– Equivocamos la ruta -dijo la duquesa-. En alguna forma nos mareamos. Es fácil en Nueva Orleáns, con las calles tan llenas de vueltas. Después, utilizando los caminos laterales, retrocedimos.
– Pensé que podía haber sido algo así -asintió comprensivo Ogilvie-. Pero la Policía no lo ha imaginado de esa manera. Están buscando a alguien que se alejaba. Es por eso por lo que ahora mismo están trabajando en los suburbios y en las poblaciones cercanas. Puede ser que inspeccionen el centro, pero todavía no.
– ¿Cuánto tardarán en hacerlo?
– Tal vez tres o cuatro días. Tienen muchos lugares donde buscar primero.
– ¿Cómo podría ayudarnos eso, la demora?
– Es posible, siempre que nadie se tope con el coche… y en vista de donde está colocado, podrían tener suerte. Y si lo pueden sacar…
– ¿Quiere decir fuera del Estado?
– Quiero decir fuera del Sur.
– ¡Eso no será fácil!
– No, señora. Todos los Estados… Texas, Arkansas, Mississippi, Alabama, y el resto estarán buscando un coche con las averías que tiene el suyo.
– ¿No hay posibilidad de repararlo primero? Si el trabajo se hiciera con discreción, pagaríamos bien.
El detective del hotel negó enfáticamente con la cabeza.
– Si hace eso, lo mismo podría ir sin más rodeos a la Policía para entregarse. Se ha ordenado a todos los talleres de reparación de Luisiana llamar a la Policía en el momento en que se presente un coche para un arreglo similar al que necesita el de ustedes: no tienen más remedio que hacerlo. Ustedes están ofuscados.
La duquesa de Croydon mantuvo con firmeza las riendas de su pensamiento. Sabía que era esencial que su mente permaneciera serena para razonar. En los últimos minutos, la conversación se había hecho tan indiferente como si se estuviera discutiendo algún asunto doméstico de poca importancia y no la supervivencia misma. Tenía la intención de mantener la conversación en esa forma. Una vez más, sintió el papel de liderazgo que le había tocado en suerte, su marido era ahora un espectador tenso pero pasivo del intercambio entre el perverso gordo y ella. No importaba. Lo que era inevitable había que aceptarlo. Lo importante era considerar todas las eventualidades. Se le ocurrió una idea.
– ¿Cómo se llama la pieza del coche que tiene la Policía?
– El aro de un faro.
– ¿Podría ser una pista?
Ogilvie asintió.
– Con eso pueden descubrir qué clase de coche es: marca, modelo, quizás el año, o por lo menos muy aproximado. Lo mismo ocurre con los vidrios. Pero como su automóvil es extranjero, posiblemente tarden algunos días más.
– Pero después de eso -persistió la duquesa-, la Policía sabrá que buscan un «Jaguar».
– Creo que sí.
Hoy es martes. Por todo lo que había dicho aquel hombre, tendrían hasta el viernes o sábado en el mejor de los casos. En calculada frialdad la duquesa razonó: la situación se reducía a un punto esencial. Suponiendo que se comprara al hombre del hotel, su única oportunidad, y muy débil, residía en sacar el coche en seguida. Si se pudiera llevar hacia el Norte, a una de las grandes ciudades donde la tragedia e investigación de Nueva Orleáns fueran desconocidas, se podrían hacer las reparaciones de prisa. Entonces, aun si las sospechas recaían luego en los Croydon, nada se podría probar. ¿Pero cómo sacar el coche?
Era indudable que lo que decía el detective era verdad: así como Luisiana, los otros Estados por los cuales tendría que pasar estarían alerta y vigilantes. Todas las patrullas de las carreteras buscarían un faro maltrecho, sin aro. Con seguridad habría caminos bloqueados. Sería difícil no caer víctima de algún policía avispado.
Pero quizá pudiera lograrse si fuera conducido de noche y ocultado durante el día. Había muchos lugares para salir de las carreteras y pasar inadvertido. Sería peligroso, pero no más que esperar aquí a que con seguridad los detuvieran. Hay caminos poco transitados. Podrían elegir uno de ellos para evitar llamar la atención.
Pero habría otras complicaciones… y ahora era el momento de considerarlas. Viajar por caminos secundarios sería difícil si no se conocía el terreno. Los Croydon no lo conocían. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a utilizar mapas. Y cuando se detuvieran para repostar, como se verían obligados a hacer, la manera de hablar y sus modales los traicionarían, haciéndolos notorios. Y, sin embargo, éstos eran riesgos que tendrían que correr.
¿Tendrían…?
La duquesa miró de frente a Ogilvie.
– ¿Cuánto quiere usted?
El exabrupto lo cogió de sorpresa.
– Bien… me imagino que ustedes tienen bastante dinero.
– He preguntado cuánto -interrumpió ella con frialdad.
Los ojos de cerdo pestañearon.
– Diez mil dólares.
Si bien era el doble de lo que había esperado, la expresión de ella no cambió.
– Suponiendo que pagáramos esa absurda suma, ¿qué recibiríamos a cambio?
El gordo pareció perplejo.
– Como le dije, no diré nada de lo que sé.
– ¿Y la alternativa?
Se encogió de hombros.
Bajaré al vestíbulo y cogeré el teléfono.
– No -la expresión era inequívoca-. No le pagaremos.
Mientras el duque de Croydon se movía incómodo, la voluminosa cara del detective del hotel enrojeció:
– Escuche, señora…
– No escucharé -lo interrumpió perentoriamente-. En cambio será usted el que me escuche a mí. -Los ojos de él estaban fijos en su rostro, los hermosos rasgos y los pómulos altos con la más imperiosa expresión.- No lograríamos nada pagándole a usted excepto algunos días de tregua. Usted lo ha dicho muy claramente.
– Es un riesgo que tiene…
– ¡Silencio! -Su voz era un latigazo. Sus ojos penetraban los del gordo. Tragando saliva, ceñudo, aguardó.
La duquesa de Croydon sabía que lo que vendría podría ser lo más importante que jamás hubiera hecho. No podía cometer una equivocación, ni vacilar, ni regatear por estrechez de criterio. Cuando se jugaban las cosas más importantes, había que hacer las apuestas más altas. Intentaba apostar sobre la codicia del gordo. Debía hacerlo en tal forma que asegurara el resultado más allá de toda duda.
– No le pagaremos diez mil dólares -declaró con decisión-. Le pagaremos veinticinco mil.
Los ojos del detective se le salían de las órbitas.
– A cambio de eso -continuó en la misma forma-, usted conducirá el coche hacia el Norte.
Ogilvie continuaba mirando.
– Veinticinco mil dólares -repitió la duquesa-. Diez mil ahora y quince mil cuando se encuentre con nosotros en Chicago.
Aún sin hablar, el gordo se chupó los labios. Sus ojos como cuentas, incrédulos, fijos en ella. El silencio se mantuvo.
Luego, mientras la duquesa lo miraba con intensidad, él hizo un leve gesto de asentimiento.
El silencio continuaba. Al fin Ogilvie habló:
– ¿Le molesta el cigarro, duquesa?
Como ella asintiera, lo apagó.
12
– Es una cosa extraña. -Christine bajó la gran minuta multicolor.- Tengo la sensación de que esta semana va a suceder algo trascendental.
Peter McDermott sonrió a través de la mesa, alumbrada por un candelabro, la platería y mantelería reluciente.
– Quizá ya haya sucedido.
– No, por lo menos en la forma a que usted se refiere. Es una cosa incómoda, quisiera poder quitármela.
– La comida y el vino obran maravillas.
Ella rió, respondiendo a su estado de ánimo, y cerró la minuta.
– Pida usted para los dos.
Estaban en el «Restaurante deBrennan», en el French Quarter. Una hora antes, conduciendo un automóvil que había alquilado en el mostrador de la agencia «Hertz», en el vestíbulo principal del «St. Gregory», Peter había recogido a Christine en su apartamento. Estacionaron el coche en Iberville, al entrar en el Quarter, y caminaron a lo largo de Royal Street, deteniéndose en los escaparates de las casas de antigüedades, con su extraña mezcla de objets d'art, un bric-a-brac de cosas importadas y de armas de los Confederados… cualquier espada de esta caja, diez dólares. Era una noche cálida y sofocante, con los ruidos de Nueva Orleáns rodeándolos: un profundo gruñido de los ómnibus en las calles estrechas, el clop-clop y cascabel de un fiacre, y la melancólica sirena de un carguero que se alejaba por el Mississippi.