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Volvió a cruzar el vestíbulo principal, respondiendo a los «Buenos días» de los botones, del florista del hotel, y de uno de los ayudantes de la gerencia sentado, dándose importancia, en su escritorio situado en el centro. Luego, pasando de largo por los ascensores, corrió, ágil, escaleras arriba, hasta el entresuelo principal.

Al ver al ayudante de la gerencia, recordó a su inmediato superior, Peter McDermott. Desde la noche anterior Christine había pensado con frecuencia en Peter. Se preguntaba si el rato que habían pasado juntos habría producido el mismo efecto en él. Muchas veces se sorprendió deseando que así fuera; luego se controlaba contra cualquier complicación emocional que pudiera ser prematura. Durante los años en que había aprendido a vivir sola, hubo algunos hombres en la vida de Christine, pero no había tomado en serio a ninguno de ellos. A veces, pensaba, parecía que el instinto la preservaba de renovar el tipo de vinculación íntima que cinco años antes le había sido arrebatada de manera tan cruel. Sin embargo, se preguntaba dónde estaría Peter en ese momento, y qué estaría haciendo. Bien, decidió con criterio práctico, tarde o temprano en el curso del día, sus caminos se cruzarían.

De nuevo en su oficina, en la suite de los ejecutivos, Christine se asomó a la de Warren Trent, pero el propietario del hotel todavía no había bajado de su apartamento en el decimoquinto piso. El correo de la mañana estaba apilado en su propio escritorio y muchos mensajes telefónicos requerían atención inmediata. Decidió primero completar la gestión que la había llevado abajo. Levantando el teléfono pidió que la comunicaran con la habitación 1410.

Respondió una voz de mujer: sin duda, era la enfermera particular. Christine se identificó, y preguntó cortésmente por el estado del paciente.

– Míster Wells ha pasado bien la noche -le informó la voz-, y su estado general ha mejorado.

Preguntándose por qué algunas enfermeras pensaban que debían responder como boletines oficiales, Christine replicó:

– ¿En ese caso podré ir a verlo?

– Temo que por ahora no -tuvo la impresión de que una mano guardiana se había levantado con firmeza-. El doctor Aarons vendrá a ver al paciente esta mañana, y quiero tenerlo todo en orden.

Parece referirse a una visita oficial, pensó Christine. La idea de que el pomposo doctor Aarons era esperado por una enfermera igualmente pomposa, la divertía.

En voz alta, dijo:

– Entonces, haga el favor de decir a míster Wells que he llamado y que lo veré esta tarde.

4

La conferencia inconclusa en la suite del propietario del hotel dejó a Peter McDermott en un estado de frustración. Alejándose por el corredor del piso, y mientras Aloysius Royce cerraba la puerta a sus espaldas, reflexionó que sus entrevistas con Warren Trent terminaban, invariablemente, de la misma manera. Como en otras ocasiones, deseó con fervor que se le dieran seis meses y carta blanca para dirigir el hotel a su modo.

Cerca de los ascensores se detuvo para hacer una llamada telefónica, pidiendo que le pusieran con la recepción para preguntar qué habitaciones se habían reservado para míster Curtis O'Keefe y su acompañante. Eran dos suites contiguas en el duodécimo piso, informó el empleado, y Peter utilizó las escaleras de servicio para bajar dos pisos. Como todos los grandes hoteles, el «St. Gregory» simulaba no tener un piso trece, llamándole decimocuarto, en cambio.

Las cuatro puertas de las suites reservadas, estaban abiertas; desde el interior se oía el ruido de las aspiradoras, cuando se acercó. Dentro, dos camareras trabajaban bajo la vigilancia de mistress Blanche du Quesnay, el ama de llaves del hotel, altamente competente, aunque de lengua incisiva. Se volvió al entrar ' Peter, brillantes los ojos, echando chispas.

– Podía haber imaginado que vendría uno de ustedes a comprobar si mi trabajo está bien hecho, como si no supiera que es mejor que sea así, considerando quién viene.

Peter sonrió.

– Tranquilícese, señora. Míster Trent me pidió que viniera. -Le gustaba la mujer madura pelirroja, una de las jefes de departamento en quien más se podía confiar. Las dos camareras sonreían. Les hizo un guiño, agregando para mistress Du Quesnay: – Si míster Trent hubiera sabido que usted le dedicaba su atención personal, no habría pensado en ello.

– Y si nos quedamos sin jabón en el lavadero, enviaremos por usted -respondió el ama de llaves con un vestigio de sonrisa, mientras golpeaba con pericia los almohadones de dos largos canapés.

El rió, y preguntó:

– ¿Se han pedido las flores y el canasto de fruta? -Peter pensó que el magnate de los hoteles, probablemente, estuviera harto de la inevitable canasta de frutas (saludo corriente de los hoteles a los huéspedes importantes). Pero su ausencia podía ser advertida.

– Ya están en camino. -Mistress Du Quesnay levantó los ojos de los almohadones y dijo con irónica intención:- Por lo que he escuchado, míster O'Keefe trae sus propias flores, y no en jarrones.

Era una referencia -Peter comprendió- al hecho de que Curtis O'Keefe rara vez viajaba sin su escolta femenina, la que cambiaba con frecuencia; prefirió ignorarla.

Mistress Du Quesnay le dirigió una de sus rápidas miradas atrevidas.

– Puede echar una ojeada. No se cobra.

Peter observó que las dos suites habían sido limpiadas a fondo. Los muebles, blanco y dorado, con un motivo francés, estaban sin polvo y en orden. En los dormitorios y cuartos de baño, la ropa blanca inmaculada y muy bien doblada. Lavabos y bañeras, secas y brillantes, los inodoros limpios con las tapas bajadas. Espejos y vidrios relucientes. Las luces, así como el combinado de radio y TV marchaban a la perfección. El aire acondicionado respondía a los cambios de los termostatos, y en este momento estaba fijado a una agradable temperatura de 20° C. No había nada más que hacer, pensó Peter, mientras de pie en el centro de la segunda suite, la inspeccionaba.

De pronto recordó algo. Curtis O'Keefe era muy devoto; a veces, hasta la ostentación, decían algunos. El hotelero oraba frecuentemente, y hasta en público. Un comentario decía que cuando le interesaba un nuevo hotel, rogaba por él como lo haría un niño para obtener un juguete en Navidad; otro sostenía que antes de entrar en negociaciones, asistía a un servicio en una iglesia privada, a la que los ejecutivos de O'Keefe concurrían respetuosamente. El director de una cadena de hoteles competidora, recordó Peter, dijo cierta vez con malignidad. «Curtis nunca pierde una oportunidad para rezar. Por eso orina de rodillas.»

Esto llevó a Peter a verificar si había Biblias de Gedeón… en cada uno de los dormitorios. Se alegró de comprobarlo.

Como sucedía casi siempre cuando habían sido utilizadas por mucho tiempo, las primeras páginas de las biblias estaban llenas de anotaciones con los números de teléfono de muchachas «disponibles», porque como saben los viajeros experimentados, una Biblia de Gedeón era el primer lugar en donde buscar esa clase de información. Peter mostró los libros en silencio a mistress Du Quesnay. Ella chascó la lengua:

– Míster O'Keefe no utilizará ésas; he hecho subir otras nuevas.

Poniendo las biblias bajo el brazo, miró con ojos inquisidores a Peter:

– Supongo que lo que a míster O'Keefe le guste o deje de gustarle, será lo que determine que la gente conserve sus trabajos aquí.

Movió la cabeza:

– Sinceramente, no lo sé, mistress Q. Su opinión es tan buena como la mía. -Sabía que los ojos del ama de llaves lo seguían interrogadores al dejar la suite. Sabía que mistress Du Quesnay sostenía un marido inválido y que cualquier amenaza a su trabajo sería motivo de ansiedad. Sentía una auténtica conmiseración por ella mientras iba en uno de los ascensores al entresuelo principal.