– Dígame lo que sabe -exigió Peter.
– Eran cuatro. Cuatro jóvenes y agradables caballeros blancos.
– ¿Reconoció a alguno?
– A dos -asintió Royce.
– Eso basta -Peter cruzó la habitación hacia el teléfono cerca de la cama más próxima.
– ¿A quién llama?
– A la Policía, señorita. No tenemos más remedio que informarla.
Había una débil sonrisa en la cara del negro.
– Si me permite un consejo… yo no lo haría.
– ¿Porqué no?
– Por una razón -Aloysius Royce arrastraba las palabras, acentuándolas con deliberación-. Yo tendré que ser testigo. Y déjeme decirle, míster McDermott, que ningún tribunal en este Estado soberano de Luisiana va a creer en la palabra de un negro, en un caso de violación, tentativa o cualquier otra cosa, cometida por blancos. No, señor; no lo harán cuando cuatro destacados jóvenes caballeros blancos digan que el negro está mintiendo. Ni aun cuando miss Preyscott apoye al negro, cosa que dudo que su papá consienta, considerando la publicidad y escándalo que promoverían todos los periódicos.
Peter había levantado el auricular. Lo volvió a bajar.
– Algunas veces parece que usted quiere hacer las cosas más difíciles de lo que son -pero sabía que Royce decía la verdad. Volvió los ojos hacia Marsha, y preguntó-: ¿Dijo usted miss Preyscott?
El negro asintió.
– Su padre es míster Preyscott. El Preyscott. ¿No es verdad, miss?
Con tristeza, Marsha confirmó.
– Miss Preyscott -preguntó Peter-. ¿Conocía usted a la gente responsable de esto?
Apenas pudo oírse la respuesta.
– Sí.
– Creo que todos son miembros de Alpha Kappa Epsilon -informó Royce.
– ¿Es verdad eso, miss Preyscott?
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.
– ¿Y vino usted aquí con ellos… a esta suite?
Nuevo susurro:
– Sí.
Peter miró a Marsha, como a la expectativa. Por fin dijo:
– Depende de usted, miss Preyscott; si usted quiere o no formular una queja oficial. El hotel hará lo que usted decida. Pero temo que haya mucha verdad en lo que acaba de decir Royce en cuanto a la publicidad. Desde luego que habrá publicidad, me imagino que bastante, y no muy agradable. Por supuesto que es su padre quien debe decidir. ¿No cree usted que debería llamarlo y hacerlo venir?
Marsha levantó la cabeza, y mirando en forma directa a Peter por primera vez, le dijo:
– Mi padre está en Roma. No se lo diga nunca, por favor.
– Estoy seguro de que se puede hacer algo en forma privada. No creo que nadie deba salir completamente impune de esto. -Peter dio vuelta alrededor del lecho. Se sorprendió al ver qué niña era, y cuan hermosa-. ¿Puedo hacer algo por usted, ahora?
– No lo sé. No lo sé -comenzó a llorar de nuevo, algo más calmada.
Con inseguridad, Peter sacó su pañuelo de lino blanco, que Marsha aceptó, se secó las lágrimas y se sonó la nariz.
– ¿Se siente mejor?
Ella asintió:
– Gracias. -Su cabeza era un torbellino de emociones; estaba lastimada, avergonzada, colérica, y tenía urgencia de devolver el golpe a ciegas, cualesquiera que fueran las consecuencias, y un deseo… que la experiencia le decía que no sería satisfecho… de estar cobijada por brazos amorosos y protectores. Pero más allá de las emociones y sobrepasándolas había una insoportable extenuación física.
– Creo que usted debería descansar por un momento. -Peter McDermott levantó el cobertor de la cama que no había sido utilizada y Marsha se acostó sobre la frazada, cubriéndose con el cobertor. El contacto de la almohada refrescaba su rostro.
– No quiero quedarme aquí. No podría.
El la miró comprensivo.
– Dentro de un momento la llevaremos a su casa.
– ¡No! ¡Ni siquiera un momento! Por favor, ¿no hay otra habitación en el hotel?
Peter negó con la cabeza.
– El hotel está lleno.
Aloysius Royce había ido hasta el cuarto de baño para lavarse la sangre de la cara. Volvió y ahora estaba de pie en la puerta de la sala adyacente. Silbaba en tono bajo contemplando el desorden de los muebles, ceniceros sucios, botellas derramadas y vasos rotos.
Cuando McDermott se le reunió, Royce le dijo:
– Creo que ha sido una fiesta mayúscula.
– Así parece. -Peter cerró la puerta de comunicación entre la sala y el dormitorio.
– Tiene que haber algún lugar en el hotel -imploraba Marsha-. No podría soportar ir a casa esta noche.
Peter vaciló.
– Está la 555, supongo -miró a Royce.
La habitación 555 era pequeña y correspondía a la subgerencia general. Peter rara vez la utilizaba, excepto para mudarse de ropa. Ahora estaba vacía.
– Servirá -dijo Marsha-. Siempre que alguien llame por teléfono a casa, llamen a Anna, el ama de llaves.
– Si usted quiere -se ofreció Royce- iré a buscar la llave.
Peter asintió:
– Al volver, pase por la habitación… encontrará una bata. Supongo que debería llamar a la camarera.
– Si usted deja que entre una camarera en este momento, será lo mismo que si pasara la información por radio.
Peter lo consideró. En estas circunstancias, nada detendría la murmuración. Inevitablemente, cuando en cualquier hotel sucede este tipo de incidentes, las escaleras de servicio vibran como un teléfono de la selva. Pero comprendió que no había interés en añadir nada.
– Muy bien. Nosotros mismos llevaremos a miss Preyscott abajo, en el ascensor de servicio.
Cuando el negro abrió la puerta, se filtraron voces con innumerables y ansiosas preguntas. Por el momento, Peter había olvidado el conjunto de huéspedes que se había reunido en el corredor. Oyó las respuestas de Royce muy tranquilizadoras, y las voces se perdieron.
Marsha, con los ojos cerrados, murmuró:
– No me ha dicho quién es usted.
– Lo lamento. Debía habérselo dicho -le dijo su nombre y su cargo en el hotel. Marsha escuchó sin responder, sabiendo lo que se le decía, pero dejando, más bien, que la voz tranquila y reconfortable fluyera sobre ella. Después de un momento, con los ojos todavía cerrados, sus pensamientos vagaron soñolientos. Tuvo una leve idea del retorno de Aloysius, de que la ayudaban a salir de la cama y a ponerse una bata, y de que la acompañaban calladamente por un corredor silencioso. Desde el ascensor había otro corredor, luego otra cama en la que la acostaron con suavidad. La voz tranquilizadora dijo:
– Está agotada.
El ruido del agua que corría. Una voz que le decía que el baño estaba preparado. Se repuso lo suficiente como para arrastrarse hasta el cuarto de baño, donde se encerró con llave.
En el cuarto de baño había pijamas, extendidos profusamente; Marsha se puso uno. Era de hombre, color azul oscuro y muy grande. Las mangas le cubrían las manos, y era muy difícil no pisar los pantalones, a pesar de que éstos estaban doblados hacia arriba.
Salió del cuarto de baño y ella misma se metió en la cama. Acomodándose en las frescas sábanas, tuvo conciencia una vez más de la tranquila y reconfortante voz de Peter McDermott. Era una voz que le placía, pensó Marsha, y su dueño también.
– Royce y yo nos marchamos ahora, miss Preyscott. La puerta de esta habitación queda con llave al cerrarse y la llave está al lado de la cama. No la molestarán.
– Gracias. -Con la voz adormilada, preguntó:- ¿De quién son los pijamas?