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También era cierto: había dificultades que encaraba el hotel. El momento era inapropiado. Un cambio de administración produciría una enormidad de problemas, para inventar otros nuevos. Esperar quizá fuera lo más prudente.

Pero entonces, el momento para los cambios reales nunca sería oportuno. Siempre habría razones para no hacer las cosas. Alguien había dicho eso hacía poco tiempo. ¿Quién?

El doctor Ingram. El valiente presidente de los dentistas que dimitió porque consideraba que el principio era más importante que la conveniencia, y que se había marchado del «St. Gregory Hotel» la noche anterior con justa cólera.

De cuando en cuando, había dicho el doctor Ingram, se tienen que poner en la balanza los deseos contra los principios… Usted no lo hizo, McDermott, cuando tuvo la oportunidad. Estaba demasiado preocupado con este hotel, su trabajo… Algunas veces, sin embargo, se tiene una segunda oportunidad. Si eso le sucede a usted… no la desaproveche.

– Míster Dempster, la ley y los derechos civiles son perfectamente claros. Aunque lo demoremos o lo eludamos durante un tiempo, al final el resultado será el mismo.

– Entiendo -señaló el hombre de Montreal- que se discute bastante sobre los derechos de los Estados.

Peter movió la cabeza con impaciencia. Su mirada recorrió la gente de la mesa:

– Creo que un buen hotel debe adaptarse a los tiempos cambiantes. Hay asuntos de derecho humano a los cuales nuestro tiempo ha despertado. Es mucho mejor que nos adelantemos a realizar y aceptar estas cosas que soportar que se nos impongan, como sucederá si no actuamos por nosotros mismos. Hace un momento declaré que nunca tomaré parte otra vez en despedir a un doctor Nicholas. No estoy dispuesto a cambiar de idea.

– Todos no serán el doctor Nicholas -espetó Warren Trent.

– Ahora mantenemos cierto nivel, míster Trent. Continuaremos manteniéndolo, sólo que abarcará más.

– ¡Se lo advierto! Llevará este hotel a la ruina.

– Parece que ha habido otras maneras de conseguir eso.

Ante la respuesta Warren Trent se sonrojó.

Míster Dempster se miraba las manos:

– Desgraciadamente, hemos llegado a un punto muerto. Míster McDermott, en vista de su actitud, podríamos tener que reconsiderar… -Por primera vez, el hombre de Montreal indicó una duda. Miró a Albert Wells.

El hombrecito estaba hundido en su silla. Pareció encogerse cuando la atención de todos los presentes se concentró en él. Pero sus ojos se encararon con los de míster Dempster.

– Charles, creo que deberíamos dejar que el joven haga lo que piensa -dijo Albert Wells. Y movió la cabeza asintiendo hacia Peter.

– Míster McDermott, se aceptan sus condiciones -anunció míster Dempster sin el menor cambio en la expresión.

La reunión se estaba levantando. En contraste con el acuerdo de momentos antes, había una sensación de tensión y embarazo.

Warren Trent eludió a Peter, tenía la expresión sombría. El abogado más viejo parecía desaprobar, y el más joven, no se comprometería ni en un sentido ni en otro. Emile Dumaire hablaba con vehemencia a míster Dempster. Sólo Albert Wells parecía ligeramente divertido con lo que había pasado.

Christine fue la primera en acercarse a la puerta. Un momento después se volvió buscando a Peter. A través de la puerta vio a su secretaria esperando en la oficina de fuera. Conociendo a Flora, tenía que ser algo extraordinario lo que la trajera hasta allí. Se excusó y salió.

– Míster McDermott, no lo hubiera molestado…

– Lo sé. ¿Qué ha sucedido?

– Hay un hombre en su oficina. Dice que trabaja en el incinerador y que tiene algo importante que usted necesita. No me lo quiere entregar, ni tampoco quiere marcharse.

– Iré lo más pronto que pueda -respondió Peter, sorprendido.

– ¡Por favor, dése prisa! -Flora parecía incómoda.- Detesto decirlo, míster McDermott, pero el hecho es que… bien, apesta.

6

Pocos minutos antes de mediodía, un operario de mantenimiento, de andar calmoso, llamado Billyboi Noble, se introdujo en el hueco que había debajo del ascensor número cuatro. Su trabajo allí era de rutina, limpieza e inspección, que ya había hecho esta mañana en los ascensores número uno, dos y tres. Era un trabajo para el cual no se consideraba necesario detener la marcha de los ascensores, y mientras Billyboi trabajaba, podía ver la caja número cuatro subir y bajar alternativamente… allá arriba.

7

Los sucesos importantes, reflexionaba Peter McDermott, podían depender del más pequeño capricho del destino.

Estaba solo en su oficina; Booker T. Graham, a quien le había dado las gracias, se había marchado hacía unos minutos, radiante, con su pequeño éxito.

El más pequeño capricho del destino.

Si Booker T. hubiera sido un tipo de hombre distinto, se habría ido a su casa (como hacen tantos otros) a la hora fijada; si hubiese sido menos diligente en su búsqueda, el pequeño pedazo de papel, que ahora miraba Peter sobre el secante del escritorio, habría desaparecido.

Los «si» eran infinitos. Peter mismo se había visto involucrado.

Su visita al incinerador, creyó comprender de su conversación, había tenido el efecto de inspirar a Booker T. Esta mañana, parecía que el hombre había fichado en el reloj y continuó trabajando sin esperar una recompensa. Cuando Peter llamó a Flora y le dio instrucciones para que se le pagaran horas extra, la expresión de devoción en el rostro de Booker T. había sido embarazosa.

Cualquiera que fuera la causa, el resultado estaba allí.

La nota con la parte escrita, ahora sobre el secante, estaba fechada dos días antes. De puño y letra de la duquesa de Croydon en el papel con membrete de la Presidential Suite, por la que autorizaba al garaje del hotel a entregar el coche de los Croydon a Ogilvie en cualquier momento que lo considere necesario.

Peter ya había comprobado la letra.

Le pidió a Flora la ficha de los Croydon. Estaba abierta en su escritorio. Había correspondencia con motivo de las reservas, con muchas notas escritas por la duquesa misma. La escritura a mano requería un experto calígrafo. Pero, aun sin tal pericia, la similitud era indudable.

La duquesa había jurado a los detectives de la Policía que Ogilvie había sacado el coche sin su permiso. Negó la acusación de Ogilvie de que los Croydon le pagaron para sacar el «Jaguar» de Nueva Orleáns. Ella había sugerido que Ogilvie, y no los Croydon conducía el coche la noche del atropello-huida del lunes. Cuando se le habló de la nota había desafiado:

– ¡Muéstremela!

Ahora podía mostrársela.

El conocimiento que Peter tenía de la ley se reducía a los asuntos que afectaban a hoteles. Aun así, resultaba evidente que la nota de la duquesa era en extremo acusadora. Igualmente obvio era el deber de Peter de informar al capitán Yolles, en seguida, que se había recobrado la prueba perdida.

Con la mano en el teléfono, Peter vaciló.

No sentía simpatía por los Croydon. De la evidencia acumulada parecía claro que eran ellos los que habían cometido el terrible crimen, y luego lo remataron con cobardía y mentiras. Peter recordaba el antiguo cementerio de St. Luis, el cortejo fúnebre, el féretro grande y luego el pequeño.