Выбрать главу

– ¿Quiere que se las lleve, señor?

Keycase negó con la cabeza.

Cuando entró en el ascensor, el duque de Croydon y una hermosa muchacha rubia se corrieron al fondo para hacerle sitio.

Las puertas se cerraron. El ascensorista, Cy Lewin, empujó la manija hacia donde decía «abajo». Al hacerlo, el ascensor se precipitó, fuera de control, con estrépito de metales.

11

Peter McDermott se sintió obligado a explicar personalmente a Warren Trent lo ocurrido con respecto al duque y la duquesa de Croydon.

Peter encontró al propietario en su oficina del entresuelo principaclass="underline" los otros que habían estado en la reunión se habían marchado. Aloysius Royce estaba con su jefe, ayudando a reunir sus efectos personales colocándolos en cajas de cartón.

– Pensé que bien podría acabar con esto -señaló Warren Trent a Peter-. Ya no necesitaré esta oficina. Supongo que será la suya. -No había rencor en la voz del viejo, a pesar del altercado de media hora antes.

Aloysius continuó su trabajo con toda tranquilidad mientras los otros dos hablaban.

Warren Trent escuchó con atención la descripción de los sucesos desde la apresurada partida de Peter del cementerio de St. Louis, el día antes por la tarde, concluyendo con las llamadas telefónicas, de un momento antes, a la duquesa de Croydon y a la Policía de Nueva Orleáns.

– Si los Croydon hicieron lo que usted dice -anunció Warren Trent- no me inspiran lástima. Ha manejado el asunto bien -gruñó después de pensarlo-, por lo menos nos libraremos de los malditos perros.

– Temo que Ogilvie esté muy comprometido en esto.

– Esta vez ha ido demasiado lejos. Tendrá que sufrir las consecuencias, cualesquiera que sean, y ha terminado aquí. -Warren Trent guardó silencio. Parecía estar sopesando mentalmente algo. Al fin dijo:- Supongo que usted se preguntará por qué siempre he sido tan indulgente con Ogilvie.

– Sí, me lo he preguntado.

– Era sobrino de mi esposa. No me enorgullece el hecho, y le aseguro que mi esposa y Ogilvie no tenían nada en común. Pero hace muchos años ella me pidió que le diera algún trabajo aquí, y lo hice. Después, cuando en una ocasión estuvo preocupada por él, le prometí conservarlo en el hotel. En realidad nunca quise dejar de cumplir con eso.

¿Cómo podía explicar, se preguntó Warren Trent, que a pesar de que ese vínculo era malo y frágil, era lo único que le quedaba de Hester?

– Lo siento, no lo sabía…

– ¿Que era casado? -el viejo sonrió-. Muchos no lo saben.

Mi esposa vino conmigo a este hotel. Ambos éramos jóvenes. Ella murió poco después. Parece que sucedió hace mucho tiempo.

Warren Trent pensó que eso le recordaba la gran soledad que había soportado durante tantos años, y la soledad aún mayor que pronto sobrevendría.

– ¿Puedo hacer algo…? -preguntó Peter.

Sin anunciarse, la puerta de la oficina exterior se abrió de golpe. Christine entró. Venía corriendo, y había perdido un zapato. Estaba sin aliento y despeinada. Apenas podía hablar:

– ¡Ha habido… un terrible accidente! ¡Uno de los ascensores! ¡Yo estaba en el vestíbulo… es horrible! La gente está atrapada… están gritando.

Ya en la puerta, corriendo, Peter McDermott la hizo a un lado. Aloysius lo siguió de cerca.

12

Tres cosas podían haber salvado al ascensor número cuatro del desastre.

Uno era un regulador de exceso de velocidad en la cabina. Estaba colocado para soltarse cuando la velocidad excedía del límite de seguridad prescrito. En el número cuatro, si bien el defecto no había sido advertido, el regulador trabajaba con retardo.

Un segundo artefacto actuaba sobre cuatro grapas de seguridad. Inmediatamente que el regulador funcionaba, éstas debían ajustarse a los rieles del ascensor, deteniéndolos; en realidad, en un lado de la cabina, dos grapas lo sostuvieron. Pero en el otro lado, debido a la demora de la respuesta del regulador, y porque la maquinaria estaba vieja y débil… las grapas fallaron.

Aun así, una rápida operación de un control de emergencia dentro del ascensor podría haber conjurado la tragedia. Era un botón rojo. Su misión, cuando se le apretaba, era cortar toda la energía eléctrica, paralizando la cabina. En los ascensores modernos el botón de emergencia se colocaba alto, bien a la vista. En los ascensores del «St. Gregory» y en muchos otros estaba colocado abajo. Cy Lewin buscó abajo, tentando desmañadamente para alcanzarlo. Lo logró con un segundo de retraso.

Cuando un par de grapas lo sostuvieron y el otro par no, el ascensor se inclinó y se sacudió. Con un estrépito de metales arrancados y rotos, impelido por su propio peso y velocidad, más la pesada carga que tenía dentro, el ascensor se partió y abrió. Remaches rotos, vidrios quebrados, láminas de metal separadas. En un lado, más abajo que el otro porque el piso estaba ahora muy inclinado, se veía una rendija de varios pies entre el piso y la pared. Gritando, aferrándose salvajemente uno a otro, los pasajeros se deslizaban hacia ella.

Cy Lewin, el anciano ascensorista, que estaba más próximo, fue el primero en caer por la brecha. Su único grito al precipitarse se cortó cuando el cuerpo golpeó contra el cemento del subsuelo. Una pareja de gente vieja de Salt Lake, lo siguió, aferrados uno a otro. Como Cy Lewin, murieron cuando sus cuerpos se estrellaron contra el fondo. El duque de Croydon fue el siguiente, golpeándose contra una barra de hierro a un costado de la cavidad, que lo detuvo un segundo. La barra se rompió y el duque continuó cayendo. Estaba muerto antes de que su cuerpo llegara abajo.

En alguna forma, los otros consiguieron sostenerse. Mientras lo hacían, los dos reguladores de seguridad cedieron, enviando al deshecho ascensor como una plomada hacia abajo. Separado, a causa de que los brazos no resistieron, un dentista joven, miembro de la convención, resbaló por el agujero. Sobreviviría momentáneamente, pero murió tres días después por lesiones internas.

Herbie Chandler fue más afortunado. Cayó cuando el ascensor estaba cerca del último piso. Desplomándose por el hueco sufrió lesiones en la cabeza de las que habría de recobrarse, pero el desplazamiento de la columna vertebral lo convertiría en un parapléjico, que no volvería a caminar por el resto de su vida.

Una mujer de mediana edad de Nueva Orleáns yacía, con la tibia fracturada y la mandíbula rota, en el piso del ascensor.

Cuando la cabina golpeó en el fondo, Dodo fue la última en caer. Se rompió un brazo y la cabeza golpeó contra uno de los rieles. Yacía inconsciente, próxima a la muerte, mientras la sangre fluía de una gran herida en la cabeza.

Otros tres… uno de la convención de la «Gold Crown Cola», su esposa y Keycase Milne… estaban milagrosamente ilesos.

Debajo del destrozado ascensor, Billyboi Noble, el operario de mantenimiento que, como diez minutos antes, había bajado por el hueco del ascensor, yacía con las piernas y la pelvis fracturadas, consciente, sangrando y gritando.

13

Corriendo a una velocidad que jamás había empleado en el hotel, Peter McDermott bajó por las escaleras del entresuelo.

Cuando llegó, en el vestíbulo se desarrollaba una escena de pandemonio. Se oían alaridos a través de las puertas del ascensor y los gritos de las mujeres que andaban cerca. Había un griterío confuso. Frente a una multitud arremolinada un pálido ayudante de gerencia y un botones estaban tratando de abrir con una palanca las puertas de metal que daban al hueco del ascensor número cuatro. Cajeros, empleados de recepción y de oficina, brotaban desde atrás de los mostradores y escritorios. Los restaurantes y bares se estaban vaciando en el vestíbulo, los mozos y los barmen seguían a los clientes. En el comedor principal cesó la música de la hora del almuerzo. Los músicos se unieron al éxodo. Una fila de gente que trabajaba en las cocinas aparecía por la puerta de servicio. Una excitada babel de preguntas recibió a Peter.