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– ¿Qué tienes en mente ahora? -eso la enfureció.

– No puedes imaginar lo que tengo en mente -desaparecieron la sonrisa y el tono sedoso-. Pero, a riesgo de ofenderte, nunca me ha atraído el que me presenten a una mujer en bandeja de plata.

– Maldito seas, Stallard Beauchamp -explotó Farran, enfurecida por esa criatura odiosa y arrogante-. ¡Qué afortunado serías si ese fuera el caso! Aparte del hecho de que no me interesan los hombres, si…

– Si estuviera interesado en eso, te preguntaría por qué, pero como no lo estoy… -intervino él.

– Ni soñaría con decírtelo, de todas formas -Fardan se negó a que se saliera con la suya.

– Puesto que no tengo interés en ello -la ignoró-, ¿acaso intentas decirme que hiciste que te invitara a cenar…

– No hice nada -rabió la chica, pero fue ignorada de nuevo.

– … hiciste que te invitara a cenar sin ningún motivo más que el de pedirme que renunciara a mi herencia?

– Nunca pensé en acostarme contigo para conseguirlo -aclaró Farran antes de que él pudiera decir palabra y añadió-: De cualquier manera, no es tu herencia, es… -de pronto, se interrumpió.

– ¿No lo es?

– Bueno… -intentó fanfarronear-. Tal vez lo sea ahora, pero una vez que se rebata la validez del testamento…

– ¡Ah! -interrumpió-. ¿Así que vas a impugnar el testamento? -la miró con burla en sus ojos grises y Farran se percató de su error de intentar fanfarronear con el hombre equivocado-. Te deseo mucha suerte en tus trámites -sonrió con la sonrisa que la joven empezaba a odiar tanto como a él. Sobre todo, lo detestó cuando prosiguió-: Estoy seguro de que el juez quedará muy impresionado, cuando le digas que, en el último año de su vida, en el año en que la tía tuvo problemas de salud, ni una vez la visitaste o siquiera llamaste por teléfono para charlar con ella.

A Farran no le agradó que ese hombre los culpara a ella y a su familia. No podría defender a sus familiares, puesto que Stallard Beauchamp nunca entendería que su padrastro era tan distraído que sólo le importaban sus inventos, y que Georgia estaba demasiado ocupada en su negocio para visitar a la anciana. Así que tuvo que defenderse a sí misma.

– Ya te lo dije… ¡estaba en Hong Kong! -protestó. Ese hombre la molestaba mucho y más aún el hecho de que tuviera que defenderse frente a él.

– Así es -reconoció y continuó con cinismo-: Estoy seguro de que el juez se interesará mucho cuando, a pesar de que no pudiste volver ni una sola vez cuando la señorita Newbold estuvo enferma, apenas supiste que murió, regresaste en el primer avión disponible.

– No fue así -rabió Farran-. Ya te dije que no supe que estaba muerta sino hasta haber renunciado a mi trabajo y regresado a casa.

– ¿De veras? -Stallard Beauchamp se encogió de hombros.

– Sí, de veras -contestó Farran-. La señorita Newbold me agradaba. La quise mucho… le escribí varias veces mientras estuve en el extranjero.

– Pensaste que sólo bastaba con eso para apoderarte de su dinero.

– No -cortó-. Nunca pensé en su dinero ni en su testamento -cómo lo odiaba-. Le escribí por escribirle, eso es todo. Sucede que me entiendo bien con los ancianos y eso es la verdad -tomó su bolso y lo miró a los ojos grises-. Mi familia tiene mucho más derecho a todo que tú, y lo sabes -ya estaba de pie cuando añadió-: Espero que duermas tranquilo cuando hayas reclamado lo que por derecho es de mi…

– No he dicho que tengo la intención de reclamar nada -interrumpió Stallard Beauchamp con frialdad. Cuando Farran quedó muda, prosiguió con sorna-: Quédate aquí y quizá aprendas algo de provecho… para ti y para los demás herederos.

Farran lo miró con fijeza durante cinco segundos. Ya estaba harta de sus estúpidos juegos del gato y el ratón, pero, por otro lado, quizá podría soportarlo unos cuantos minutos más, por el bien de su familia. Reacia, se sentó de nuevo.

Si algo había aprendido en esa última hora, era que nunca debía subestimar a su interlocutor. Así que no se fue por las ramas, el tacto era cosa del pasado.

– Insinuaste que quizá no reclames lo que es tuyo. Pero no entiendo por qué renunciarías a algo que te ha sido legado gracias a un sentimiento filantrópico.

En ese momento, les trajeron el café.

– Tienes mucha razón -asintió Stallard Beauchamp cuando el camarero se fue-. Tengo una idea -le dijo contento, y fue su actitud lo que hizo que la chica se tornara suspicaz-. Una idea que quizá no se me habría ocurrido de no ser porque mencionaste que, además de no tener empleo ahora, también te entiendes con los ancianos.

Asombrada, Farran intentó ver a dónde quería llegar.

– ¿Acaso te imaginas que trabajaré en un asilo de ancianos? -le pareció que era la única respuesta lógica.

– Algo así -Stallard la sorprendió aún más al asentir-. Aunque de hecho no es un asilo, sino el hogar de una anciana.

– ¿Quieres… que trabaje para una persona mayor? -confirmó la chica. Lo vio asentir-. ¿Cómo su secretaria? -añadió aunque no le gustaba nada la idea-. Yo soy secretaria.

– Tus aptitudes secretariales no serán necesarias -negó con la cabeza-. Sólo tu talento para llevarte bien con los viejos. La dama de compañía de la señorita Irvine acaba de dejarla sola y necesita una compañera temporal, mientras yo hallo a alguien más tolerante que su última dama de compañía.

– ¿La señorita Irvine? -Farran no tenía deseos de acompañar a ninguna señora, quienquiera que fuera.

– Quizá recuerdes haberla visto en el funeral de la señorita Newbold -explicó.

– ¿La señora del sombrero? -inquirió Farran, adivinando y haciendo uso de toda su intuición.

– El sombrero negro -Stallard la miró con fijeza. Farran recordó la apariencia desagradable de la señora y supo que ni por su hermanastra aceptaría un puesto tan absurdo.

– ¿Es pariente tuya? -preguntó al acordarse de que al verlos juntos, pensó que quizá Stallard y la señora estuvieran emparentados.

– La señorita Irvine es… una amiga de la familia -le informó con frialdad y la miró con suspicacia.

Con amigos como ella, ¿quién necesita enemigos?, pensó Farran y tomó su bolso. En lo que ella concernía, la comida estaba terminada y se puso de pie por segunda vez. Esa vez, Stallard también se levantó, ella le agradeció la cena, cortés, y él la acompañó a la puerta.

– Te acompañaré a tu auto -anunció cuando la joven intentó despedirse en la puerta del club.

Era alta, pero Stallard era mucho más alto. Russell, se recordó, era más bajo que ella, pero eso no importó. Ella… Con rapidez, dejó de pensar en Russell al llegar junto al auto.

– Buenas noches -se despidió con frialdad al colocarse delante del volante.

– Llámame mañana por la noche -instruyó Stallard al darle su tarjeta personal, antes de que la chica pudiera cerrar la puerta-. Para entonces, ya le habré dicho a la señorita Irvine que tendrá que soportarte durante un tiempo -añadió para enfurecerla.

Farran cerró la puerta con el deseo de aplastarle los dedos, pero él estaba lejos del auto, fuera de peligro.

– Esperarás mucho tiempo si esperas que te llame -murmuró la chica y sé alejó con rapidez.

Pensó en Stallard Beauchamp en todo el trayecto hacia Banford, con furia creciente. Primero, le lanzó el anzuelo de que quizá estaría dispuesto a renunciar a su herencia; más tarde, al darse cuenta de que ella no tenía nada que proponerle a cambio, le sugirió que trabajara para ¡esa mujer insufrible!

El calificativo era adecuado, pensó Farran. Recordó a la amargada mujer que le impartió órdenes desagradables a la mujer cincuentona en el funeral de la señorita Newbold. ¡Sin duda, la otra mujer fue la dama de compañía de la señorita Irvine!

Farran llegó a Banford después de analizar cada comentario y palabra que intercambiaron ella y Stallard Beauchamp. Entró en la casa y estuvo segura de que no quería trabajar para esa anciana. ¡No viviría junto con la señorita Irvine si podría evitarlo… la anciana de aspecto más desagradable de todas las ancianas!