– ¡Por Dios, hermana! Sería revolver un nido de víboras, ¿para qué hacerlo? Debo advertirte que la designación de Simón para Washington es un asunto suspendido, por ahora. Algunos en el Gabinete piensan que no es el hombre para el momento. No digo que yo esté de acuerdo, pero no es bueno ponerse anteojeras, ¿no es así?
– Si las cosas se dejan como están, ¿cuánto tardarán en tomar una decisión?
– Es difícil decirlo con seguridad, mujer. Por lo que oigo, podría tardar algunas semanas.
– No podemos esperar semanas -insistió la duquesa-. Tienes que comprender, Geoffrey, sería un error terrible no hacer un esfuerzo ahora.
– No lo entiendo -la voz que hablaba desde Londres estaba evidentemente impaciente.
El tono de ella se hizo más cortante:
– Lo que estoy pidiendo es tanto por la familia como por nosotros mismos. Espero que aceptes mi palabra.
Hubo una pausa; luego la pregunta cautelosa:
– ¿Simón está ahí contigo?
– Sí.
– ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Qué es lo que ha hecho?
– Aunque hubiera una respuesta -respondió la duquesa de Croydon-, no seré tan tonta como para dártela por un teléfono público.
Hubo un silencio otra vez, y luego la reticente aceptación:
– Bien, por lo general tú sabes lo que haces. Tengo que admitirlo.
La duquesa miró a su marido. Hizo un simple movimiento afirmativo con la cabeza, antes de preguntar a su hermano:
– ¿Debo entender que harás lo que te he pedido?
– No me gusta, hermana. Todavía no me gusta -y agregó-: Muy bien, haré lo que pueda.
Se despidieron con pocas palabras más.
Sólo hacía un momento que había puesto el auricular en su lugar, cuando llamó otra vez el teléfono. Ambos Croydon se sobresaltaron; el duque se humedeció los labios nerviosamente. Escuchó mientras su esposa respondía:
– Diga.
Una voz sin inflexiones, nasal, preguntó:
– ¿La duquesa de Croydon?
– Soy yo.
– Soy Ogilvie, el detective del hotel. -Se oyó la pesada respiración a través de la línea, y una pausa como si el que había llamado estuviera tomándose tiempo para dar la información.
La duquesa esperó. Luego, viendo que nada más se decía, preguntó con arrogancia:
– ¿Qué es lo que quiere?
– Una conversación privada. Con su esposo y con usted. -Era una respuesta llana, sin emoción ni modulación.
– Si se trata de algo del hotel, sugiero que ha cometido un error. Estamos acostumbrados a tratar con míster Trent.
– Hágalo esta vez y se arrepentirá -la voz fría e insolente tenía un tono de inconfundible seguridad. Hizo que la duquesa vacilara. Al hacerlo, vio que las manos le temblaban.
Se obligó a contestar:
– No es conveniente verlo a usted ahora.
– ¿Cuándo? -Otra vez hubo una pausa y el ruido de una respiración pesada.
Cualquier cosa que quisiera o supiera este hombre, la duquesa comprendió que era un perito en mantener una ventaja psicológica.
– Posiblemente más tarde -respondió.
– Estaré ahí dentro de una hora -era una decisión, no una consulta.
– Puede no ser…
Cortando su protesta, se oyó un clic cuando el que había llamado cortó la comunicación.
– ¿Quién era? ¿Qué quería? -El duque se aproximó, tenso. Su rostro delgado parecía más pálido que antes.
Momentáneamente, la duquesa cerró los ojos. Tenía un desesperado anhelo por sentirse aliviada de la dirección y responsabilidad de ambos; de tener alguien que asumiera el peso de la decisión. Sabía que era una esperanza vana, lo mismo que había sido siempre, desde que recordaba. Cuando se nace con un carácter más fuerte que los que te rodean, no hay escape. En su propia familia, en la que la fortaleza era una norma, los otros se volvían hacia ella instintivamente, siguiendo sus directrices y respetando su consejo. Hasta Geoffrey, con su verdadera habilidad y obstinación, siempre la escuchaba al fin, como acababa de hacerlo. Cuando volvió a la realidad, el momento había pasado. Abrió los ojos.
– Era el detective del hotel. Insistió en venir aquí dentro de una hora.
– ¡Entonces lo sabe! ¡Gran Dios, lo sabe!
– Era obvio que estaba al tanto de algo. No dijo de qué.
Sorprendentemente, el duque de Croydon se enderezó, su cabeza se irguió y los hombros se le cuadraron. Las manos se hicieron más seguras y su boca adquirió un gesto firme. Era el mismo cambio de camaleón que había exhibido la noche anterior. Dijo con tranquilidad:
– Aun ahora, podía salir mejor si yo fuera…, si admitiera…
– ¡No! ¡Absoluta y definitivamente no! -Los ojos de su mujer relampaguearon.-• Comprende una cosa: nada que puedas hacer podría mejorar la situación en lo más mínimo -hubo un silencio, luego la duquesa dijo con aire protector-: No diremos nada. Esperaremos que venga ese hombre, y descubriremos qué es lo que sabe y qué es lo que intenta hacer.
Por un momento pareció que el duque iba a discutir Luego cambió de opinión, y asintió con mansedumbre. Ajustándose la bata escarlata, se dirigió a la habitación contigua. Poco después volvió trayendo dos vasos de whisky. Cuando le ofreció uno a su esposa, ésta protestó:
– Sabes que es demasiado temprano.
– Eso no importa. Lo necesitas. -Con una solicitud muy poco usual, puso el vaso en su mano.
Sorprendida, pero vencida, ella tomó el vaso y lo bebió; el licor sin agua ni soda, quemaba, quitándole el aliento, pero un momento después la envolvía en un calor muy agradable.
9
– Bien, sea lo que fuere, no puede ser tan malo – comentó Peter.
En su escritorio, en la oficina exterior de la suite del director gerente, Christine Francis había estado ceñuda mientras leía la carta que tenía en la mano. Al oírlo, levantó los ojos para ver el rostro alegre y vigoroso de Peter McDermott, espiándola desde la puerta entreabierta.
Animándose, respondió:
– Es otro ataque. Pero después de tantos, ¿qué importa uno más?
– Me gusta ese razonamiento -Peter deslizó su alta figura por la puerta.
Christine lo miró apreciativamente:
– Parece usted muy despierto, considerando lo poco que ha debido de dormir anoche.
El sonrió:
– Esta mañana temprano tuve una sesión con su jefe. Fue como una ducha fría. ¿Ha bajado ya?
Ella negó con la cabeza, y luego miró la carta que había estado leyendo.
– Cuando venga, no le va a gustar esto.
– ¿Es un secreto?
– En realidad, no. Creo que usted se verá complicada en ello.
Peter se sentó en una silla de cuero frente al escritorio.
– ¿Recuerda usted que hace un mes, un hombre que estaba caminando por Carondelet Street fue alcanzado por una botella que cayó desde arriba? Las heridas que recibió en la cabeza fueron graves.
Peter asintió:
– ¡Una verdadera vergüenza! La botella cayó desde una de nuestras habitaciones, no cabe duda. Pero no pudimos encontrar al huésped que la tiró.
– ¿Qué tipo de hombre era el que fue golpeado?
– Un hombrecillo agradable, recuerdo, y pagamos la cuenta del hospital. Nuestros abogados escribieron una carta aclarando que era un gesto de buena voluntad, aunque sin admitir responsabilidad alguna.
– La buena voluntad no tuvo éxito. Ha demandado al hotel por diez mil dólares. Alega conmoción, daños corporales, pérdida de ingresos y dice que fuimos negligentes.
– No cobrará. Supongo que en cierta forma no es justo. Pero no tiene la menor probabilidad -dijo Peter simplemente.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Porque hay una cantidad de casos en que ha sucedido ese mismo tipo de cosas. Eso les proporciona a los abogados toda clase de precedentes a nuestro favor, que podrán citar ante un tribunal.