Asegurándose de no ser visto, cargó las maletas en el coche, colocando los abrigos y platería al lado.
Se marchó del motel pagando el saldo de su cuenta. Algo de su cansancio pareció aliviarse cuando partió.
Su destino era Detroit. Deseaba hacer el viaje en etapas fáciles, deteniéndose cuando tuviera ganas. En el camino podría pensar seriamente en su futuro. Durante muchos años Keycase se había prometido que si alguna vez se apoderaba de una suma sustancial de dinero, la utilizaría para comprar un pequeño garaje. Abandonaría su errante vida de delito para establecerse a trabajar honradamente por el resto de sus días. Poseería habilidad. El «Ford» que tenía en sus manos era la prueba. Y quince mil dólares era un comienzo cómodo. La pregunta que se hacía era: ¿Había llegado el momento?
Keycase ya estaba analizando la posibilidad, mientras conducía cruzando la parte norte de Nueva Qrleáns, hacia el Pontchartrain Expressway, camino a la libertad.
Había argumentos lógicos que apoyaban la posibilidad de establecerse. Ya no era joven. Los riesgos y las tensiones lo cansaban. Esta vez en Nueva Orleáns había sido tocado por la mano del temor.
Y sin embargo… los sucesos de las treinta y seis horas pasadas le daban una nueva confianza, un nuevo vigor. El afortunado robo en la casa; el dinero en efectivo como un prodigio de Aladino; salir vivo del desastre ocurrido en el ascensor, sólo una hora antes… todo esto parecía síntoma de invencibilidad. Seguramente, sumados eran un augurio que le indicaba lo que debía hacer.
Quizá después de todo, reflexionó Keycase, debería seguir por la vieja senda durante un tiempo más. El garaje vendría después. En realidad, tenía mucho tiempo.
Había conducido desde la carretera de Chef Menteur hasta Gentilly Boulevard, por el City Park, dejando atrás las lagunas y los antiguos y copudos robles. Ahora, en City Park Avenue, se acercaba a Metarie Road. Era aquí donde los cementerios más nuevos de Nueva Orleáns (Greenwood, Metarie, St. Patrick, Firemans Charity Hospital, Cypress Grove) extendían un mar de lápidas hasta donde alcanzaba la vista. Arriba, por encima de todas ellas estaba el elevado Pontchartrain Expressway. Keycase podía ver ahora el Expressway, una ciudadela en el cielo, una bendición celestial. En pocos minutos estaría en ella.
Acercándose al empalme de Canal Street y City Park Avenue, la última etapa antes de la rampa del Expressway, Keycase observó que los semáforos de la intersección no funcionaban. Un policía dirigía el tránsito desde el centro de la carretera en el lado de Canal Street.
A pocos pasos de la intersección, Keycase advirtió que un neumático se había pinchado.
El patrullero Nicholas Clancy, de la Policía de Nueva Orleáns, había sido acusado cierta vez por su amargado sargento de ser «el policía sin galones más tonto de la compañía».
La imputación era cierta. A pesar de su larga prestación de servicios que lo había convertido en veterano, Clancy no había avanzado en el rango, ni siquiera había sido considerado para una promoción. Sus antecedentes carecían de gloria. Casi no había hecho arrestos, y ninguno de importancia. Si Clancy perseguía a un automóvil que huía, su conductor podía estar seguro de evadirse. Cierta vez, en un desorden, le dijeron a Clancy que pusiera las esposas a un sospechoso a quien otro policía había capturado. Clancy todavía estaba luchando por sacar las esposas de su cinturón cuando el sospechoso estaba a cientos de metros de distancia. En otra ocasión un ladrón de Banco muy buscado, que era religioso, se entregó a Clancy en una calle de la ciudad. Él bandido le tendió la pistola, que Clancy, al coger, la dejó caer. El arma se disparó sobrecogiendo al hombre, que cambió de idea y se fugó. Estuvo implicado en asaltos durante un año y medio más, antes de que se le volviera a capturar.
Hubo algo, en tantos años, que evitó que Clancy fuera dado de baja: su carácter sumamente bondadoso, al que nadie se podía sustraer, más una humilde tristeza de clown que se daba cuenta de sus propias deficiencias.
Algunas veces, en su intimidad, Clancy deseaba poder alcanzar un momento que valiera la pena, si no para equilibrar su concepto, al menos para que no fuera tan malo. Hasta ahora había fracasado.
Había sólo una cosa, dentro de sus obligaciones, que no significaba para Clancy el menor problema: dirigir el tránsito. Le gustaba hacerlo. Si de alguna manera Clancy hubiera podido volver atrás en la historia para evitar la invención de los semáforos, lo habría hecho con gusto.
Hacía diez minutos, cuando advirtió que las luces de Canal y City Park no funcionaban, pasó por radio la información, estacionó su motocicleta, y se hizo cargo de la intersección Esperaba que los operarios de reparación de las luces de las calles tardaran en llegar.
Desde el otro lado de la avenida, Clancy vio el «Ford» sedán gris que aminoraba la marcha y se detenía. Con calma cruzó la calle. Keycase estaba sentado, inmóvil, como cuando el automóvil se detuvo.
Clancy inspeccionó el neumático de atrás que descansaba en el aro.
– ¿Una rueda desinflada?
Keycase asintió. Si Clancy hubiera sido más observador, habría advertido que los nudillos de las manos en el volante estaban blancos. Keycase, a través de un velo de amarga autorrecriminación, recordaba el único y simple factor que sus elaborados planes habían pasado por alto. La rueda de recambio y el gato estaban en el portaequipajes. Para sacarlos tenía que abrirlo, y revelarían los abrigos de piel, la bandeja y fuente de plata y las maletas.
Esperó, sudando. El policía no mostraba señales de marcharse.
– ¿Supongo que tendrá que cambiar la rueda, eh?
Nuevamente Keycase asintió. Calculó. Podía hacerlo de prisa. Tres minutos a lo sumo. ¡Gato! ¡Sacar la rueda de auxilio! ¡Quitar las tuercas! ¡Sacar la rueda! ¡Poner la de repuesto! ¡Ajustaría! ¡Arrojar la rueda y el gato y la llave en el asiento de atrás! ¡Cerrar el portaequipajes! Podría irse. Estar en el Expressway. Con sólo que el policía se marchara.
Detrás del «Ford», otros coches aminoraban la marcha, algunos tenían que detenerse antes de entrar en el canal central. Uno arrancó demasiado pronto. Detrás de él, se oyó crujir un neumático. Una bocina sonó protestando. El policía se inclinó hacia delante, apoyando sus brazos en la puerta del lado de Keycase.
– Esto se está llenando.
– Sí. -Keycase tragó saliva.
El policía se enderezó, abriendo la puerta.
– Debe comenzar a mover las herramientas.
Keycase sacó las llaves del panel de contacto. Con lentitud bajó al suelo. Se obligó a sonreír.
– Le echaré una mano -ofreció Clancy con buena voluntad. Keycase tuvo el impulso de abandonar el coche y echar a correr. Lo desechó por inútil. Con resignación, insertó la llave y abrió el portaequipajes.
Un minuto después, puso el gato en su lugar, la rueda y las tuercas aflojadas, y estaba levantando la parte de atrás del coche. Las maletas, abrigos de piel y platería estaban amontonados a un lado del portaequipajes. Mientras trabajaba, Keycase podía ver al policía contemplando la colección. Increíble: hasta ahora no había dicho una palabra.
Lo que Keycase no podía saber era que el proceso de razonamiento de Clancy necesitaba tiempo para funcionar.
Clancy se inclinó y tocó los abrigos.
– Hace calor para esto. -La temperatura a la sombra en la ciudad durante los últimos diez días había sido de treinta y cinco grados C.
– Mi esposa, algunas veces tiene frío.
Había sacado las tuercas y liberado la rueda pinchada. Con un solo movimiento, Keycase abrió la puerta de atrás del coche y tiró la rueda dentro.
El policía, dando una vuelta, miró el interior del coche.