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¿Qué de…?

Negrura absoluta.

Y… ¡agua! Las piernas de Ponter Boddit estaban mojadas, y…

Y se estaba hundiendo, agua hasta la cintura, el pecho, la parte inferior de la mandíbula.

Ponter pataleó violentamente.

Tenía los ojos abiertos de par en par, pero no había nada, absolutamente nada que ver.

Agitó los brazos mientras se movía en el agua. Inhaló aire. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde podía estar?

En un momento se hallaba en las instalaciones de cálculo cuántico, y al siguiente…

Oscuridad, tan implacablemente absoluta que Ponter pensó que tal vez se había quedado ciego. Una explosión podría haber sido la causa; los estallidos rocosos eran siempre un peligro a esa profundidad y…

Y una entrada de agua subterránea era una posibilidad. Agitó los brazos un poco más, y luego extendió los dedos de los pies, tratando de tocar el fondo, pero…

Pero no había nada, nada en absoluto. Sólo más agua. Podía estar a un palmo del fondo, o a un millar. Pensó en zambullirse para averiguarlo, pero en la oscuridad, flotando libremente sin ninguna luz, podría perder la orientación, no saber dónde estaba arriba y no volver a la superficie a tiempo.

Había tragado agua mientras buscaba el fondo. Carecía completamente de sabor y cabía esperar que un río subterráneo estuviera sucio, pero esa agua parecía tan pura como nieve derretida.

Siguió inhalando aire. El corazón le redoblaba en el pecho y… Y quiso nadar hacia la orilla, dondequiera que…

Un gruñido, grave, profundo, a su alrededor.

Otra vez, como un animal despertando, como…

¿Como algo bajo una gran tensión?

Finalmente tuvo suficiente aire en los pulmones para conseguir gritar. —¡Ayuda! —llamó Ponter—. ¡Ayuda!

El sonido resonó extrañamente, como si se hallara en un espacio cerrado. ¿Podía encontrarse todavía en la sala de cálculo? Pero, si lo estaba, ¿por qué no respondía Adikor a sus llamadas?

No podía quedarse allí. Aunque todavía no estaba agotado, lo estaría pronto. Necesitaba encontrar una superficie a la que agarrarse, o algo en el agua que pudiera utilizar como ayuda para flotar, y…

El gemido de nuevo, más fuerte, más insistente.

Ponter empezó a nadar como un perro. Si hubiera algo de luz, un poquito al menos. Nadó lo que parecía una corta distancia y…

¡Agonía! La cabeza de Ponter chocó contra algo duro. Se dio la vuelta con una brazada, los miembros empezaron a dolerle, y extendió una mano, con los dedos abiertos, la palma hacia delante. Lo que había golpeado era duro y cálido… No era metal ni cristal. Y era absolutamente liso, tal vez ligeramente cóncavo, y…

Otro gemido, procedente de…

Su corazón se agitó; abrió mucho los ojos pero no vio nada en la oscuridad.

Empezó a nadar en la dirección opuesta. El ruido estaba creciendo ahora hasta proporciones ensordecedoras.

¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba?

El volumen continuó aumentando. Nadó más lejos y… ¡Uf! ¡Eso había dolido!

Había chocado contra otra pared lisa y dura. Desde luego ésas no eran las paredes de la cámara de cálculo cuántico, que estaban recubiertas de tejido amortiguador de sonido.

¡Whoooooooshhhh!

De repente, el agua se movió alrededor de Ponter, abalanzándose, rugiendo, y él quedó atrapado en medio de un río enfurecido. Inspiró profundamente, tragando algo de agua con el aire, y entonces…

Y entonces sintió algo duro chocar contra su sien, y, por primera vez desde que había empezado aquella locura, vio luz: estrellas ante sus ojos.

Y luego negrura otra vez, y el silencio y…

Nada más.

Adikor Huld regresó a la sala de control, sacudiendo asombrado la cabeza, incrédulo.

Ponter y él eran amigos desde hacía años; ambos eran 145 y se habían conocido siendo estudiantes en la Academia de Ciencias. Pero en todo ese tiempo nunca había visto que a Ponter le gustara gastar bromitas. Y, además, no había ningún lugar donde pudiera esconderse. Las medidas contra incendios exigían diversas salidas de una sala a la superficie, pero ahí abajo eso era prácticamente imposible. La única salida era atravesando la sala de control. Algunas instalaciones de cálculo tenían suelos falsos para ocultar los cables, pero en aquel caso el cableado estaba al descubierto, y el suelo era de antiguo granito pulido.

Adikor había estado observando los controles, no asomado a la ventana. Sin embargo, no había habido ningún destello de luz que le llamara la atención. Si Ponter se había… ¿qué?, ¿volatilizado? Si se había evaporado, el aire habría olido a humo o a ozono. Pero no olía a nada. Simplemente, había desaparecido.

Adikor se desplomó en una silla (la silla de Ponter), anonadado.

No sabía qué hacer a continuación: literalmente, no tenía ni idea. Tardó varios latidos en calmarse. Tenía que notificar a la oficina administrativa de la ciudad que Ponter había desaparecido, para que organizaran una búsqueda. Cabía la posibilidad (remota) de que el suelo se hubiera abierto y Ponter hubiera caído, tal vez a otro pozo, a otro nivel de la mina. En cuyo caso podía estar herido.

Adikor se puso en pie.

El doctor Reuben Montego, los dos enfermeros de la ambulancia y el herido atravesaron las puertas de cristal correderas de la zona de admisión de Urgencias del centro de salud St. Joseph's, parte del Hospital Regional de Sudbury.

El jefe del servicio de Urgencias resultó ser un sij cincuentón con turbante verde jade.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Reuben miró la placa del nombre, que rezaba: Doctor N. Singh.

—Doctor Singh —dijo—, soy Reuben Montego, el médico de la mina Creighton. Este hombre ha estado a punto de ahogarse en un tanque de agua pesada y, como puede ver, sufre un traumatismo craneal.

—¿Agua pesada? —dijo Singh—. ¿De dónde…?

—Del observatorio de neutrinos —respondió Reuben.

—Ah, sí —respondió Singh. Se volvió y pidió una silla de ruedas, luego miró al hombre y empezó a tomar notas en su carpeta—. Forma corporal inusitada —dijo—. Pronunciado arco supraorbital. Muy musculoso, muy ancho de hombros. Miembros cortos. Y… vaya, ¿qué es esto?

Reuben negó con la cabeza.

—No lo sé. Parece implantado en su piel.

—Muy extraño —dijo Singh. Miró al hombre a la cara—. ¿Cómo se encuentra?

—No habla inglés —informó Reuben.

—Ah —dijo el sij—. Bueno, sus huesos hablarán por él. Llevémoslo a Radiología.

Reuben Montego caminaba de un lado a otro en el departamento de Urgencias, hablando de vez en cuando con algún doctor de paso al que conocía. Por fin, Singh le comunicó que las radiografías estaban listas. Reuben esperaba que lo invitaran, por cortesía profesional, y Singh en efecto lo invitó a acompañarle.

El herido seguía en la sala de rayos, presumiblemente por si Singh decidía pedir más radiografías, sentado en la silla de ruedas. Parecía más asustado, pensó Reuben, de lo que solían estar los niños pequeños en los hospitales. El técnico en radiología había colocado las radiografías del hombre (una vista frontal y una lateral) sobre un panel iluminado en la pared, y Singh y Reuben se acercaron para examinarlas.

—Mire esto —dijo Reuben en voz baja.

—Extraordinario —dijo Singh—. Extraordinario.

El cráneo era alargado, mucho más alargado que un cráneo normal, con una protuberancia redondeada en la parte trasera, casi como un rodete de pelo. El doble arco ciliar era prominente y la frente baja. La cavidad nasal era gigantesca, con extrañas proyecciones triangulares a cada lado apuntando hacia el interior. La enorme mandíbula, visible al pie de la imagen, revelaba lo que había ocultado la barba: la completa falta de barbilla. También mostraba una brecha entre el último molar y el resto de la mandíbula.