– A pesar de su expresión tranquila -dijo Jakubiec-, es un viejo obstinado. No quería darme nada, al principio. Dijo que pagaría la cuenta cuando terminara, y no parecía interesado cuando le dije que le ampliaríamos el plazo para pagar, si lo necesitaba.
– La gente es quisquillosa cuando se trata de dinero -dijo Christine-. Especialmente si tiene poco.
El hombre del crédito chascó la lengua con impaciencia:
– ¡Demonios…! La mayoría de nosotros anda escaso de dinero. Yo, siempre. Pero la gente, en general, piensa que ser pobre es una vergüenza, cuando si lo admitieran lisa y llanamente, muchas veces podrían ser ayudados.
Christine observó, con ciertas dudas, el cheque improvisado:
– ¿Es legal esto?
– Es legal, si tiene dinero en el Banco para cubrirlo. Puede usted extender un cheque en una hoja de música o en una cáscara de banana, si lo desea. Pero la mayor parte de la gente que tiene dinero en su cuenta, por lo menos lleva cheques impresos. Su amigo Wells dijo que no podía encontrar ninguno.
Mientras Christine le devolvía el papel, Jakubiec dijo:
– ¿Sabe usted lo que creo? Creo que es honrado y que tiene el dinero… pero sólo lo justo y que se va a encontrar en aprietos después de pagar. Lo malo es que ya debe más de la mitad de estos doscientos, y que la cuenta de la enfermera va a tragarse el resto.
– ¿Qué va a hacer?
El gerente de créditos se frotó la calva con la mano:
– Antes que nada, voy a hacer una llamada a Montreal para saber si este cheque es bueno, o si no sirve.
– ¿Y si no sirviera, Sam?
– Tendrá que marcharse, por lo menos en cuanto a mí me concierne. Por supuesto, si usted quiere decírselo a míster Trent, y él opina otra cosa… -Jakubiec se encogió de hombros-. Eso sería distinto.
Christine negó con la cabeza.
– No quiero incomodar a W. T. Pero le agradecería si usted me informara antes de hacer nada.
– Con gusto, miss Francis -el gerente de créditos saludó con la cabeza, y luego, con pasos cortos y vigorosos, continuó por el corredor.
Un momento después, Christine llamó a la puerta de la habitación 1410.
La abrió una enfermera uniformada, de mediana edad, de rostro serio y que llevaba anteojos de pesada armazón. Christine se identificó, y la enfermera respondió:
– Espere aquí, por favor. Preguntaré si míster Wells quiere verla.
Se oyeron pasos dentro, y Christine sonrió cuando oyó una voz que decía con energía:
– Por supuesto que quiero verla. No la haga esperar.
Cuando la enfermera volvió, Christine sonrió:
– Si quiere salir un momento, me puedo quedar hasta que usted vuelva.
– Bien -respondió la enfermera, titubeando y deshelándose un poco.
La voz, desde dentro, dijo:
– Hágalo. Miss Francis sabe lo que tiene que hacer. Si no hubiera sido así, me hubiera muerto anoche.
– Bien -respondió la enfermera-, sólo estaré ausente diez minutos, y si me necesita, por favor, llámeme a la cafetería.
Albert Wells se inclinó cuando entró Christine. El hombrecito estaba reclinado en una pila de almohadas. Su apariencia (aun cuando su cuerpo flaco estaba cubierto ahora por un camisón pasado de moda pero limpio) producía la impresión de un gorrión, pero hoy, era la de un gorrión gallardo, en contraste con la desesperante fragilidad de la noche anterior. Todavía estaba pálido, pero había desaparecido el color ceniza. Su respiración, si bien a veces silbaba, era regular,,y no parecía forzada.
– Ha sido muy buena en venir a verme, miss.
– No es cuestión de bondad -replicó Christine-. Quería saber cómo se encontraba.
– Gracias a usted, mucho mejor. -Hizo un gesto hacia la puerta, cuando se cerró tras la enfermera.- Pero ésa, es un dragón.
– Es, probablemente, buena para usted. -Christine inspeccionó la habitación con gesto de aprobación. Todo en ella, incluyendo las pertenencias personales del viejo, estaba arreglado con prolijidad. Una bandeja con medicamentos diestramente dispuesta a un lado de la cama. El cilindro de oxígeno que habían utilizado la noche anterior, aún estaba en su lugar, pero la máscara improvisada había sido reemplazada por una más profesional.
– Oh, conoce bien su trabajo -admitió Albert Wells-, pero para otra vez, me gustaría tener una más bonita.
Christine se sonrió:
– Veo que se siente mejor. -Se preguntó si debía decir algo de lo que había hablado con Sam Jakubiec, y decidió que no. En cambio preguntó:- ¿Usted dijo anoche que comenzó a tener esos ataques siendo minero?
– De bronquitis. Sí, es verdad.
– ¿Fue usted minero mucho tiempo, míster Wells?
– Más años de los que quiero recordar, miss. Sin embargo, siempre hay cosas que nos obligan a recordar: la bronquitis es una, luego esto. -Estiró las manos con las palmas hacia arriba, y la muchacha vio que estaban anudadas y gruesas del trabajo manual de muchos años.
Impulsivamente, estiró las suyas para tocárselas:
– Supongo que es algo de lo que puede sentirse orgulloso. Me gustaría saber qué hacía usted.
El negó con la cabeza:
– Quizás alguna vez, cuando usted tenga muchas horas y paciencia. En su mayor parte, sin embargo, son cuentos de viejo, y los viejos se ponen pesados a veces, si se les da la oportunidad.
Christine se sentó en una silla, al lado de la cama.
– Tengo paciencia, y no creo aburrirme.
El viejo rió.
– Hay algunas personas en Montreal que discutirían eso.
– Muchas veces he pensado en Montreal. No he estado nunca allí.
– Es un lugar muy confuso: en algunos aspectos se parece mucho a Nueva Orleáns.
– ¿Es por eso por lo que viene usted aquí todos los años?
¿Porque se le parece? -preguntó Christine con curiosidad.
El hombrecito consideró la pregunta, sus huesudos hombros hundidos en la pila de almohadas:
– Nunca he pensado en ello, miss… ni de una forma ni de otra. Creo que vengo aquí porque me gustan las cosas a la antigua, y no hay muchos lugares donde encontrarlas. Sucede lo mismo con este hotel. Está un poco empalidecido en algunos aspectos, usted lo sabe. Pero en general, es hogareño. Quiero decir, de la mejor manera. Detesto las cadenas de hoteles. Todos son lo mismo: acicalados y pulidos, y cuando se vive en ellos es como vivir en una fábrica.
Christine vaciló, comprendiendo entonces que los sucesos del día habían dispersado lo que antes era un secreto, y le dijo:
– Tengo que darle una noticia que no le gustará. Temo que el «St. Gregory» sea parte de una cadena dentro de poco.
– Si sucede, lo lamentaré -contestó Wells-. Además, creo que ustedes están preocupados con problemas de dinero.
– ¿Cómo sabe eso?
El viejo rumió:
– Las dos últimas veces que me alojé me di cuenta de que aquí las cosas se ponían difíciles. ¿Qué sucede ahora, apuros con un Banco? ¿La hipoteca que vence? ¿O algo parecido?
Había aspectos sorprendentes en este minero retirado, pensó Christine, incluyendo un instinto de la verdad. Respondió sonriendo:
– Probablemente ya he hablado de más. De lo que se enterará con seguridad, es de que míster Curtis O'Keefe ha llegado esta mañana.
– ¡Oh, no! ¡Precisamente él! -El rostro de Albert Wells reflejaba una verdadera preocupación.- Si ése mete las manos en este lugar, hará una copia de todos los otros. Será una fábrica, como le dije. Este hotel necesita cambios, pero no de ese tipo.
Christine le preguntó intrigada:
– ¿Qué tipo de cambios, míster Wells?
– Un buen hotelero podría decirle eso, mejor que yo, aunque tengo algunas ideas. Sé una cosa, miss, como siempre, el público es muy dado a las novedades. En este momento quiere el pulimento del cromo y la uniformidad. Pero a su tiempo se cansarán y querrán volver a las cosas antiguas, con su verdadera hospitalidad, y un poco de carácter y de atmósfera; algo que no sea precisamente lo que encontraron en otras cincuenta ciudades, y que encontrarán en cincuenta más. El único problema es que, para cuando se den cuenta de ello, la mayor parte de los lugares buenos, incluyendo éste, quizás habrán desaparecido. -Se interrumpió y luego preguntó:- ¿Cuándo lo deciden?