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Peter echó una ojeada a ambas. La cuenta que incluía algunos servicios extra a la habitación, era de setenta y cinco dólares; el presupuesto del carpintero, de ciento diez. Indicando la cuenta, Peter dijo:

– Déme el número de teléfono de esta dirección. Supongo que estará a nombre del padre.

Había un periódico doblado en su escritorio, que todavía no había mirado. Era el Times-Picayune de la mañana. Lo abrió mientras salió Flora, y los grandes titulares negros llamaron su atención. El fatal atropello y huida de la noche anterior, se había convertido en una doble tragedia: la madre de la niña también había muerto en el hospital por la mañana temprano. Peter leyó de prisa la crónica que ampliaba lo que el policía les había referido cuando los detuvieron a él y a Christine en el camino. «Hasta ahora -decía el diario- no hay indicios del vehículo que provocó la muerte, ni de su conductor.» Sin embargo, la Policía daba crédito al informe de un testigo a quien no se nombraba, de que a un «coche bajo y negro que corría muy de prisa» se le vio dejar el lugar segundos después del accidente. La Policía del Estado y de la ciudad, agregaba el Times-Picayune, colaboraban en la búsqueda, que abarcaba todo el Estado, de un automóvil, presumiblemente dañado, que encuadrara en esa descripción.

Peter se preguntó si Christine habría visto la crónica del periódico. Su impacto parecía mayor a causa de su propio y breve contacto con el lugar del hecho.

El regreso de Flora con el número telefónico que había solicitado, volvió su atención a cosas más inmediatas.

Dejó a un lado el periódico y utilizó la línea directa para marcar personalmente el número. Una voz profunda de hombre, respondió:

– Residencia de la familia Dixon.

– Desearía hablar con míster Stanley Dixon. ¿Está ahí?

– ¿Quién habla, señor?

Peter dio su nombre y agregó:

– Del «St. Gregory Hotel».

Hubo una pausa y el sonido de pasos lentos que se alejaban; luego volvieron con el mismo ritmo.

– Lo siento, señor. Míster Dixon, hijo, no puede atenderlo.

Peter dio una entonación especial a su voz.

– Déle este mensaje: dígale que si no quiere ponerse al teléfono, llamaré directamente a su padre.

– Quizá si usted hiciera eso…

– ¡Vaya! Dígale lo que acabo de indicarle.

Una vacilación casi audible. Luego:

– Muy bien, señor. -Los pasos volvieron a alejarse.

Hubo un clic en la línea, y una voz adusta anunció:

– Soy Stan Dixon. ¿De qué se trata?

Peter respondió cortante:

– Se trata de lo que sucedió anoche. ¿Le sorprende?

– ¿Quién es usted?

Repitió su nombre.

– He hablado con miss Preyscott. Ahora quisiera hablar con usted.

– Ya está hablando -contestó Dixon-. Ha conseguido lo que quería.

– No en esta forma. En mi oficina, en el hotel -hubo una exclamación que Peter desoyó-. Mañana a las cuatro de la tarde, con los otros tres. Tráigalos usted.

La respuesta fue rápida y violenta:

– ¡Al infierno con ello! Quienquiera que sea usted, no es más que un despreciable empleado de hotel y no voy a recibir órdenes suyas. Además, tenga cuidado porque mi padre conoce a Warren Trent.

– Para su información, ya he discutido el asunto con míster Trent. Lo dejó en mis manos, incluyendo el iniciar o no un proceso criminal. Pero le diré que usted prefiere que hablemos con su padre. Empezaremos por eso.

– ¡Un momento! -Se oyó un suspiro profundo, luego con mucha menos beligerancia.- Tengo una clase mañana a las cuatro.

– Pues falte a la clase -le dijo Peter-, y obligue a los otros a que hagan lo mismo. Mi oficina está en el entresuelo principal. Recuerde: mañana a las cuatro en punto.

Poniendo el auricular en su lugar, sintió que estaba deseando que llegara el momento de la reunión del día siguiente.

8

Las desordenadas páginas del periódico de la mañana estaban esparcidas sobre la cama de la duquesa de Croydon. Había pocas noticias que la duquesa no hubiera leído a conciencia y ahora estaba recostada contra las almohadas, su mente trabajando con intensidad. Comprendió que nunca había habido una ocasión en que su habilidad y recursos fueran más necesarios.

En una mesa auxiliar, la bandeja con el desayuno había sido utilizada y puesta a un lado. Aun en momentos de crisis la duquesa acostumbraba a desayunar bien. Era un hábito que conservaba desde su niñez, allá en la residencia de campo de su familia en Fallingbrook Abbey, en donde el desayuno siempre consistía en una comida abundante de varios platos, con frecuencia después de una agitada cabalgada a campo traviesa.

El duque, que desayunó solo en la sala, había vuelto al dormitorio pocos minutos antes. El también había leído los periódicos ávidamente, tan pronto llegaron. Ahora, con una bata escarlata con cinturón sobre el pijama, paseaba inquieto. De cuando en cuando se pasaba la mano por los cabellos aún despeinados.

– ¡Por amor de Dios, sosiégate! -La tensión que compartían era notoria en la voz de la esposa – No puedo pensar mientras te paseas como un caballo en Ascot.

Se volvió: su rostro se veía arrugado y afligido a la luz de la mañana.

– ¿De qué demonios sirve pensar? No va a cambiar nada.

– Pensar siempre ayuda… si se piensa lo necesario y lo que es debido. Eso es lo que hace que algunas personas triunfen y otras no.

El se pasó la mano por la cabeza una vez más.

– Nada parece mejor hoy que anoche.

– Por lo menos no está peor -dijo la duquesa con criterio práctico-. Y eso es algo que podemos agradecer. Todavía estamos aquí… intactos.

El movió la cabeza preocupado. Había dormido poco durante la noche.

– ¿En qué forma nos ayuda?

– Como yo lo veo, es una cuestión de tiempo. El tiempo está de nuestra parte. Cuanto más esperemos y no pase nada… -Se calló, y luego continuó lentamente, pensando en voz alta.- Lo que necesitamos con urgencia es atraer la atención de la gente sobre ti. El tipo de atención que hiciera que lo otro pareciera tan fantástico que ni siquiera fuera considerado.

Como por un mutuo consentimiento, ninguno se refirió a la acrimonia de la noche anterior.

El duque reanudó su paseo.

– Lo único que podría tener ese efecto es el anuncio de la confirmación de mi nombramiento en Washington.

– Así es.

– No lo puedes apresurar. Si Hal siente que lo están presionando, arderá Downing Street. Todo es endiabladamente complicado, de cualquier manera…

– Será más complicado si…

– ¿No crees que lo sé demasiado bien? ¿No crees que he pensado en renunciar a eso, en mandar todo al diablo? -Había un principio de histeria en la voz del duque de Croydon. Encendió un cigarrillo; sus manos temblaban.

– ¡No renunciaremos! -En contraste con su marido, el tono de la duquesa era cortante y seco.- Hasta los primeros ministros responden a una presión si viene del lugar apropiado. Hal no es una excepción. Llamaré a Londres.

– ¿Para qué?

– Hablaré con Geoffrey. Le pediré que haga todo lo que pueda para apresurar tu nombramiento.

El duque movió la cabeza dubitativamente, si bien no se opuso a la idea. En el pasado, había comprobado la gran influencia que tenía la familia de su esposa. De todos modos advirtió:

– Podríamos estar cargando nuestras propias armas, mujer.

– No necesariamente. Geoffrey sabe cómo presionar cuando quiere. Además, si nos sentamos aquí a esperar, el asunto puede empeorar. -Uniendo la acción a la palabra, la duquesa tomó el teléfono que tenía al lado de su cama e indicó al telefonista:- Deseo llamar a Londres y hablar con Lord Selwyn -dio un número de Mayfair.

Contestaron la llamada a los veinte minutos. Cuando la duquesa de Croydon hubo explicado el propósito, su hermano, Lord Selwyn, se mostró muy frío. Desde el otro lado del dormitorio, el duque podía oír la voz profunda de su cuñado, protestando, al pasar por el teléfono.