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Entonces Rose tenía sólo veinte años, pero ya era una mujer con pasado y sus posibilidades de hacer un buen matrimonio podían considerarse mínimas. Por otra parte, había sacado sus cuentas y decidido que el matrimonio resultaba, aún en el mejor de los casos, un pésimo negocio para ella; junto a su hermano Jeremy gozaba de la independencia que jamás tendría con un marido. Había logrado acomodar su vida y no se dejaba amedrentar por el estigma de las solteronas, por el contrario, estaba decidida a ser la envidia de las casadas, a pesar de la teoría en boga de que cuando las mujeres se desviaban de su papel de madres y esposas les salían bigotes, como a las sufragistas, pero le faltaban hijos y ésa era la única congoja que no podía transformar en triunfo mediante el ejercicio disciplinado de la imaginación. A veces soñaba con las paredes de su habitación cubiertas de sangre, sangre ensopando la alfombra, sangre salpicada hasta el techo, y ella al centro, desnuda y desgreñada como una lunática, dando a luz una salamandra. Despertaba gritando y pasaba el resto del día desorbitada, sin poder librarse de la pesadilla. Jeremy la observaba preocupado por sus nervios y culpable por haberla arrastrado tan lejos de Inglaterra, aunque no podía evitar cierta satisfacción egoísta con el arreglo que ambos tenían. Como la idea del matrimonio jamás se le había pasado por el corazón, la presencia de Rose resolvía los problemas domésticos y sociales, dos aspectos importantes de su carrera. Su hermana compensaba su naturaleza introvertida y solitaria, por eso soportaba de buen talante sus cambios de humor y sus gastos innecesarios. Cuando apareció Eliza y Rose insistió en quedarse con ella, Jeremy no se atrevió a oponerse o expresar dudas mezquinas, perdió galantemente todas las batallas por mantener al bebé a la distancia, empezando por la primera cuando se trató de darle un nombre.

– Se llamará Eliza, como nuestra madre, y llevará nuestro apellido -decidió Rose apenas la hubo alimentado, bañado y envuelto en su propia mantilla.

– ¡De ninguna manera, Rose! ¿Qué crees que dirá la gente?

– De eso me encargo yo. La gente dirá que eres un santo por acoger a esta pobre huérfana, Jeremy. No hay peor suerte que no tener familia. ¿Qué sería de mí sin un hermano como tú? -replicó ella, consciente del espanto de su hermano ante el menor asomo de sentimentalismo.

Los chismes fueron inevitables, también a eso debió resignarse Jeremy Sommers, tal como aceptó que la niña recibiera el nombre de su madre, durmiera los primeros años en la pieza de su hermana e impusiera bullicio en la casa. Rose divulgó el cuento increíble de la lujosa cesta depositada por manos anónimas en la oficina de la "Compañía Británica de Importación y Exportación" y nadie se lo tragó, pero como no pudieron acusarla de un desliz, porque la vieron cada domingo de su vida cantando en el servicio anglicano y su cintura mínima era un desafío a las leyes de la anatomía, dijeron que el bebé era producto de una relación de él con alguna pindonga y por eso la estaban criando como hija de familia. Jeremy no se dio el trabajo de salir al encuentro de los rumores maliciosos. La irracionalidad de los niños lo desconcertaba, pero Eliza se las arregló para conquistarlo. Aunque no lo admitía, le gustaba verla jugando a sus pies por las tardes, cuando se sentaba en su poltrona a leer el periódico. No había demostraciones de afecto entre ambos, él se ponía rígido ante el mero hecho de estrechar una mano humana, la idea de un contacto más íntimo le producía pánico.

Cuando apareció la recién nacida en casa de los Sommers aquel 15 de marzo, Mama Fresia, que hacía las veces de cocinera y ama de llaves, opinó que debían desprenderse de ella.

– Si la propia madre la abandonó, es porque está maldita y más seguro es no tocarla -dijo, pero nada pudo hacer contra la determinación de su patrona.

Apenas Miss Rose la levantó en brazos, la criatura se echó a llorar a pulmón abierto, estremeciendo la casa y martirizando los nervios de sus habitantes. Incapaz de hacerla callar, Miss Rose improvisó una cuna en una gaveta de su cómoda y la cubrió con cobijas, mientras salía disparada a buscar una nodriza. Pronto regresó con una mujer conseguida en el mercado, pero no se le ocurrió examinarla de cerca, le bastó ver sus grandes senos estallando bajo la blusa para contratarla apresuradamente. Resultó ser una campesina algo retardada, quien entró a la casa con su bebé, un pobre niño tan mugriento como ella. Debieron remojar al crío largo rato en agua tibia para desprender la suciedad que llevaba pegada en el trasero y zambullir a la mujer en un cubo de agua con lejía para quitarle los piojos. Los dos infantes, Eliza y el del aya, se iban en cólicos con una diarrea biliosa ante la cual el médico de la familia y el boticario alemán resultaron incompetentes. Vencida por el llanto de los niños, que no era sólo de hambre sino también de dolor o de tristeza, Miss Rose lloraba también. Por fin al tercer día intervino Mama Fresia de mala gana.

– ¿No ve que la mujer esa tiene los pezones podridos? Compre una cabra para alimentar a la chiquilla y déle tisana de canela, porque si no se va a despachar antes del viernes -refunfuñó.

En ese entonces Miss Rose apenas chapuceaba español, pero entendió la palabra cabra, mandó al cochero a comprar una y despidió a la nodriza. Apenas llegó el animal la india colocó a Eliza directamente bajo las ubres hinchadas, ante el horror de Miss Rose quien nunca había visto un espectáculo tan vil, pero la leche tibia y las infusiones de canela aliviaron pronto la situación; la niña dejó de llorar, durmió siete horas seguidas y despertó chupando el aire frenética. A los pocos días tenía la expresión plácida de los bebés sanos y era evidente que estaba subiendo de peso. Miss Rose compró un biberón cuando se dio cuenta que si la cabra balaba en el patio, Eliza empezaba a olisquear buscando el pezón. No quiso ver crecer a la chica con la idea peregrina de que ese animal era su madre. Esos cólicos fueron de los escasos malestares que soportó Eliza en su infancia, los demás fueron atajados en los primeros síntomas por las yerbas y conjuros de Mama Fresia, incluso la feroz peste de sarampión africano llevada por un marinero griego a Valparaíso. Mientras duró el peligro, Mama Fresia colocaba por las noches un trozo de carne cruda sobre el ombligo de Eliza y la fajaba apretadamente con un paño de lana roja, secreto de naturaleza para prevenir el contagio. En los años siguientes Miss Rose convirtió a Eliza en su juguete. Pasaba horas entretenida enseñándole a cantar y bailar, recitándole versos que la chiquilla memorizaba sin esfuerzo, trenzándole el pelo y vistiéndola con primor, pero apenas surgía otra diversión o la atacaba el dolor de cabeza, la mandaba a la cocina con Mama Fresia. La niña se crió entre la salita de costura y los patios traseros, hablando inglés en una parte de la casa y una mezcla de español y mapuche -la jerga indígena de su nana- en la otra, vestida y calzada como una duquesa unos días y otros jugando con las gallinas y los perros, descalza y mal cubierta por un delantal de huérfana. Miss Rose la presentaba en sus veladas musicales, la llevaba en coche a tomar chocolate a la mejor pastelería, de compras o a visitar los barcos en el muelle, pero igual podía pasar varios días distraída escribiendo en sus misteriosos cuadernos o leyendo una novela, sin pensar para nada en su protegida. Cuando se acordaba de ella corría arrepentida a buscarla, la cubría de besos, la atiborraba de golosinas y volvía a ponerle sus atuendos de muñeca para llevarla de paseo. Se ocupó de darle la más amplia educación posible, sin descuidar los adornos propios de una señorita. A raíz de una pataleta de Eliza a propósito de ejercicios de piano, la cogió por un brazo y sin esperar al cochero la llevó a la rastra doce cuadras cerro abajo a un convento. En el muro de adobe, sobre un grueso portón de roble con remaches de hierro, se leía en letras desteñidas por el viento salino: Casa de Expósitas.