– En realidad no lo sé -respondió Christine. La profundidad de sentimientos del hombrecito la dejó perpleja-. Sólo que no creo que míster O'Keefe permanezca aquí mucho tiempo.
Albert Wells asintió.
– No se queda mucho tiempo en ninguna parte, por lo que sé. Trabaja de prisa cuando se propone hacer algo. Bien, sigo diciendo que es una pena, y si así sucede, aquí tiene a una persona que no volverá.
– Lo echaremos de menos, míster Wells. Por lo menos yo… suponiendo que sobreviva a los cambios.
– Sobrevivirá, y estará donde quiere estar, miss. Pero si algún hombre joven tiene bastante sentido común, no será trabajando en ningún hotel.
Rió sin responder, y hablaron de otras cosas hasta que, precedida por un breve golpe en stacatto, reapareció la enfermera. Dijo muy cortés:
– Gracias, miss Francis -luego, mirando detenidamente su reloj-: Es hora de que mi paciente tome su medicina y descanse.
– De todos modos tengo que irme. Volveré a verlo mañana, míster Wells, si me lo permite.
– Me gustaría que lo hiciera.
Cuando ella se marchaba, él le hizo un guiño.
Una nota sobre el escritorio de su despacho, solicitaba a Christine que llamara a Sam Jakubiec. Lo hizo, y el gerente de créditos respondió:
– Pensé que le gustaría saberlo. Llamé al Banco de Montreal. Aparentemente, su amigo es una persona de bien.
– Es una buena noticia, Sam. ¿Qué le dijeron?
– Bien, en cierta forma fue extraño. No quisieron decirme nada sobre la calificación de crédito… como en general hacen los Bancos. Sólo me dijeron que presente el cheque para ser cobrado. Les dije la cantidad; no parecieron preocuparse. De manera que creo que tiene el dinero.
– Me alegro -dijo Christine.
– Yo también me alegro, aunque vigilaré la cuenta de la habitación para que no crezca demasiado.
– Es usted un gran cancerbero, Sam -rió-, y gracias por llamarme.
10
Curtis O'Keefe y Dodo se habían instalado cómodamente en sus apartamentos intercomunicados. Dodo deshacía las maletas de ambos, como le gustaba hacerlo. Ahora, en la más grande de la dos salas, el hotelero estaba analizando un informe financiero, uno de los muchos que había en una carpeta azul que decía: «Confidencial. Estudio preliminar del "St. Gregory"'.»
Dodo, después de una cuidadosa inspección de la magnífica canasta de frutas que Peter McDermott había ordenado entregar en la suite, seleccionó una manzana, y estaba cortándola cuando sonó por dos veces el teléfono que había próximo al codo de O'Keefe.
La primera llamada era de Warren Trent: una cortés bienvenida, preguntándole si había encontrado todo en orden. Después de una cordial respuesta afirmativa:
– No podría ser mejor, mi estimado Warren, ni siquiera en uno de los hoteles O'Keefe… -Curtis O'Keefe aceptó una invitación a comer en privado esa noche, conjuntamente con Dodo, que le hiciera el propietario del «St. Gregory».
– Estaremos realmente encantados -afirmó el hotelero-, y déjeme decirle que admiro su hotel.
– Eso -dijo secamente Warren Trent en el teléfono-, es lo que temo.
O'Keefe soltó una carcajada:
– Hablaremos esta noche, Warren. Un poco de negocios, si es necesario, pero en realidad espero tener una conversación con un gran hotelero.
Cuando colocó de nuevo el auricular en su lugar, Dodo, con el ceño fruncido, le preguntó:
– Si en realidad es un hotelero tan importante, ¿por qué te lo vende?
Respondió con seriedad, como siempre, aun sabiendo por adelantado que ella no lo comprendería:
– Principalmente, porque hemos entrado en otra época, y él no lo sabe. En estos tiempos no es suficiente ser buen hotelero; también hay que ser buen contador.
– Vaya -dijo Dodo-. Estas manzanas son realmente grandes.
Una segunda llamada era desde una cabina telefónica instalada en el vestíbulo del hoteclass="underline"
– Hola, Odgen -dijo Curtis O'Keefe, cuando el que llamaba se identificó-, en este momento estoy leyendo su informe.
En el vestíbulo, once pisos más abajo, un hombre calvo y cetrino, que tenía aspecto de contador (entre otras cosas), hizo un gesto afirmativo a un joven compañero que esperaba fuera de la cabina telefónica. El que llamaba, cuyo nombre era Odgen Bailey, de Long Island, se había instalado en el hotel hacía quince días bajo el nombre de Richard Fountain, de Miami. Con su característica cautela había evitado utilizar el teléfono del hotel, o llamar desde su propia habitación en el piso cuarto. Ahora, en términos precisos y rápidos, dijo:
– Hay algunos puntos que me gustaría ampliar, míster O'Keefe, y alguna información posterior que creo que usted necesitará.
– Muy bien. Déme quince minutos, luego venga a verme.
Cortando la comunicación, Curtis O'Keefe dijo, divertido, a Dodo:
– Me alegra que te guste la fruta. Si no fuera por ti, suprimiría todos estos festivales fruteros.
– Bien, no es que me gusten tanto -los grandes e infantiles ojos azules se volvieron hacia él-, pero nunca las comes, y parece espantoso desperdiciarlas.
– Muy pocas cosas se desperdician en un hotel -le aseguró-. Dejes lo que dejes, alguien lo cogerá… probablemente por la puerta de atrás.
– A mamá le gusta mucho la fruta. -Dodo escogió un racimo de uvas.- Se volvería loca con una canasta como ésta.
O'Keefe había levantado una hoja con el balance. Ahora volvió a dejarla:
– ¿Por qué no le envías una?
– ¿Quieres decir, ahora?
– Por supuesto -levantando el teléfono una vez más, pidió que le comunicaran con el florista del hotel-. Soy míster O'Keefe. Entiendo que usted envió frutas a mi suitte.
La voz de una mujer respondió preocupada:
– Sí, señor. ¿Hay algo mal?
– Nada en absoluto. Pero me gustaría que ordenara por telégrafo, a Akron, Ohio, que entregaran una canasta idéntica y que la carguen a mi cuenta. Un momento… -le tendió el teléfono a Dodo-, dale la dirección y un mensaje para tu madre.
Cuando terminó, impulsivamente ella lo abrazó:
– Curtis, ¡eres el hombre más encantador!
El se sintió complacido con el genuino gozo de ella. Era extraño, reflexionó, que mientras Dodo se había mostrado tan dispuesta a aceptar los regalos costosos, como cualquiera de las predecesoras, eran las cosas pequeñas como ésta las que parecían darle mayor placer.
Terminó de leer los papeles de la carpeta, y a los quince minutos exactos, se oyeron unos golpecitos en la puerta, que contestó Dodo. Entraron dos hombres, ambos con carteras… Odgen Bailey, el que había telefoneado, y su segundo, Sean Hall, quien había estado con él, en el vestíbulo de entrada. Era una edición más joven de su superior, y dentro de diez años, pensó O'Keefe, probablemente tendría la misma expresión cetrina, concentrada, que sin duda provendría de escudriñar balances y de escrutar estimaciones financieras eternamente.
El hotelero saludó a ambos hombres con cordialidad. Odgen Bailey, alias Richard Fountain en este momento, era una experimentada figura clave en la organización de O'Keefe. Además de tener las cualidades usuales de un contador, poseía una extraordinaria habilidad para entrar en cualquier hotel, y después de estar una o dos semanas observando con toda discreción, generalmente ignorado por el gerente del hotel, producía un análisis financiero que más tarde resultaría muy parecido a las cifras del propio dueño del hotel. Hall, a quien Bailey mismo había descubierto y entrenado, prometía el desarrollo del mismo tipo de talento.