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Para Keycase el resto era cosa fácil. Se acercó al recipiente y arrojó en él su periódico doblado; luego, como si de pronto hubiera cambiado de parecer, se volvió y lo recuperó. Al mismo tiempo miró al interior y observó la llave que cogió sin dificultad. Minutos después, en la intimidad del lavabo de caballeros, comprobó que correspondía a la habitación 641 del «St. Gregory Hotel».

A la media hora, en una forma que a menudo sucede cuando las cosas empiezan a venir bien, un incidente similar terminó con el mismo éxito. La segunda llave también era del «St. Gregory», hecho que pronto determinó a Keycase a telefonear en seguida, confirmando su propia reserva. Decidió no presionar su suerte permaneciendo por más tiempo en la terminal. Estaba en vías de un buen comienzo y esta noche se detendría en la estación del ferrocarril; luego, en un par de días quizá, volvería al aeropuerto. Había otras maneras de obtener llaves de hotel, una de las cuales utilizó la noche anterior. No sin razón el fiscal de Nueva York, años antes había dicho en el tribunaclass="underline" «Su Señoría, detrás de este hombre siempre hay una llave. Francamente, cada vez que pienso en él, es como en "Keycase" Milne.»

La frase se había abierto camino en los registros de la Policía y el alias subsistió, de tal forma que el mismo Keycase lo usaba ahora con cierto orgullo. Era un orgullo sazonado por el conocimiento de que, con tiempo, paciencia y suerte, eran extremadamente buenas las probabilidades de obtener una llave para casi todas las cosas.

Su actual especialidad-dentro-de-una-especialidad se basaba en la indiferencia de la gente por las llaves de los hoteles, Keycase lo sabía desde tiempo atrás, constante desesperación de los hoteleros de todas partes. Teóricamente, cuando un huésped partía y pagaba su cuenta, debía dejar la llave; pero infinidad de personas se marchaban del hotel con la llave de la habitación olvidada en el bolsillo o en la cartera. Los conscientes, algunas veces, la metían en un buzón, y un gran hotel como el «St. Gregory» pagaba con regularidad cincuenta o más dólares por semana por el franqueo de llaves devueltas. Pero había otras personas que las guardaban o las tiraban con indiferencia.

Este último grupo mantenía constantemente ocupados a los ladrones profesionales de hoteles como Keycase.

Desde el edificio de la terminal, Keycase volvió al estacionamiento y a su «Ford», un sedán de cinco años atrás, que había comprado en Detroit y había llevado primero a Kansas y luego a Nueva Orleáns. Era un coche ideal para Keycase por lo poco notorio, de un gris sucio, ni demasiado nuevo ni demasiado viejo como para ser advertido o recordado. El único detalle que lo molestaba un poco era la matrícula de Michigan, en una atractiva combinación verde y blanca. Las matrículas de otros estados eran frecuentes en Nueva Orleáns pero hubiera preferido no tener ese pequeño rasgo distintivo. Había estudiado la posibilidad de utilizar matrículas de Luisiana falsificadas, pero esto parecía un riesgo mayor, y además Keycase era lo bastante perspicaz para no alejarse demasiado de su propia especialidad. Para su tranquilidad, el motor del coche se puso en marcha al primer contacto, ronroneando suavemente, como resultado de un arreglo que él mismo le había hecho: habilidad aprendida a expensas del Gobierno federal durante una de sus varias condenas.

Condujo los veintidós kilómetros hasta el centro observando con cuidado los límites de velocidad, y se dirigió al «St. Gregory» donde había tomado y confirmado una habitación el día anterior. Estacionó el coche cerca de Canal Street, a pocas manzanas del hotel, y sacó dos maletas. El resto de su equipaje había quedado en su habitación del motel, cuyo alquiler dejó pagado por adelantado.

Era muy costoso mantener una habitación extra, pero también era prudente. El motel serviría como escondrijo para cualquier cosa que pudiera lograr, y si resultaba un desastre, podía ser abandonado por completo. Había tenido cuidado de no dejar allí nada que lo identificara. La llave del motel se encontraba bien oculta en el filtro de aire del carburador del coche.

Entró en el «St. Gregory» con aire confiado entregando sus maletas al portero y se registró como «Byron W. Meader, Ann Arbour, Michigan». El empleado del servicio de habitaciones, conocedor de la ropa bien cortada y de los bien cuidados rasgos que revelan autoridad, trató al recién venido con respeto y le dio la habitación 830. Ahora, pensó con agrado Keycase, tendría en su posesión tres llaves del «St. Gregory»: una, de la que estaba enterado el hotel, y otras dos que el hotel ignoraba.

La habitación 830, a la que lo llevó el botones pocos momentos después, resultó ser ideal. Era espaciosa y cómoda, y la escalera de servicio, observó Keycase al entrar, quedaba a pocos metros.

Cuando estuvo solo, deshizo la maleta. Más tarde, resolvió dormir preparándose para el importante trabajo que debía realizar durante la noche.

7

Cuando Peter McDermott llegó al vestíbulo de entrada, Curtis O'Keefe había sido eficientemente instalado. Peter decidió no saludarlo; había momentos en que demasiada atención resultaba tan fastidiosa para un huésped, como demasiado poca. Además, la bienvenida oficial del «St. Gregory» sería dada por Warren Trent, y después de comprobar que el propietario del hotel había sido informado de la llegada de O'Keefe, Peter se dirigió a ver a Marsha Preyscott en la 555.

Al abrir la puerta, Marsha dijo:

– Me alegro de que haya venido. Comenzaba a pensar que no lo haría.

Llevaba un vestido sin mangas color damasco; era obvio que lo había mandado buscar esa mañana. Se ajustaba discretamente a su cuerpo. Su pelo oscuro caía suelto sobre sus hombros en contraste con el peinado más sofisticado, aunque desordenado, de la noche anterior. Había algo bastante provocativo, que casi quitaba el aliento en su apariencia: medio mujer, medio niña.

– Lamento haber tardado tanto. -La miró con aprobación.- Pero veo que no ha perdido el tiempo.

Sonrió:

– Pensé que podía necesitar los pijamas.

– Los tengo para una emergencia… como esta habitación. La utilizo muy pocas veces.

– Eso fue lo que me dijo la camarera. De manera que si no se opone, me quedaré aquí esta noche, por lo menos.

– ¡Oh! ¿Puedo preguntarle por qué razón?

– No estoy muy segura. -Titubeó, mientras estaban uno frente a otro.- Tal vez sea porque quiero reponerme de lo que sucedió anoche, y el mejor lugar es éste. -Pero la verdadera razón, admitió para sí misma, es aue quería retardar el momento de volver a su gran mansión vacía de Garden District.

El asintió pensativo.

– ¿Cómo se siente?

– Mejor.

– Me alegro de que así sea.

– No es una situación de la que una se pueda reponer en pocas horas -admitió Marsha-. Pero temo que fui bastante estúpida al venir aquí… tal como me lo recordó usted.

– Yo no dije eso.

– No, pero lo pensó.

– Si lo hice, debería recordar que todos nos enredamos en situaciones difíciles algunas veces. -Hubo un silencio, que Peter rompió.- Sentémonos.

Cuando estuvieron cómodos dijo:

– Espero que me cuente cómo empezó todo.

– Ya lo sé -en la forma directa a la que ya se estaba acostumbrando Peter, continuó-: Estaba pensando si debería hacerlo.

Anoche, razonaba Marsha, sus sentimientos dominantes habían sido el trauma, su orgullo herido, y el agotamiento físico. Pero ahora el trauma había desaparecido, y su orgullo… sospechaba que su orgullo podría sufrir menos si guardaba silencio que si protestaba. También era probable que a la más sobria luz de la mañana, Lyle Dumaire y sus compinches no estuvieran tan ansiosos de jactarse de lo que habían intentado hacer.