pausa para recobrar la calma.

Por casualidad, Stallard y ella eligieron queso y galletas. Parece que sólo en esto estamos dé acuerdo, se irritó la chica. Se percató, al verlo de reojo, de que era ahora o nunca. Sabía que no volvería a preguntarle lo que quería, así que debía decírselo en ese preciso momento.

– Señor Beauchamp… Sta… Stallard -la pausa para recobrar la compostura no sirvió de nada.

– Señorita Henderson… Farran -la miró con malicia.

– Me preguntaste lo que quería -apretó los dientes-. Bueno, lo que quiero es… -el deseo de decirle que renunciara a la herencia luchó contra su orgullo-. Quería… -el orgullo era un obstáculo casi insalvable-, es decir, me preguntaba -insistió aunque no recibía ninguna ayuda dé su parte-. Me preguntaba… puesto que no necesitas el dinero…

– Así que sí has estado haciendo averiguaciones sobre mí -intervino él con sequedad.

– Y como no eres pariente de la señorita Newbold, me preguntaba si considerarías la posibilidad de devolver la fortuna a sus herederos legítimos -Farran terminó con la cuestión de una vez por todas.

– ¿Herederos legítimos? -inquirió con una mirada directa que parecía implicar que el testamento legal lo legitimaba como heredero.

– Sabes a qué me refiero -exclamó Farran, descubriendo que ese hombre tenía la habilidad de hacerle perder la paciencia.

– Estoy seguro de que así es -se burló-. Corrígeme si me equivoco o si he oído mal. Tú, que no eres pariente de la difunta, acabas de pedirme que renuncie a mi derecho, mi legítimo derecho, a la fortuna de la señorita Newbold.

¡Qué hombre! Farran contuvo la furia que amenazaba con explotar de nuevo. Aparte del comentario de que ella no tenía lazos de parentesco, el odioso hombre parecía estar divirtiéndose a sus costillas.

Nunca supo cómo logró permanecer sentada.

– Sí, eso es lo que pido -afirmó con sequedad. Intentó estar serena al sentir su escrutinio-. ¿Y bien? -inquirió. Casi deseó que se negara, para poder marcharse antes de que trajeran el café.

– Estoy pensándolo -replicó y sonrió con falsedad-. Dime, Farran, ¿qué es lo que te propones dar a cambio? -inquirió con voz sedosa.