Se produjo un silencio. Cierta vez Christine le había hablado, en forma incidental, del accidente de aviación ocurrido en Wisconsin.
– Después de lo que pasó, debe de haberse sentido muy sola -dijo Peter, con suavidad.
– Quería morir. Aun cuando eso se supera, por supuesto, después de un tiempo -respondió ella simplemente.
– ¿Cuánto tiempo?
Christine sonrió apenas, con fugacidad:
– El espíritu humano se repone con rapidez. Me refiero a eso de querer morir… Me duró una o dos semanas.
– ¿Y luego?
– Cuando vine a Nueva Orleáns, traté de concentrarme en no pensar. Se hizo cada vez peor a medida que pasaban los días. Sabía que tenía que hacer algo, pero no estaba segura de qué ni de dónde.
Hizo una pausa y Peter le pidió:
– Continúe.
– Durante un tiempo consideré la posibilidad de volver a la Universidad; luego decidí que no lo haría. Graduarme en arte, sólo por hacerlo, no parecía importante y, además, de pronto advertí que me había desinteresado de todo.
– Lo comprendo.
Christine bebió un trago, pensativa. Observando la firme línea de sus facciones, él notó que había en ella una gran serenidad y autocontrol.
– De cualquier manera -continuó Christine-, un día caminaba por Carondelet y vi un letrero que decía «Escuela de Secretariado». Pensé… ¡Eso es! Aprenderé cuanto necesite para tener un empleo que signifique interminables horas de trabajo. Al fin fue exactamente lo que sucedió.
– ¿Y en qué forma entró en el «St. Gregory»?
– Estaba alojada allí, desde que llegué de Wisconsin. Una mañana el Times-Picayune llegó con el desayuno, y vi entre los avisos clasificados que el director gerente del hotel necesitaba una secretaria personal. Era temprano, de manera que pensé que sería la primera y esperé. En aquella época W. T. llegaba a trabajar antes que nadie. Cuando entró, yo estaba esperando en la suite de los ejecutivos.
– ¿La tomó en seguida?
– No, exactamente. En realidad, no creo que me tomara. Sucedió que cuando W. T. supo para qué había ido, me hizo entrar y comenzó a dictarme cartas, y luego me dio instrucciones para que las transmitiera a otras personas del hotel. Cuando llegaron otras solicitantes ya hacía horas que yo estaba trabajando, y me encargué de decirles que la vacante había sido cubierta.
Peter rió.
– Modalidades del viejo…
– Aun entonces, no creo que supiera mi nombre hasta tres días después, cuando dejé una nota sobre su escritorio: «Mi nombre es Christine Francis», y sugerí un salario. Me devolvió la nota sin comentario: sólo sus iniciales, y nada más.
– Una bonita historia para antes de dormir. -Peter se incorporó del sofá, estirando su vigoroso cuerpo.- Ese reloj me está mirando con demasiada fijeza. Supongo que será mejor que me retire.
– No es justo -objetó Christine-. No hemos hablado más que de mí. -Tenía conciencia de la masculinidad de Peter. Y sin embargo, pensó, tenía también suavidad. Lo había comprobado esa noche cuando levantó a Albert Wells para llevarlo a la otra habitación. Se encontró pensando qué sensación tendría si él la llevara así en sus brazos.
– Ha sido un placer…, un hermoso antídoto para un día terrible. De cualquier manera, habrá otras ocasiones -se detuvo, mirándola en forma directa-. ¿No es así?
Cuando ella asintió, él se inclinó hacia delante y la besó ligeramente.
En el taxi que había pedido por el teléfono de Christine, Peter McDermott se distendió, sintiendo bienestar y cansancio, recordando los sucesos del día pasado, que ya se habían volcado en el siguiente. Las horas diurnas habían producido su cuota usual de problemas, culminando en muchos otros durante la noche: el rozamiento con el duque y la duquesa de Croydon; Albert Wells, que casi había muerto; y la tentativa de violación de Marsha Preyscott. También había muchos interrogantes con respecto a Ogilvie, Herbie Chandler, y ahora Curtis O'Keefe, cuya llegada podía ser causa de que el mismo Peter se marchara. Por fin, Christine, que había estado siempre allí, pero a quien no había notado antes en la forma en que lo había hecho esta noche.
¡Pero se puso en guardia! ¡Las mujeres…! Ya habían sido su ruina dos veces. Si algo surgía entre Christine y él, tendría que ser muy despacio, con mucha precaución por su parte.
En Elysian Fields, volviendo a la ciudad, el taxi marchaba de prisa. Pasando por el lugar donde habían sido detenidos con Christine para hacer el desvío, observó que habían quitado la barrera y que la Policía ya no estaba. Pero el recuerdo volvió a producirle la vaga incomodidad que había experimentado anteriormente, y continuó molestándolo durante todo el trayecto hasta su propio apartamento a una o dos manzanas del «St. Gre-gory Hotel».
Martes
1
Como sucedía en todos los hoteles, el «St. Gregory» se animaba temprano, despertábase como un soldado veterano, después de un sueño corto y ligero. Mucho antes de que el primer huésped se dirigiera soñoliento al cuarto de baño, la maquinaria de un nuevo día hotelero se ponía en movimiento sin mucho ruido.
A las cinco de la mañana, más o menos, grupos de mozos de limpieza nocturnos que durante las ocho horas pasadas se habían afanado por los cuartos de baño, las escaleras interiores, las zonas de la cocina y el vestíbulo principal, cansados, comenzaban a desarmar su equipo y se preparaban a guardarlo hasta otro día. Al despertar, los pisos relucían y las maderas y las guarniciones metálicas brillaban, y en todos los ambientes se percibía el agradable olor de la cera fresca.
Una de las asistentas, la vieja Meg Yetmein, que había trabajado casi treinta años en el hotel caminaba desmañadamente, aun cuando cualquiera que lo hubiese advertido podía haber tomado su torpe marcha por cansancio. La verdadera razón, sin embargo, era un trozo de carne de kilo y medio, amarrado con fuerza a la parte interior de uno de sus muslos. Media hora antes, eligiendo unos minutos en que nadie podía verla, Meg había sacado la carne del refrigerador de la cocina. Tenía larga experiencia, y sabía dónde buscar sin equivocarse, y luego cómo ocultar su botín en un trapo viejo, camino del cuarto de baño de las mujeres. Allí, segura tras una puerta con cerrojo, sacaba una venda adhesiva y ponía la carne en su lugar. La hora que tenía que estar soportando la incomodidad, bien valía la pena, sabiendo que podía pasar sin sobresaltos frente al detective del hotel que cuidaba la entrada para el personal, registrando con cuidado los paquetes y los bolsillos abultados de la gente que salía. El procedimiento, de su propia invención, daba resultado, porque lo había probado muchas otras veces.
Dos pisos más arriba, detrás de una puerta sin inscripción y asegurada con llave, en el entresuelo donde se celebraban los congresos, una telefonista dejó a un lado su tejido e hizo la primera llamada de la mañana. La telefonista era mistress Eunice Ball, viuda, abuela y, esta noche, a cargo de las tres compañeras que atendían los silenciosos conmutadores. Esporádicamente, entre este momento y las siete de la mañana, el trío de la centralita despertaría a los huéspedes, cuyas instrucciones habían sido registradas la noche anterior en un índice, colocado frente a ellas, y dividido en cuartos de hora. Después de las siete, el ritmo se aceleraría…
Con dedos expertos, mistress Ball recorrió las tarjetas. Como siempre, observó que el momento culminante sería a las siete y cuarenta y cinco, con cerca de ciento ocho llamadas. Aun trabajando a gran velocidad, las tres telefonistas tendrían problemas para completar tantas llamadas en veinte minutos, lo que significaba que tendrían que comenzar temprano, a las siete y treinta y cinco -suponiendo que hubieran terminado con las llamadas de las siete y media- y continuar hasta las siete y cincuenta y cinco, lo que determinaría que algunas sólo podrían hacerse a las ocho.