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De pronto la luz del cielo raso se apagó, pero quedaba un resplandor en la habitación, de otra lámpara encendida. Dixon cambió de postura. Ahora estaba sentado en la cama, próximo a su cabeza, pero los brazos que sujetaban su cuerpo, así como la mano sobre su boca, eran más inflexibles que nunca. Sintió otras manos y la histeria se apoderó de ella. Contorsionándose, intentó dar un puntapié, pero sus piernas estaban sujetas. Trató de girar y hubo un ruido de algo que cedía: su traje de Balenciaga estaba rasgado.

– Yo primero -dijo Stanley Dixon-. Que alguien la sujete en mi lugar. -Marsha podía oír su pesada respiración.

Oyó algunos pasos sobre la alfombra alrededor de la cama. Todavía le aprisionaban las piernas con firmeza, pero la mano que Dixon tenía sobre su cara se estaba moviendo, y otra tomaba su lugar. Era una oportunidad. Cuando llegó la nueva mano, Marsha mordió con fiereza. Sintió que sus dientes atravesaban la carne y encontraban el hueso.

Se oyó un grito de dolor, y la mano se retrajo.

Tomando aliento, Marsha gritó. Gritó tres veces y terminó con un desesperado alarido:

– ¡Socorro! ¡Por favor, socorro!

Sólo la última palabra se ahogó cuando la mano de Stanley Dixon cayó de nuevo en su lugar, con una fuerza que casi le hizo perder el sentido. Lo oyó vociferar:

– ¡Estúpido, idiota!

– ¡Me ha mordido! -dijo una voz en un sollozo de dolor-. ¡Esta perra me ha mordido la mano…!

Dixon replicó furioso:

– Qué esperabas que hiciera… ¿que te la besara? Ahora tendremos a todo el hotel tras de nosotros.

– ¡Vayámonos de aquí! -urgió Lyle Dumaire.

– ¡Cállate! -ordenó Dixon. Todos guardaron silencio. Y agregó con suavidad-: No hay ruido; supongo que nadie ha oído.

Es verdad, pensó con desesperación Marsha. Más lágrimas le nublaban los ojos. Parecía haber perdido la energía para continuar luchando.

Se oyó llamar a la puerta exterior. Tres golpes, firmes y seguros.

– ¡Dios! -exclamó el tercer muchacho-. Alguien ha oído -añadió con un quejido-: ¡Dios… mi mano!

– ¿Qué hacemos? -preguntó el cuarto nerviosamente.

Se repitieron otra vez los golpes, esta vez más vigorosos.

Después de un momento, una voz desde afuera, dijo:

– Por favor, abran la puerta. Hemos oído a alguien pidiendo socorro. -El que hablaba tenía un acento sureño, suave.

Lyle Dumaire susurró:

– No hay más que uno; está solo. Quizá podamos dominarlo.

– Vale la pena probarlo -dijo en un susurro Dixon-. Iré yo -y dirigiéndose a los otros, murmuró-: Sujetad, y esta vez no cometáis equivocaciones.

La mano en la boca de Marsha se cambió de prisa, y otra retenía su cuerpo. Se oyó el ruido del cerrojo seguido de un chirrido al abrirse la puerta parcialmente. Stanley Dixon, como sorprendido, dijo:

– ¡Oh!

– Perdón, señor. Soy empleado del hotel. -Era la voz que había oído un momento antes.- Pasaba por aquí y oí que alguien gritaba.

– Pasaba, ¿eh? -El tono de Dixon era, sin ninguna duda, hostil. Luego, como si hubiera decidido ser diplomático agregó:- Bien, gracias, de todos modos. Pero sólo se trataba de mi esposa… tenía una pesadilla. Se acostó antes que yo. Ya se le pasó.

– Bien… -el otro parecía vacilar-. Si está seguro que no es nada…

– Absolutamente nada -agregó Dixon-. Sólo una de esas cosas que pasan de vez en cuando. -Era convincente y dominaba la situación. Marsha sabía que, en cualquier momento, la puerta se cerraría.

Como se había relajado algo, advirtió que la presión sobre su cara también había aflojado. Ahora se preparó para un esfuerzo final. Girando el cuerpo, liberó un instante la boca.

– ¡Socorro! -gritó-. ¡No crea lo que dice! ¡Socorro! -una vez más fue acallada con rudeza.

Afuera hubo un rápido cuchicheo. Oyó que la nueva voz decía:

– Quisiera entrar, por favor.

– Esto es una habitación privada. Le digo que mi esposa tiene una pesadilla.

– Lo siento, señor. No le creo.

– Muy bien -dijo Dixon-. Entre.

Como si no quisieran testigos, las manos que aprisionaban a Marsha, se retiraron. Entonces ella se dio vuelta, y se levantó en parte, dando frente a la puerta. En ese momento estaba entrando un negro joven. Tendría alrededor de veinte años, el rostro inteligente y vestido con prolijidad; su cabello corto, peinado con raya y bien cepillado.

Comprendió la situación en seguida, y dijo en tono autoritario.

– Dejad salir a la señorita.

– Mirad, muchachos, quién está dando órdenes -comentó Dixon.

De manera confusa, Marsha vio que la puerta que daba al corredor todavía seguía abierta.

– Bien, negro -gruñó Dixon-. Tú lo has querido -su puño derecho salió disparado con pericia, y toda la fuerza de sus anchos hombros hubiera caído sobre el negro, de haber acertado el objetivo. Pero con un solo movimiento, ágil como paso de ballet, el otro se movió al costado en tal forma que el brazo pasó sin tocarlo, con Dixon que se tambaleaba hacia delante. En el mismo instante el puño izquierdo del negro golpeó hacia arriba, pegando con certera rapidez en la cara de su atacante.

En alguna otra parte del corredor, otra puerta se abrió y cerró.

Con la mano sobre su mejilla, Dixon dijo:

– ¡Hijo de p…! -y volviéndose hacia los otros, urgió-: ¡Vamos a darle!

Sólo el muchacho con la mano lastimada, se quedó atrás. Como llevados por un mismo impulso los otros tres cayeron sobre el negro, y ante su asalto combinado, éste cayó. Marsha oyó el ruido de los golpes, y un rumor creciente de voces en el corredor.

Los otros oyeron las voces también.

– Se nos viene encima el techo -advirtió con urgencia, Lyle Dumaire-. Os dije que nos marcháramos de aquí.

Hubo una desbandada hacia la puerta encabezada por el muchacho que no había intervenido en la lucha; los otros lo seguían de prisa.

Marsha oyó que Stanley Dixon se detuvo para decir:

– Se ha producido un conflicto. Vamos en busca de ayuda.

El negro se estaba levantando del suelo con la cara ensangrentada.

Afuera, una voz autoritaria se elevó por encima de las otras.

– Por favor, ¿dónde se ha producido el conflicto?

– Hubo gritos y lucha -dijo una mujer muy excitada- Allí dentro.

– Me quejé hace un rato, pero nadie me hizo caso -agregó otra.

La puerta se abrió por completo. Marsha vislumbró una cantidad de rostros atisbando y una figura alta, imponente, que entraba. Luego la puerta se cerró desde dentro y se encendieron las luces.

Peter McDermott, viendo el desorden de la habitación, preguntó:

– ¿Qué ha sucedido?

El cuerpo de Marsha estaba sacudido por los sollozos. Intentó ponerse de pie, pero cayó hacia atrás, débil, contra la cabecera de la cama, cubriéndose con los restos de su traje. Entre sollozos, sus labios formaron las palabras.

– …intentaron… violar…

La expresión de McDermott se endureció. Sus ojos se volvieron al negro, que ahora se apoyaba contra la pared, utilizando un pañuelo para restañar la sangre de su rostro.

– ¡Royce! -una fría cólera brillaba en los ojos de McDermott.

– ¡No! ¡No! -apenas con coherencia, Marsha lo llamaba desde el extremo de la habitación-. ¡No fue él! ¡El vino a ayudarme! -Cerró los ojos, la idea de una violencia más la descomponía.

El joven negro se enderezó. Apartando el pañuelo, se burló:

– ¿Por qué no me golpea, míster McDermott? Siempre podría decir después que fue una equivocación.

Peter habló secamente:

– He cometido un error, Royce, y le pido disculpas -tenía una profunda antipatía por Aloysius Royce, quien combinaba su trabajo de ayuda de cámara de Warren Trent propietario del hotel, con el estudio de leyes en la Universidad de Loyola. Años antes el padre de Royce, el hijo de un esclavo, se había convertido en el «ayuda de cámara», compañero y confidente de Warren Trent. Veinticinco años después, cuando el anciano murió, su hijo Aloysius que había nacido y crecido en el «St. Gregory», permaneció allí, y ahora vivía en la suite privada del dueño del hotel, con un arreglo muy liberal por el cual iba y venía según lo requerían sus estudios. Pero en opinión de Peter McDermott, Royce era innecesariamente arrogante y altanero, pareciendo combinar una desconfianza de cualquier gesto amistoso, con una perpetua belicosidad.