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—Preparado —dijo Adikor.

Ponter sintió que el corazón se le desbocaba. Quería que funcionara, por su propio bien y por el de Adikor. Ponter había tenido mucha suerte al principio de su carrera; se había hecho un nombre en el mundo de la física. Aunque muriese aquel día, sería largamente recordado. Ponter sabía que Adikor no había tenido tanto éxito, aunque sin duda lo merecía. Qué maravilloso sería para ambos si pudieran demostrar (o rebatir, cualquiera de los dos resultados sería significativo) el Teorema de Digandal.

Había dos grupos de control que manejar, uno a cada lado de la pequeña sala. Ponter se quedó en el que estaba, junto al arco que conducía al comedor; Adikor se acercó al otro, en el lado opuesto de la sala. Todos los controles tendrían que haber estado localizados en un mismo sitio, pero esta disposición había ahorrado casi treinta brazadas de costoso cable cuánticamente transductivo que se usaba para enlazar los registros. Cada grupo de control estaba montado en una pared. Adikor se situó junto a la suya y tiró de las clavijas necesarias. Ponter, mientras tanto, operaba los controles correspondientes de su propio grupo. —¿Todo listo? —preguntó Adikor.

Ponter miró la serie de luces indicadoras de su pantalla; todas eran rojas, del color de la sangre, del color de la salud.

—Sí.

Adikor asintió.

—Diez latidos —dijo, iniciando la cuenta atrás—. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero.

Varias luces se encendieron en la pantalla de Ponter: indicaban que los registros estaban funcionando. En teoría, durante la fracción de un latido, se habían probado todos los factores posibles, y los resultados ya habían sido recibidos como una serie de pautas de interferencia en película fotográfica. Al ordenador convencional le haría falta un rato para decodificar las pautas de interferencia que componían la lista de factores… y, si Digandal estaba equivocado y ese número no era primo, podría ser una lista realmente larga.

Ponter dejó su consola y se dispuso a sentarse. Adikor caminaba de un lado a otro, mirando por la ventana las filas de registros, cada uno una columna sellada de vidrio y acero que contenía una cantidad específica de hidrógeno.

Finalmente, el ordenador convencional hizo plunk, indicando que había terminado.

Había un cuadrado en el centro del grupo de control de Ponter; los resultados aparecían en signos negros sobre fondo amarillo. Y los resultados eran…

—¡Cartílagos! —maldijo Adikor, detrás de Ponter, con una mano sobre su hombro.

La pantalla decía: «Error en registro 69; operación abortada.»

—Tenemos que sustituirlo —dijo Ponter—. No nos ha dado más que problemas.

—No es el registro —dijo Adikor—. Es la base que lo sujeta al suelo. Pero harán falta diez días para hacer una nueva.

—¿Entonces no podemos hacer nada antes del Consejo Gris? —preguntó Ponter. No tenía ganas de enfrentarse a los ciudadanos mayores y decir que no se había añadido nada al conocimiento desde la última sesión del Consejo.

—No, a menos… —La voz de Adikor se apagó.

—¿Qué?

—Bueno, el problema del 69 es que tiende a vibrar sobre su base; los cierres de sujeción tienen un defecto de fabricación. Si pudiéramos encontrar algo con lo que sostenerlo…

Ponter escrutó la sala. No había nada que pareciera adecuado.

—¿Y si voy a la sala de cómputo y me apoyo en el registro? Ya sabes, descargo sobre él todo mi peso. ¿Impediría eso que vibrara? Adikor frunció el entrecejo.

—Tendrías que sujetarlo con firmeza. El equipo tolera cierto movimiento, por supuesto, pero…

—Puedo hacerlo —dijo Ponter—. Pero… pero ¿provocará incongruencia mi presencia en la sala de cómputo?

Adikor negó con la cabeza.

—No. Las columnas de registro están muy bien protegidas: haría falta algo mucho más radiactivo o eléctricamente cargado que un cuerpo humano para trastornar su contenido.

—¿Entonces…?

Adikor volvió a fruncir el entrecejo.

—Es una solución del problema poco elegante.

—Pero podría funcionar.

Adikor asintió.

—Supongo que merece la pena intentarlo. Es mejor que acudir al Consejo con las manos vacías.

—¡Muy bien! —dijo Ponter, decidido—. Hagámoslo.

Adikor asintió, y Ponter abrió la puerta que separaba las otras tres salas de la gran cámara que contenía los tanques de registro. Luego bajó los escalones hasta el suelo de granito pulido de la habitación, que había sido nivelado con rayos láser. Ponter avanzó con cuidado: se había resbalado más de una vez al cruzarlo. Cuando llegó al cilindro 69, colocó una mano sobre su parte superior curva, la cubrió con la otra mano y apretó con todas sus fuerzas.

—Cuando quieras —dijo.

—Diez —respondió Adikor con un grito—. Nueve. Ocho. Siete. Ponter luchó por mantener las manos firmes. Por lo que podía notar, el cilindro no vibraba en absoluto.

—Seis. Cinco. Cuatro.

Ponter inspiró profundamente, tratando de calmarse. Aguantó.

—Tres. Dos. Uno.

Allá vamos, pensó Ponter.

—¡Cero!

Adikor oyó el cristal sacudirse ferozmente en la ventana que daba a la sala de cómputo.

—¡Ponter! —gritó. Adikor corrió hacia la ventana—. ¿P-Ponter? Pero no había ni rastro de él.

Adikor asió el pomo de la puerta y…

¡Whoosh!

La puerta cedió hacia adentro, abriéndose y arrancando el pomo de la mano de Adikor mientras una gran ráfaga de aire de la sala de control entraba en la sala de cálculo y casi lo tiraba de cabeza por la pequeña escalera. El aire corría hacia la cámara desde la sala de control y la mina situada más allá, como si el que ocupaba antes ese espacio hubiera sido sorbido. Los oídos de Adikor zumbaron repetidas veces.

—¡Ponter! —llamó de nuevo cuando el viento se calmó. Pero aunque la sala era grande, los tanques de registros, dispuestos en una amplia parrilla, eran todos estrechas columnas: no había manera de que Ponter pudiera estar oculto detrás de ninguno de ellos.

¿Qué podía haber sucedido? Si una pared de roca de la mina se había desplomado, y detrás había una zona de baja presión, tal vez…

Pero había sensores sísmicos por todo el complejo minero, que habrían disparado los olores de advertencia en el laboratorio de cómputo si hubiera habido alguna perturbación.

Adikor cruzó corriendo el suelo de granito.

—¡Ponter! —llamó de nuevo—. ¿Ponter?

No había ninguna fisura en el suelo: no podía habérselo tragado la tierra. Adikor vio el tanque del registro 69, el que Ponter había estado sujetando, al fondo de la sala. Ponter, obviamente, no estaba allí, pero Adikor corrió hacia el registro de todas formas, buscando alguna pista y…

¡Cartílagos!

Adikor notó cómo le resbalaban los pies y chocó de espaldas contra el suelo de granito. La superficie estaba cubierta de agua… de un montón de agua. ¿De dónde había salido? Ponter estaba bebiendo un tubo, pero Adikor estaba seguro de que se lo había terminado arriba. Y, además, había mucha más agua de la que habría cabido en un tubo: había cubos de agua formando un extenso charco.

El agua (si eso era) parecía clara, clara. Adikor se llevó a la cara la mano húmeda, olisqueó. No olía a nada.

Un lametón tentativo.

No sabía a nada.

Era pura, al parecer. Agua clara y pura.

Con el corazón desbocado y la cabeza dándole vueltas, Adikor fue a buscar algo donde meterla; era la única pista que tenía.

¿De dónde había salido el agua?

¿Y adónde había ido Ponter?