La duquesa de Croydon, con tres siglos y medio de innata arrogancia detrás de ella, no se rindió fácilmente. Poniéndose de pie, con el rostro airado, y los ojos gris-verdoso relampagueantes, enfrentó la vulgaridad del detective del hotel. Su tono hubiera abrumado a cualquiera que la conociera bien.
– ¡Usted, incalificable tunante! ¡Cómo se atreve!
Hasta la confianza que Ogilvie tenía en sí mismo se tambaleó por un instante. Pero fue el duque de Croydon quien intervino.
– No puedo, mujer. Tengo miedo. Hicimos lo posible. -Y encarándose a Ogilvie, continuó:- Su acusación es cierta. Yo tengo la culpa. Conducía el coche y maté a la niñita.
– Eso está mejor -dijo Ogilvie. Encendió el cigarro-. Ahora nos vamos a entender.
Cansada, con un gesto de entrega, la duquesa de Croydon se dejó caer en una silla. Apretándose las manos para ocultar su temblor, preguntó:
– ¿Qué es lo que usted sabe?
– Bien, veamos, se lo diré. -El detective del hotel procedió con calma, echando una nube de humo azul, con los burlones ojos fijos en la duquesa, como desafiando su objeción. Pero ella no hizo comentario alguno, sólo plegó la nariz con disgusto.
Ogilvie se dirigió al duque:
– Anoche, temprano, usted fue a casa «Lindy», en Irish Bayou. Usted conducía su hermoso «Jaguar», y llevaba a una amiga. Creo que así la llamaría usted si no se siente demasiado exigente.
Como Ogilvie miró sonriendo a la duquesa, el duque le dijo en tono cortante:
– ¡Haga el favor de continuar!
– Bien -la melosa cara del gordo se echó hacia atrás-•. Me dijeron que usted ganó cien dólares con los naipes, y que luego los dejó en el bar. Ya se había metido en otros cien, en buena compañía cuando su esposa llegó en un taxi.
– ¿Cómo sabe usted todo eso?
– Se lo diré, duque: he estado en esta ciudad y en este hotel mucho tiempo. Tengo amigos en todas partes. Los ayudo; ellos hacen lo mismo conmigo informándome de qué es lo que da dinero y dónde. Hay pocas cosas fuera de lo normal que hagan los huéspedes de este hotel que yo no sepa. La mayoría de ellos nunca se enteran de lo que yo sé, ni siquiera me conocen. Creen que tienen sus pequeños secretos seguros, así es… excepto en un caso como éste.
– Ya veo -dijo el duque con frialdad.
– Quisiera saber una cosa. Soy curioso por naturaleza, señora. ¿Cómo se imaginó dónde estaba el duque?
– Usted sabe tantas cosas -respondió la duquesa-, que una más no importa. Mi marido tiene la costumbre de hacer apuntes mientras habla por teléfono. Y con frecuencia se olvida de destruirlos.
El detective del hotel chascó la lengua desaprobando.
– Una negligencia como ésa, duque, mire en el lío que lo ha metido. Bien, esto es lo que imagino en cuanto al resto: usted y su esposa salieron para volver al hotel, usted conducía si bien hubiera sido mejor, dadas las consecuencias, que hubiera sido ella la que condujera el coche.
– Mi esposa no sabe conducir.
Ogilvie asintió comprendiendo.
– Eso explica una cosa. De todos modos entiendo que usted estaba bebido, pero bien…
– ¡Eso usted no lo sabe\-interrumpió la duquesa-. ¡Usted no tiene segundad de nada! No puede probarlo…
– Señora, puedo probar todo lo que necesite.
– ¡Mejor es que lo dejes terminar, mujer! -dijo el duque, cauteloso.
– Tiene razón -respondió Ogilvie-. Termine de escuchar. Anoche los vi entrar por el sótano para no hacerlo por el vestíbulo principal. Además, parecían bastante nerviosos los dos. Yo acababa de llegar, y me pregunté por qué sería. Como les advertí, soy curioso por naturaleza.
– Continúe -dijo la duquesa, en un susurro.
– Anoche, tarde, se corrió la voz de que alguien había atropellado a unas personas y había huido. Fui inmediatamente al garaje e inspeccioné detenidamente el coche de ustedes. Tal vez no lo sepan… Estaba retirado, en una esquina, detrás de un pilar donde la gente al pasar no lo ve.
El duque humedeció sus labios.
– Supongo que eso ya no importa.
– Podría ser que fuera interesante -concedió Ogilvie-. De cualquier manera eso me hizo efectuar algunas exploraciones… allá en el Departamento de Policía, donde también me conocen. -Se detuvo para encender el cigarro mientras sus oyentes permanecían silenciosos. Cuando la punta del cigarro estuvo encendida, la miró y continuó.- Hay allí tres cosas para empezar. Tienen el aro de uno de los faros que debe de haberse caído cuando chocaron con la mujer y la niña. Tienen, también, algunos vidrios del faro, y examinando la ropa de la niña, creo que podrán obtener una pista.
– ¿Una qué?
– Si usted frota un género contra algo duro, duquesa, especialmente si es pulido como el guardabarros de un coche, dejará una marca lo mismo que una impresión digital. El laboratorio de la Policía lo identificará como hacen con las impresiones digitales… lo espolvorean y aparece.
– Eso es muy interesante -dijo el duque, como si hablara de algo que no estuviera relacionado con él-. No lo sabía.
– No son muchos los que lo saben. En este caso, sin embargo, no creo que signifique gran diferencia. Usted tiene en su coche un faro roto, y el aro ha desaparecido. No cabe duda de que todo coincide aun sin el resultado del laboratorio y la sangre. ¡Ah, sí…! Debí decirles eso. Hay bastante sangre, si bien no se ve demasiado en la pintura negra.
– ¡Oh, Dios mío! -Llevándose las manos al rostro, la duquesa se volvió.
– ¿Qué se propone hacer? -preguntó el marido.
El gordo se frotó las manos, mirando sus dedos gruesos y carnosos.
– Como dije, vine a conocer su versión.
– ¿Qué puedo decirle? Usted sabe lo que pasó -dijo el duque con desesperación e hizo un esfuerzo para enderezarse, pero sin éxito-. Es mejor que llame a la Policía y acabemos de una vez.
– Bien, no hay necesidad de apresurarse -la incongruente voz de falsete adquirió un tono musical-. Lo hecho, hecho está. La precipitación no traerá de nuevo a la vida ni a la madre ni a la niña. Además, lo que le harán en la Policía no va a gustarle, duque. No, señor, no va a gustarle nada.
Los otros dos levantaron con lentitud los ojos.
– Esperaba que ustedes -añadió Ogilvie-, sugirieran algo.
– No comprendo -respondió el duque, inseguro.
– Yo sí -interrumpió la duquesa de Croydon-. Usted quiere dinero, ¿no es así? Ha venido aquí para chantajearnos.
Si esperaba que sus palabras resultaran un impacto, no tuvo éxito. El detective del hotel se encogió de hombros.
– No me importa el nombre que le dé, señora. Sólo he venido para ayudarlos en esta dificultad. Pero también tengo que vivir.
– ¿Aceptaría dinero para guardar silencio sobre lo que sabe?
– Creo que sí.
– Pero, por lo que usted dice -señaló la duquesa, recobrando por un momento su porte-. no serviría de nada. Descubrirán el automóvil de cualquier modo.
– Imagino que tendrá que correr ese riesgo. Pero hay algunas razones por las cuales eso podría no suceder. Algo que aún no les he dicho.
– Por favor, dígalo ahora.
– Todavía no lo he resuelto yo mismo del todo -respondió Ogilvie-. Pero cuando ustedes atrepellaron a la niña no venían hacia la ciudad, sino que se alejaban de ella.