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Curtis tenía una sensación de desamparo. ¡Era tan poco lo que podía hacer! Pero lo que pudiera, lo haría.

Dando media vuelta, caminó por el hospital. Atravesando los vestíbulos y corredores llenos de gente, la apartó para seguir los indicadores y flechas hacia su objetivo. Abrió una puerta que decía Privado desoyendo a las secretarias que protestaban. Se detuvo ante el escritorio del director.

El director se incorporó colérico de su silla. Cuando Curtis O'Keefe se identificó, la cólera cedió algo.

Quince minutos más tarde el director salió de la sala de primeros auxilios acompañado por un hombre tranquilo, delgado, que presentó como el doctor Beauclaire. El médico y O'Keefe se dieron la mano.

– Entiendo que usted es amigo de la señorita… creo que es miss Lash.

– ¿Cómo está, doctor?

– Su estado es crítico. Estamos haciendo todo lo posible. Pero tengo que decirle que no hay muchas probabilidades de que sobreviva.

O'Keefe se quedó en silencio, abrumado.

– Tiene una herida grave en la cabeza que superficialmente parece ser una fractura con depresión de cráneo. También existe la posibilidad de que los fragmentos de hueso hayan entrado en el cerebro. Lo sabremos mejor después de los rayos X -terminó el médico.

– Primero estamos reanimando a la paciente -explicó el director.

– Le estamos haciendo transfusiones. Perdió mucha sangre -agregó el médico-. Y se ha empezado el tratamiento para el shock.

– ¿Cuánto tiempo…?

– Reanimarla tardará por lo menos una hora más. Luego, si los rayos X confirman el diagnóstico, tendremos que operar en seguida. ¿El pariente más próximo está en Nueva Orleáns?

O'Keefe negó con la cabeza.

– En realidad no importa. En este tipo de emergencia, la ley nos permite proceder sin permiso.

– ¿Puedo verla?

– Quizá más tarde. Todavía no.

– Doctor, si usted necesita algo… una cuestión de dinero, ayuda profesional… -El director interrumpió con calma.

– Este es un hospital gratuito, míster O'Keefe. Es para indigentes y emergencias. A pesar de ello, aquí se prestan servicios que el dinero no podría comprar. Tenemos anexas dos Universidades de Medicina, su personal está a nuestra disposición. Debo decirle que el doctor Beauclaire es uno de los principales neuro-cirujanos del país.

– Lo siento -dijo O'Keefe con humildad.

– Tal vez pueda hacer una cosa -recordó el médico.

O'Keefe levantó la cabeza.

– La paciente está inconsciente ahora, y bajo sedantes. Pero antes tuvo momentos de lucidez. En uno de ellos, preguntó por su madre. Si fuera posible traerla aquí…

– Es posible -era un alivio que, por lo menos, hubiera algo que pudiera hacer él.

Desde un teléfono de pago del corredor, Curtis O'Keefe pidió una comunicación a Akron, Ohio. Era el «O'Keefe-Cuyahoga Hotel». El gerente Harrison estaba en la oficina.

– Deje lo que está haciendo -instruyó O'Keefe-. No haga nada hasta que haya cumplido, con la mayor rapidez posible, lo que voy a decirle.

– Sí, señor. -La voz alerta de Harrison se oyó en el extremo de la línea.

– Tiene que ponerse en contacto con mistress Irene Lash, de Exchange Street, en Akron. No tengo el número de la casa. -O'Keefe recordaba la calle desde aquel día en que Dodo había ordenado por telégrafo que enviaran la canasta de fruta. ¿Había sido el martes último?

Oyó que Harrison decía a alguien en su oficina:

– Una guía…, ¡ rápido!

– Vea a mistress Lash usted en persona. Déle la noticia de que su hija Dorothy, ha tenido un accidente y puede morir -continuó O'Keefe-. Quiero que mistress Lash venga a Nueva Orleáns por el medio más rápido posible. Fletando un avión si es necesario. No se preocupe de lo que cueste.

– Un momento, míster O'Keefe -éste podía oír las rápidas órdenes de Harrison-. Consigan una comunicación con Easter Airline… el departamento de ventas en Cleveland… en otra línea. Luego, necesito una limousine con un conductor bueno y rápido, en la puerta de Market Street. -La voz volvió, se oyó más fuerte.- Continúe, míster O'Keefe.

Tan pronto como se hubieron hecho los arreglos, O'Keefe ordenó que lo llamaran al «Charity Hospital».

Colgó el receptor, confiado en que sus instrucciones se llevarían a cabo. Harrison era un buen hombre. Quizá mereciera un hotel más importante.

Noventa minutos más tarde, los rayos X confirmaron el diagnóstico del doctor Beauclaire. Se estaba preparando una sala de operaciones en el piso duodécimo. La neurocirugía, para llegar a algo definitivo, llevaría varias horas.

Antes de que Dodo fuera llevada en una camilla a la sala de operaciones, Curtis O'Keefe tuvo permiso para verla un momento. Estaba pálida e inconsciente. Le pareció como si toda su dulzura y vitalidad hubiera desaparecido.

Las puertas de la sala de operaciones se habían cerrado.

La madre de Dodo estaba en camino. Harrison se lo había notificado. McDermott del «St. Gregory», a quien O'Keefe telefoneó hacía unos minutos, estaba ocupándose de que alguien esperara a mistress Lash en el aeropuerto y la llevara directamente al hospital.

Por el momento nada se podía hacer más que esperar.

Poco antes, O'Keefe había declinado una invitación para descansar en la oficina del director. Esperaría en el piso duodécimo, el tiempo que fuera.

De pronto, tuvo deseos de rezar.

Una puerta próxima tenía la inscripción Señoras de Color. Próxima a ella había otra con la de Sala de Instrumental de Recuperación. Un panel de vidrio mostró que dentro estaba oscuro.

Abrió la puerta y entró andando a tientas; a un lado, una carpa de oxígeno y un pulmón de acero. En la semioscuridad encontró un espacio libre para arrodillarse. El piso era bastante más duro para sus rodillas, que la alfombra a la que estaba habituado.

Pero no parecía importarle. Unió las manos suplicantes y bajó la cabeza.

Era curioso, por primera vez en muchos años, no encontraba palabras para lo que sentía en su corazón.

18

Las sombras, como un calmante para el día que terminaba, estaban invadiendo la ciudad. Peter McDermott pensó que pronto llegaría la noche, con el sueño, y por un tiempo, el olvido. Mañana la opresión de los acontecimientos de hoy comenzaría a ceder. Ya la oscuridad marcaba el comienzo al proceso del tiempo que, al fin, curaba todas las cosas.

Pero pasarían muchos atardeceres y noches y días antes que aquellos que estuvieron cerca de los sucesos acaecidos hoy, pudieran liberarse de la sensación de tragedia y terror. Las aguas del Leteo estaban aún muy distantes. Río del olvido.

La actividad, si bien no curaba, mitigaba un poco.

Desde esta tarde temprano, habían pasado muchas cosas.

Solo, en su oficina del entresuelo principal, Peter pasó revista a lo que se había hecho y a lo que quedaba por hacer.

El triste proceso de identificar a las personas muertas y notificarlo a sus familias, ya se había llevado a cabo. Y se estaban tomando las disposiciones pertinentes para que el hotel ayudara, en los casos necesarios.

Lo poco que podía hacerse por los heridos, además del cuidado en el hospital, se estaba haciendo.

El personal de emergencia, bomberos y policías, hacía mucho que se habían marchado. En su lugar estaban los inspectores de ascensores, examinando cada una de las piezas del equipo de ascensores que poseía el hotel. Trabajarían toda la noche y mañana. Entretanto, el servicio de ascensores había sido restablecido parcialmente.

Los inspectores de seguros, hombres sombríos, previendo cuantiosas reclamaciones, interrogaban en forma intensiva, tomando declaraciones.

El lunes, un equipo de consultores vendría por avión desde Nueva York para comenzar a proyectar el reemplazo de la maquinaria de todos los ascensores de pasajeros por otra nueva. Sería el primer gasto grande del régimen Albert Wells-Dempster-McDermott.