Ambos hombres declinaron cortésmente el ofrecimiento de una copa, como O'Keefe sabía que harían. Se sentaron frente a él, sin abrir sus carteras, como si supieran que, primero, debían llenarse otras formalidades. Dodo, en el otro extremo de la habitación, había vuelto su atención a la canasta de fruta y estaba pelando una banana.
– Me alegra que hayan podido venir, caballeros -informó Curtis O'Keefe, como si esta reunión no se hubiera proyectado con semanas de anticipación-. Quizás antes de comenzar con nuestros asuntos, sería conveniente que impetráramos la protección del Todopoderoso.
Mientras hablaba, con la facilidad que da una larga práctica, el hotelero se puso de rodillas, uniendo sus manos devotamente. Con expresión que lindaba en la resignación, como si hubiera pasado por esta situación muchas veces antes, Odgen Bailey lo imitó en seguida, y después de un momento de vacilación, el joven Hall se puso en la misma postura. O'Keefe miró hacia Dodo, que estaba comiendo la banana.
– Querida -dijo con calma-, vamos a pedir una bendición para nuestras intenciones.
Dodo dejó la banana.
– Bien -respondió, deslizándose desde la silla-, ya estoy en tu canal.
Hubo una época, meses atrás, en que las frecuentes sesiones de oraciones de su benefactor, a menudo en momentos poco oportunos, habían perturbado a Dodo por razones que nunca comprendió del todo. Pero, finalmente, como era su modo de ser, se había adaptado a ellas, y ya no le molestaban.
– Después de todo -le había confesado a una amiga-, Curtis es generoso, y supongo que si me he puesto de espaldas para él, lo mismo puedo ponerme de rodillas.
– Dios Todopoderoso -entonó Curtis O'Keefe, con los ojos cerrados y el leonino rostro sereno, con sus mejillas sonrosadas-, concédenos, si es tu voluntad, éxito en lo que estamos por hacer. Te pedimos tu bendición y tu protección activa para adquirir este hotel, llamado en honor a ti, «St. Gregory». Te rogamos devotamente que podamos añadirlo a los que ya están en lista, en nuestra organización, para tu causa y en tu nombre, por este devoto siervo que te habla -aun tratando con Dios, Curtis O'Keefe iba directamente al grano.
Continuó con la cara levantada; las palabras surgían como el solemne fluir de un río.
– Aún más, si es tu voluntad y rogamos porque lo sea, te pedimos que se haga con rapidez y economía, para que los tesoros que nosotros, tus siervos, poseemos, no se desperdicien de manera indebida, sino que se reserven para otros usos. También invocamos tus bendiciones ¡oh, Dios!, para aquellos que negociarán contra nosotros, en defensa de este hotel, pidiendo que sean influidos sólo de acuerdo con tu espíritu, y que Tú les des discreción y cordura en todo lo que hagan. Por fin, Señor, ayúdanos siempre, da prosperidad a nuestra causa mejorando nuestros trabajos, para que a nuestra vez podamos dedicarnos a ellos para Tu mayor gloria. Amén. Ahora, señores, ¿cuánto tendré que pagar por este hotel?
O'Keefe, de un salto, estaba de nuevo en el sillón. Pasaron uno o dos segundos, sin embargo, antes de que los otros comprendieran que la última frase no era parte de la oración, sino el comienzo de la sesión de negocios. Bailey fue el primero en recobrarse, y enderezándose de sus rodillas al asiento, sacó el contenido de la cartera. Hall, con una mirada de asombro, se recobró de prisa para unirse a él.
Odgen Bailey comenzó con mucho respeto:
– No hablaré del precio, míster O'Keefe. Como siempre, por supuesto, usted tendrá esa decisión. Pero no cabe duda de que sin la hipoteca de dos millones que hay que pagar el viernes, sería el negocio mucho más fácil, por lo menos para nosotros.
– ¿Entonces no ha habido cambio en eso? ¿No hay noticias de renovación ni de que nadie se haga cargo de ella?
Bailey movió negativamente la cabeza.
– He pulsado algunas buenas fuentes aquí, y me aseguran que no. Nadie de la comunidad financiera lo hará, sobre todo por las pérdidas del hotel, ya le di una estimación de ellas, además de la mala administración, que es bien conocida.
O'Keefe afirmó pensativamente, y luego abrió el cuaderno que había estado estudiando. Escogió una sola página, escrita a máquina.
– Es usted muy optimista en su idea sobre ganancias potenciales. -Sus ojos brillantes y astutos se encontraron con los de Bailey.
El contador se sonrió apenas y con dureza:
– No soy propenso a fantasías extravagantes, como usted sabe. No hay la menor duda de que se podría establecer una situación de beneficios reales, y rápidos, con una renovación de recursos y revisando los existentes. El factor clave es la administración. Es increíblemente mala -señaló el joven-; Sean ha estado trabajando en ese sentido.
Con un matiz de propia importancia, y hojeando las notas, Hall comenzó:
– No hay una cadena efectiva de autoridad, con el resultado de que los jefes de departamento tienen, en algunos casos, atribuciones extraordinarias. Un ejemplo del caso, es la compra de alimentos, donde…
– Un momento.
Ante la interrupción de su jefe, Hall se calló al instante.
Curtis O'Keefe dijo con firmeza:
– No es necesario darme todos los detalles. Espero que ustedes, caballeros, se ocupen de eso cuando sea necesario. Lo que quiero en esta reunión, es un panorama general. -A pesar de la relativa gentileza de la censura, Hall se sonrojó, y desde el otro extremo de la habitación, Dodo le disparó una mirada de comprensión.
– Entiendo-dijo O'Keefe- que además de la debilidad de la administración, hay una buena cantidad de hurtos del personal, que absorben los ingresos.
El contador joven asintió con énfasis:
– Mucho, señor, sobre todo en alimentos y bebidas. -Estaba por describir sus estudios bajo mano en los distintos bares y salones, pero se contuvo. Podría ocuparse de eso más adelante, después de consumarse la compra y cuando la «tripulación de naufragio» entrara en escena.
En su breve experiencia, Sean Hall sabía que el procedimiento para adquirir un nuevo eslabón en la cadena de hoteles «O'Keefe» seguía invariablemente el patrón establecido. Primero, muchas semanas antes de cualquier negociación, un «equipo-espía», en general encabezado por Odgen Bailey, se trasladaba al hotel, registrándose sus integrantes como huéspedes normales. A fuerza de una astuta y sistemática observación, complementada a veces con sobornos, el equipo compilaba un estudio financiero y de funcionamiento, estableciendo las debilidades y estimando la fuerza potencial oculta. Cuando era apropiado, como en el presente caso, se hacían preguntas discretas fuera del hotel, entre la comunidad comercial de la ciudad. La magia del nombre de O'Keefe, más la posibilidad de futuras negociaciones con la cadena de hoteles más grande de la nación, era, por lo general, suficiente para lograr cualquier información que se buscara. Sean Hall había aprendido hacía mucho tiempo que la lealtad estaba en segundo término con referencia al propio interés práctico, en los círculos financieros.
Luego, con este conocimiento acumulado, Curtis O'Keefe dirigía las negociaciones, que casi siempre tenían éxito. Entonces era cuando entraba en acción la «tripulación de naufragio».
La «tripulación de naufragio», dirigida por uno de los vicepresidentes de los «Hoteles O'Keefe», era un grupo de expertos en administración, de mente inflexible y de trabajo rápido. Podían y lograban convertir cualquier hotel al patrón típico O'Keefe en muy poco tiempo. Los primeros cambios que realizaba la «tripulación de naufragio» afectaban al personal y a la administración; las medidas más importantes que involucraban reconstrucción e instalaciones materiales, vendrían después. Pero sobre todo, la tripulación trabajaba sonriente, asegurando a todos los interesados que no habría innovaciones graves, aunque las hubiera. Como lo expresó un miembro del equipo: «Cuando entramos nosotros, lo primero que decimos es que no se prevén cambios para el personal. Luego, comenzamos a despedir gente.»