Había advertido que Herbie Chandler lo había estado mirando con disimulo desde su escritorio. Dirigiéndose hacia él, Peter dijo:
– Creí que le había dado instrucciones para que verificara los desórdenes en el undécimo piso.
El rostro de comadreja de Chandler enmarcaba un par de ojos inocentes:
– Claro que lo hice, míster McDermott. Estuve por allí y todo estaba tranquilo.
En efecto, así había sido, pensó Herbie. Al fin había subido muy nervioso hasta el undécimo, y para su alivio verificó que cualquiera que hubiese sido el desorden, ya había terminado. Mejor aún, al volver al salón de entrada, vio que las muchachas invitadas se marchaban sin que nadie les prestara atención.
– No ha mirado ni escuchado con atención.
Herbie Chandler movió con obstinación la cabeza:
– Lo que le puedo decir es que hice lo que usted me indicó, míster McDermott. Me dijo que subiera y así lo hice, aun cuando no es tarea mía.
– Muy bien. -El instinto le dijo que el jefe de botones sabía más de lo que estaba diciendo. Peter decidió no presionar sobre ese punto.- Haré algunas averiguaciones. Tal vez hable con usted de nuevo.
Cuando volvió a cruzar el salón de la planta baja y entró en el ascensor, tenía conciencia de que ambos, Herbie Chandler y el detective Ogilvie lo observaban. Esta vez subió un solo piso, hasta el entresuelo principal.
Christine lo esperaba en su oficina. Se había quitado los zapatos y estaba acurrucada sobre sus pies, en el sillón tapizado de cuero que había ocupado hora y media antes. Tenía los ojos cerrados y los pensamientos muy lejos en tiempo y espacio. Cuando Peter entró, levantó los ojos y se situó en el presente.
– No se case con un hombre que trabaje en un hotel -le advirtió-. Nunca se termina.
– Es una advertencia oportuna -respondió Christine-. No se lo dije, pero tomé una naranjada, invitada por ese nuevo sub-chef que se parece a Rock Hudson -estiró las piernas y buscó los zapatos-. ¿Tenemos más problemas?
Peter sonrió, sintiendo que la presencia y la voz de Christine eran tonificantes.
– De otras personas, en su mayoría. Se lo contaré cuando salgamos.
– ¿Adonde?
– A cualquier parte lejos del hotel. Ambos hemos tenido bastante para un solo día.
Christine lo consideró:
– Podríamos ir al Quarter. Hay muchos lugares abiertos. O si lo prefiere, vamos a mi casa; soy un genio para hacer omelettes.
Peter la ayudó a incorporarse y la condujo hasta la puerta; apagó la luz de la oficina.
– Omelette -declaró-. Es lo que en realidad tenía deseos de comer, y no lo sabía.
9
Caminaron juntos, sorteando los charcos de agua que había dejado la lluvia, hasta un aparcamiento situado a manzana y media del hotel. En lo alto, el cielo se estaba limpiando después del interludio de la tormenta, con una luna en cuarto creciente que comenzaba a aparecer; y alrededor de ellos, la ciudad empezaba a sumirse en el silencio, interrumpido de vez en cuando por algún taxi, y el tap-tap de sus pisadas sonaba hueco a lo largo del cañón de edificios en sombra.
El cuidador del aparcamiento, medio dormido, trajo el «Volkswagen» de Christine y subieron en él; Peter, comprimiendo su estatura para sentarse en el asiento de la derecha.
– ¡Esto es vivir! ¿No le importa que me estire? -Apoyó su brazo a lo largo del respaldo del asiento del conductor, muy próximo, pero sin tocar los hombros de Christine.
Mientras esperaban que cambiaran las luces del semáforo en Canal Strett, uno de los ómnibus nuevos, con aire acondicionado, se deslizó hacia el paseo central, frente a ellos.
– Me iba a contar lo que ha sucedido -le recordó ella.
El frunció el ceño, volviendo sus pensamientos al hotel, y con rápidas y precisas frases le relató lo que sabía referente a la tentativa de violación de Marsha Preyscott. Christine oyó en silencio, dirigiendo el pequeño automóvil hacia el noroeste mientras Peter hablaba, terminando con su conversación con Herbie Chandler y su sospecha de que el jefe de botones sabía mucho más de lo que había dicho.
– Herbie siempre sabe más. Por eso permanece aquí.
– El hecho de «permanecer aquí» no es una respuesta a todo -dijo Peter, tajante.
El comentario, como ambos sabían, indicaba la impaciencia de Peter por la falta de eficiencia que reinaba dentro del hotel y que por falta de autoridad no podía corregir. En un establecimiento dirigido normalmente, sobre directrices claras y definidas, no habría tales problemas. Pero en el «St. Gregory», no estaba reglamentada gran parte de la organización, y las resoluciones finales dependían de Warren Trent, quien las tomaba según su propio arbitrio.
En circunstancias ordinarias, Peter, graduado con honores en la Escuela de Administración de Hoteles de la Universidad de Cornell, habría tomado una decisión meses atrás, buscando trabajo más satisfactorio en alguna otra parte. Pero las circunstancias no eran normales. Había llegado al «St. Gregory» precedido por una nube que, sin duda, ocultaría, por mucho tiempo, toda posibilidad de alcanzar otro empleo.
Reflexionaba a veces con mal humor, sobre la forma en que había arruinado su carrera, y cuya culpa -admitía con honradez- sólo la tenía él.
En el «Waldorf», donde había ido a trabajar después de graduarse en Cornell, Peter McDermott había sido el brillante joven que parecía tener el futuro en sus manos. Como subgerente novel, había sido seleccionado para una promoción, cuando intervinieron la indiscreción y la mala suerte. En un momento en que debía estar cumpliendo sus tareas y que fue requerido en el hotel, lo descubrieron in fraganti en un dormitorio con una huésped.
Aun así, podría haber evitado el castigo. Los jóvenes atrayentes que trabajan en hoteles acostumbran recibir propuestas de mujeres solas, y la mayoría de ellos sucumben en algún momento de su carrera. Los gerentes, sabiendo eso, podían castigar la primera transgresión con una severa advertencia de que no podía repetirse jamás una cosa similar. Sin embargo, dos factores conspiraron contra Peter. El marido de la mujer en cuestión; ayudado por detectives privados, intervino en el descubrimiento, dando por resultado un divorcio escandaloso que tuvo publicidad, cosa que todos los hoteles aborrecen.
Como si esto fuera poco, hubo una represalia personal. Tres años antes del desastre del «Waldorf», Peter McDermott se había casado impulsivamente, y el casamiento pronto terminó en una separación. Hasta cierto punto, su soledad y desilusión habían sido causa del incidente en el hotel. Sin tener en cuenta la causa, y utilizando la reciente evidencia, la esposa separada obtuvo el divorcio.
El resultado final, fue un ignominioso despido, poniéndolo en la lista negra de la principal cadena de hoteles.
Por supuesto que nadie admitía la existencia de una lista negra. Pero en una gran cantidad de hoteles, la mayoría afiliados a la misma cadena, las solicitudes de empleo de Peter McDermott fueron rechazadas en forma definitiva. Sólo en el «St. Gregory», un hotel independiente, pudo obtener trabajo con un salario que Warren Trent, con un encogimiento de hombros, condicionó a la propia desesperación de Peter.
Por ello, cuando un momento antes había dicho: «El hecho de permanecer aquí no es una respuesta a todo», había presumido de una independencia que no existía. Sospechaba que Christine también lo sabía.
Peter la observaba mientras ella maniobraba con pericia su pequeño coche a través del estrecho espacio de Burgundy Street, por los suburbios del French Quarter, corriendo paralelamente al Mississippi, un kilómetro más al Sur. Christine aminoró por un momento la marcha eludiendo un grupo de tambaleantes juerguistas que venían desde Bourbon Street, brillante y congestionada, dos manzanas más adelante.