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Un día los de la constructora levantaron una nueva grúa. Poco le importaba a mi padre el estrépito de las taladradoras y las hormigoneras y las voces de los capataces: sólo se preocupaba de que la ventana permaneciera cerrada, lo que no impedía que penetrara el tumulto de las obras de demolición de las casas que rodeaban a la nuestra: no quería que el polvo cubriera los muebles, su ropa, la carne inmóvil. Alguna vez abría los ojos: estoy seguro de que, con la ventana abierta, el peso del polvo filtrado le hubiera impedido levantar los párpados. No decía nada, no se quejaba, no le temblaba un dedo, pero mi hermana lo entendía: mi hermana cuidaba de que la ventana estuviera firmemente cerrada y, cuando mi padre lo necesitaba, le pasaba por encima una toalla húmeda color de albaricoque.

Pero el día en que montaron la gran grúa amarilla, mi padre perdió la paralítica y silenciosa presencia de ánimo como un ciego que vacila porque han introducido una cómoda nueva en su habitáculo o le han cambiado la posición de las sillas. Yo había vuelto del colegio, mi hermana había salido a comprar provisiones: yo leía en voz alta el fascículo de una enciclopedia sobre la vida en las profundidades oceánicas. Aunque sabía perfectamente que mi padre no me escuchaba, había aprendido que se les debe leer a los enfermos. Me demoraba en las costumbres de un monstruoso pez sin ojos cuando mi padre giró la cabeza hacia el cristal de la ventana: ¿por qué lanzó aquel rugido terrible si no fue por la visión de la inesperada grúa? Cerré el fascículo, me acerqué a mi padre. Ahora tenía los ojos y la boca bien abiertos, y vi los empastes negros y la saliva escasa y blanca y seca.

2

Supe entonces de inmediato lo que tenía que hacer: tomé la mano derecha de mi padre y le quité del dedo anular la alianza. No me costó trabajo: en el dedo enflaquecido el anillo bailaba, y la carne era áspera como la de una cartera olvidada en un trastero. No estaba demasiado fría, aunque pareciera, desde luego, la carne de un hombre aterido. Yo temía que más tarde, cuando mi padre adquiriera la rigidez de los cadáveres, costara recuperar la alianza, y me constaba que a mi hermana le iba a gustar conservarla. En el plato que sostenía el vaso de agua dejé con cuidado el anillo: no quería oír ningún tintineo ni mirar la cara de mi padre, temeroso de que el mínimo ruido lo hubiese soliviantado y resucitado. Sólo vi una línea oscura en el cuello del pijama: era jueves, y los jueves le tocaba cambiarse de ropa.

Busqué en mi carpeta el cuaderno en el que había dibujado los escalones que subían hasta la puerta vacía y marqué una amplia aspa sobre el espacio en blanco. «Ya está», pensé. Cerré y guardé el cuaderno, volví a la butaca, proseguí la lectura de la enciclopedia marítima. Alguna vez alcé los ojos del libro y me aseguré de que mi padre continuaba impasible y estático. ¿Por qué continué leyéndole, si no ignoraba que estaba muerto? Suponía que un cambio en el clima de la habitación podía hacerlo reaccionar: hay gente que en el cine se despierta cuando acaba la película, alarmada por la interrupción de la banda sonora y el regreso de las luces. Mi padre debía haber muerto hacía más de un mes y, ahora que por fin había conseguido cumplir con retraso los vaticinios de los especialistas médicos, yo no quería quebrantar el orden que, coronando meses revueltos y sombríos, había caído sobre la habitación como un apacible resplandor de media tarde. Incluso el estruendo de las excavadoras y los taladros de los albañiles que sitiaban la casa resultaba de pronto tan propicio como la chillería y el rumor de botas y armas y pertrechos de un ejército deseado que llega para la liberación de una ciudad.

Entonces introdujeron la llave en la cerradura. Allí estaba mi hermana. Rara vez nos dirigíamos la palabra, de modo que no dejé de leer: el monstruo marino avanzaba por las profundidades abisales emitiendo un fulgor propio y maravilloso. Mi hermana se fue diligente a la cocina, cargada con dos bolsas gigantes. Yo sentía verdadera curiosidad por ver qué tal le sentaba descubrir a nuestro padre muerto, y me esforzaba para que no me traicionara la voz, como cuando aguantamos la risa en la tiniebla de un armario jugando al escondite. Desde mi sitio miré por encima de las páginas: la sombra de mi hermana a la luz de la nevera abierta se proyectaba en las baldosas grises del pasillo. ¿Cuánto tiempo tardaría en colocar pescados y filetes y verduras en el congelador y el refrigerador? El corazón me latía con fuerza. Cuando mi hermana apareció frente a mí, noté que mi voz vacilaba como el pulso de quien no se atreve a hincar una aguja en un brazo ajeno. Ella percibía el ambiente enrarecido del cuarto. Se acercó a mi padre -la radio sonaba y yo leía el párrafo que se refería a la reproducción de los monstruos anfibios-, se inclinó sobre la boca desencajada, se atrevió incluso a tomarle las pulsaciones al muerto. Tenía un estricto control de sus nervios: «Vete arriba», me dijo. «Quiero leerle a papá», le dije yo. «Vete, vete», sollozó, no dolorida sino fría e irritada.

Yo preferí encerrarme en el lavabo del piso bajo. El muro del espejo era el muro de la sala de estar, y me figuraba que podría ver a través del espejo lo que ocurría en la habitación vecina. Pero sólo miraba mi propia cara cubierta de acné, la piel, porosa e infectada, de un fenómeno inclasificable, los ojos que habían mirado a mi padre muerto. Mientras oía un lloriqueo, los pasos de mi hermana, la puerta abriéndose y cerrándose, el ruido renqueante del motor del Opel, el regreso del coche -por el tiempo empleado en el viaje relámpago adiviné que mi hermana había usado el teléfono de la gasolinera-, descubrí en el fondo de mis ojos celestes la cara de mi padre y recordé la cara muerta que acababa de contemplar hacía apenas una hora. La cara del muerto no era la cara de mi padre, no era la cara de las fotos que guardábamos en la lata de cacao instantáneo; era la cara del espectro que había invadido el cuerpo de mi padre, y nos había hipnotizado y forzado a que lo alimentáramos y transportáramos por la casa, aprovechándose sin duda, a través de los contactos físicos, de nuestra propia sangre. Había una foto en la que mi padre me sostenía sobre sus hombros junto a la ducha de la piscina: ¿qué relación guardaba el ser consumido y resquebrajado y sucio que había muero en el sofá con el atleta que aguantaba mi peso? Entonces la ventana del lavabo se iluminó intermitentemente con una fosforescencia anaranjada: una ambulancia silenciosa se había detenido ante la casa, frente a la gran grúa amarilla. No entendí lo que decían los enfermeros y los médicos, ni oí más a mi hermana: la vi salir detrás de la camilla cubierta por la manta azul asegurada con correajes, temerosos los porteadores de que el muerto escapara, volviera al sofá, juzgara invivible el hospital de muertos en el que con toda seguridad querrían recluirlo.

Nadie había apagado la radio en el cuarto de estar, pero sí habían doblado meticulosamente la manta escocesa con la que el muerto se abrigaba. En el sofá permanecía el hueco ligerísimo que el cuerpo había dejado: el impostor que había usurpado el sitio de mi padre sólo había conseguido alcanzar un tamaño y un peso ostensiblemente inferiores al de su modelo y víctima. En el hueco del sofá yo mismo podría acomodarme. Y así lo hice, y sentí que una delgada capa de ceniza u hollín me protegía, que mis piernas eran sustituidas al ritmo de la música de radio por piernas artificiales de hierro, que mis brazos desaparecían suplantados por un espejismo de brazos. A través de los intersticios de la persiana podía espiar a las cuadrillas de obreros edificando con cascos rojos, bajo la luz de los focos nocturnos, los muros del bloque de pisos, dando pasos de baile silenciosos y geométricos. Salté del sofá: si hubiera permanecido un segundo más en aquella tumba, mi cuerpo habría sido tomado por un monstruo hermano gemelo del monstruo que había penetrado en mi pobre padre como una mano en un guante.