Mistress Ball suspiró. Sin duda alguna hoy habría quejas de los huéspedes a la administración, alegando que alguna telefonista, adormilada en el conmutador, los había despertado demasiado temprano o demasiado tarde.
Sin embargo, había algo bueno. A esa hora de la mañana pocos huéspedes estaban con ánimo de trabar conversación o de mostrarse enamoradizos, como ocurría a veces por la noche…, razón por la cual la puerta no tenía inscripción y se cerraba con llave. A las ocho también llegarían las telefonistas diurnas, un total de quince en el período de agobio del día; y a las nueve de la mañana, el turno nocturno, incluyendo a mistress Ball, estarían en su casa y en la cama.
Era hora de despertar a otro huésped. Otra vez mistress Ball dejó a un lado el tejido, presionó una llave, y una campanilla comenzó a sonar estridente allá arriba.
Dos pisos más abajo del nivel de la calle, en el cuarto de control de máquinas, Wallace Santopadre, mecánico estable de tercera clase, dejó a un lado un ejemplar en rústica de la Greek Civilization de Toynbee, y terminó un sandwich con manteca de cacahuete que había empezado a comer. Las cosas habían estado tranquilas durante la pasada hora y pudo leer con intermitencias. Había llegado el momento de hacer un recorrido final de inspección por los dominios de los mecánicos. El zumbido de la maquinaria lo saludó cuando abrió la puerta del cuarto de control.
Inspeccionó el sistema de agua caliente, advirtiendo un aumento de temperatura, lo que a su vez indicaba que el termostato funcionaba bien. Habría bastante agua caliente durante el período. de mayor demanda, que pronto vendría, cuando más de ochocientas personas podrían decidir tomar un baño o una ducha a la misma hora.
Los grandes acondicionadores de aire, dos mil quinientas toneladas de maquinaria especial, funcionaban con mayor comodidad, como resultado del agradable descenso de temperatura del aire exterior experimentado durante la noche. El fresco relativo había permitido desconectar uno de los compresores, y ahora los otros podían aliviarse en forma alternada, dejando hacer el trabajo de reparaciones que debió postergarse durante la ola de calor de las semanas pasadas. Wallace Santopadre pensó que el jefe de mecánicos estaría complacido con eso.
El pobre hombre sería, sin embargo, menos feliz cuando se enterara de una interrupción en el abastecimiento de energía de la ciudad, ocurrido durante la noche (alrededor de las dos de la madrugada), y que duró once minutos, debido sin duda a la tormenta del Norte.
En el «St. Gregory» no se habían presentado serios problemas; sólo el breve apagón que pasó inadvertido a la mayor parte de los huéspedes, profundamente dormidos. Santopadre había recurrido a la energía de emergencia, provista por los propios generadores del hotel, que trabajaron con eficiencia. Sin embargo, se habían necesitado tres minutos para hacer funcionar los generadores y llevarlos al máximo de capacidad, con el resultado de que todos los relojes eléctricos del «St. Gregory», doscientos en total, iban ahora tres minutos atrasados. El tedioso trabajo de volver a poner los relojes en hora, a mano, ocuparía la mayor parte del día al hombre encargado de su mantenimiento.
No lejos de la sala de máquinas, en un recinto tórrido y mal oliente, Booker T. Graham vertía los residuos y desperdicios de un largo día de trabajo en el hotel. Alrededor de él, en las paredes tiznadas y sucias, se veía el resplandor de las llamas vacilantes.
Uno de los escasos integrantes del personal había visto los dominios de Booker T., y aquellos que lo habían visto declaraban que era como la imagen del infierno de un evangelista. Pero a Booker T., que no dejaba de parecerse a un demonio amistoso (con ojos luminosos, dientes resplandecientes en una cara negra brillante de sudor) le gustaba su trabajo, incluso el calor del incinerador.
Uno de los muy pocos integrantes del personal a quien Booker T. Graham veía, era Peter McDermott. Al poco tiempo de haber ingresado al «St. Gregory», Peter decidió conocer la geografía y trabajos del hotel, hasta en sus lugares más remotos. En una de sus expediciones descubrió el incinerador.
Desde entonces -en algunas oportunidades, como se había propuesto hacer con todos los departamentos-, Peter había llegado para preguntar a la persona indicada cómo andaban las cosas. A causa de esto, y tal vez a través de una instintiva y mutua simpatía, a los ojos de Booker T. Graham, el joven míster Mc-Dermott estaba en algún lugar próximo a Dios.
Peter siempre examinaba el sucio y grasoso cuaderno en el que Booker T. llevaba con orgullo los apuntes de los resultados de su trabajo. El resultado se obtenía recobrando cosas que tiraban otras personas. Lo más importante era la vajilla de plata del hotel.
Booker T., hombre sin complicaciones, nunca había preguntado por qué la vajilla de plata llegaba a la basura. Fue Peter McDermott quien le explicó que era el eterno problema con que luchaba la administración de todos los grandes hoteles En general, la causa se debía a los camareros que andaban demasiado de prisa, a los ayudantes, y a otros que no sabían o no les importaba que junto con los restos de comida, se mezclara una corriente constante de cubiertos que desaparecían con ellos.
Hasta algunos años antes, el «St. Gregory» comprimía y congelaba sus desperdicios, que luego enviaba a un vertedero de la ciudad. Pero, llegado un momento, las pérdidas de cubiertos y vajilla de plata eran tan grandes que se construyó un incinerador interno y se empleó a Booker T. Graham para que lo alimentara.
Lo que hacía era sencillo. Los desperdicios que provenían de todas partes del hotel, se depositaban en cajones que se colocaban sobre carretillas; Booker T. llevaba las carretillas adentro y, poco a poco, esparcía el contenido en una gran bandeja plana, cerniéndolo con un movimiento de atrás para adelante, como si fuera un jardinero preparando el mantillo de tierra de un jardín. Siempre que se encontraba un «trofeo» (una botella que podía devolverse, copas intactas, cubiertos, y algunas veces cosas pertenecientes a los clientes) Booker T. lo recogía. Al fin, lo que quedaba se empujaba al fuego, y se esparcía un nuevo montón.
La operación de hoy demostró que el presente mes, ya casi finalizado, había respondido al promedio de recuperaciones. Hasta ahora, la vajilla de plata había totalizado casi dos mil piezas, cada una de las cuales costaba por término medio un dólar, al hotel; unas cuatro mil botellas a dos centavos de dólar por pieza; ochocientos vasos intactos de un valor de veinticinco centavos cada uno; y una gran cantidad de otros chismes, incluyendo (cosa increíble) una sopera de plata. Le había ahorrado al hotel algo así como cuarenta mil dólares.
Booker T. Graham, cuyo salario neto era de treinta y ocho dólares semanales, se puso la grasosa chaqueta y se marchó a su casa.
En ese momento, el tránsito por la entrada de servicio, de ladrillo pardo, en un callejón que daba a Common Street, aumentaba constantemente. Los trabajadores nocturnos salían, de uno en uno o de dos en dos, en tanto que los del primer turno diurno acudían de todas partes de la ciudad llegando en una continua corriente.
En la zona de las cocinas se encendían las luces a medida que los pinches adelantaban las tareas para los cocineros, quienes ya estaban cambiándose las ropas de calle por otras blancas y limpias, en los vestuarios próximos. Pocos minutos después, los cocineros comenzarían a preparar los seiscientos desayunos; y más tarde, mucho antes de que el último huevo con tocino se sirviera a media mañana, los dos mil almuerzos que preveía el cálculo del día.
En medio del montón de calderas hirvientes, hornos enormes y otros utensilios para la preparación de grandes cantidades de alimentos, un único paquete de «Quaker Oats» proporcionaba el toque hogareño. Era para los pocos forzudos que, como todos los hoteles sabían, exigían un potaje de avena caliente como desayuno, ya fuera la temperatura exterior de cero o de cuarenta grados centígrados a la sombra.