– Creo que es una historia maravillosa -Christine oía embelesada-. ¿Por qué no volvió a verlo?
– Murió. Traté de verlo muchas veces, pero nunca coincidimos. Luego, hace como un año, recibí una llamada telefónica de un abogado; aparentemente Herb no tenía familia. Fui al funeral. Y encontré que allí estaban ocho personas a quienes él había ayudado en la misma forma que a mí. Lo curioso es que, con todas sus jactancias, nunca habló a ninguno acerca de los otros.
– Creo que podría llorar -dijo Christine.
El asintió.
– Ya lo sé. Yo sentí lo mismo entonces. Supongo que eso me habrá enseñado algo, todavía no sé bien qué. Tal vez sea que algunas personas levantan grandes barreras, aunque siempre están deseando que el otro las abata, y si uno no lo logra no se los llega a conocer.
Christine se mantuvo callada mientras tomaban café (de común acuerdo ambos habían suprimido el postre). Por último preguntó:
– ¿Acaso alguno de nosotros sabe lo que queremos nosotros mismos?
Peter lo consideró.
– Supongo que no del todo. Sin embargo, yo sé qué es lo que quiero conseguir… o por lo menos algo parecido. -Hizo una seña al camarero para que trajera la cuenta.
– Dígamelo.
– Haré algo mejor, se lo mostraré.
Ya fuera del «Brennan» se detuvieron, tratando de adaptarse del fresco interior, al aire cálido de la noche. La ciudad parecía más callada que una hora antes. Algunas luces en los alrededores comenzaban a apagarse, la vida nocturna del Quarter se dirigía a otros sectores.
Tomando del brazo a Christine, Peter la llevó cruzando en diagonal por Royel Street. Se detuvieron en la esquina sudoeste de St. Louis, mirando hacia delante.
– Eso es lo que me gustaría crear -dijo-. Por lo menos algo tan bueno o quizá mejor.
Bajo la gracia de los balcones con rejas y las esbeltas columnas de hierro había faroles de gas que arrojaban luz y sombra sobre la clásica fachada blanco grisácea del «Royal Orleans Hotel». A través de ventanas con arcos y columnas, una luz ambarina se proyectaba hacia fuera. En la acera de entrada se paseaba un portero uniformado con librea dorada y gorra con visera. Bien arriba, sacudidos por una brisa repentina, las banderas y cuerdas golpeaban contra los mástiles. Llegó un taxi. El portero se dirigió con presteza a abrir la portezuela. Los tacones de las mujeres sonaron y la risa de los hombres continuaba mientras entraban al hotel. Se cerró la puerta y el taxi partió.
– Hay algunas personas -dijo Peter-, que creen que el «Royal Orleans» es el mejor hotel en Norteamérica. No importa mucho estar o no de acuerdo. El asunto es que representa un ejemplo de lo bueno que puede ser un hotel.
Cruzaron St. Louis hacia el lugar ocupado antiguamente por un hotel tradicional, que luego pasó a ser un centro de la sociedad local, mercado de esclavos, hospital en la guerra civil, legislatura estatal, y ahora se había convertido otra vez en hotel.
La voz de Peter cobró entusiasmo.
– Tenían todo a su favor: historia, estilo, instalación moderna e imaginación. Para hacer el nuevo edificio había dos firmas de arquitectos de Nueva Orleans, una empapada en tradición, la otra moderna. Probaron que se puede construir algo nuevo y sin embargo retener la vieja personalidad.
El portero, que había dejado de pasearse, tenía la puerta abierta para que pudieran entrar. Delante mismo, las estatuas de dos negros gigantescos custodiaban las escaleras de mármol blanco que conducían al vestíbulo.
– Lo curioso -observó Peter-, es que a pesar de toda su individualidad, el «Royal Orleans» pertenece a una cadena de hoteles. -Y agregó con suavidad:- Pero no es del tipo de la de Curtis O'Keefe.
– ¿Más parecida a la de Peter McDermott?
– Hay mucho que andar para eso. Y yo he dado un paso hacia atrás. Supongo que usted lo sabe.
– Sí, lo sé. Pero aun así lo logrará. Apuesto mil dólares que algún día lo hará.
El le oprimió el brazo.
– Si tiene tanto dinero, es mejor que compre acciones de los «Hoteles O'Keefe».
Caminaron a lo largo del vestíbulo del «Royal Orleans», de mármol blanco y porcelanas blancas, con tapicerías color limón y damasco, y salieron por las puertas de Royal Street.
Durante hora y media anduvieron por el Quarter, y se detuvieron en el «Preservation Hall», decididos a soportar el sofocante calor y los bancos llenos de gente para saborear el jazz de Dixieland en su más pura expresión; luego gozaron del fresco relativo de Jackson Square tomando café en el mercado francés a orillas del río, criticando el mal arte que abunda en Nueva Orleans; y más tarde en el Court of the Two Sisters, sorbieron frescos julepes de menta bajo las estrellas, las luces amortiguadas y el encaje de los árboles.
– Ha sido maravilloso -dijo Christine-. Ahora estoy lista para volver a casa.
Caminando hacia Iberville donde estaba estacionado el coche, los abordó un negrito con una caja para lustrar zapatos.
– ¿Limpia, señor?
Peter movió la cabeza.
– Es demasiado tarde, hijo.
El muchacho, con los ojos brillantes, permanecía frente a ellos en su camino mirando los pies de Peter.
– Le juego veinticinco centavos a que sé dónde se calzó esos zapatos. Puedo decirle la ciudad y el Estado, y si acierto, usted me dará veinticinco centavos. Y si no acierto, yo se los daré a usted.
Hacía un año que Peter había comprado los zapatos en Tenafly,
New Jersey. Titubeó, con la sensación de aprovecharse del negrito. Luego asintió.
– Bien.
Los ojos brillantes del muchacho lo miraron.
– Señor, usted se calzó esos zapatos para caminar por las calles de cemento de Nueva Orleáns, en el estado de Luisiana. Recuerdo que yo aposté que le diría dónde se calzó esos zapatos y no dónde los compró.
Rieron, y Christine pasó su brazo por el de Peter cuando éste pagó su deuda. Aún reían cuando se encaminaron hacia el Noreste, el apartamento de Christine.
13
En el comedor de la suite privada de Warren Trent, Curtis O'Keefe saboreaba un cigarro. Lo había elegido de una cigarrera de madera de cerezo que le ofreció Aloysius Royce, y su sabor se mezclaba agradablemente en su paladar con el coñac «Louis XIII» que acompañaba el café. A la izquierda de O'Keefe, en la cabecera de la mesa de roble donde Royce hábilmente había servido una soberbia comida de cinco platos, Warren Trent presidía con patriarcal benevolencia. Frente a él estaba Dodo, vestida con un traje negro ceñido, y aspirando con agrado un cigarrillo turco que Royce le había ofrecido y encendido.
– Oh -dijo Dodo-. Me siento como si hubiera comido un cerdo entero.
O'Keefe sonrió con indulgencia.
– Una espléndida comida, Warren. Ofrezca mis felicitaciones a su chef.
El propietario del «St. Gregory» inclinó con gracia la cabeza.
– Estará satisfecho de que sea usted quien manda felicitarlo. De paso, quizá le interese saber que esta misma comida se sirve esta noche en el comedor principal.
O'Keefe sonrió, aunque no se impresionó mucho. En su opinión, una comida larga y elaborada estaba fuera de lugar en el comedor de un hotel, como lo estaría el páté de foie-gras en una olla para el almuerzo. Aún más importante (esa tarde había entrado en el restaurante principal del «St. Gregory» a echar una ojeada a la hora en que debía estar más concurrido) era que sólo estaba ocupada una tercera parte del salón.
En el imperio de O'Keefe, la comida estaba estandarizada y simplificada con la elección de un menú limitado a algunos platos populares y corrientes. Detrás de esta política estaba la convicción de Curtis O'Keefe (confirmada por la experiencia) de que el gusto del público y sus preferencias sobre comidas eran iguales, y muy poco imaginativas. En cualquiera de los establecimientos de O'Keefe, si bien se preparaban las comidas con cuidado y se servían con antiséptica limpieza, no eran precisamente para gourmets, a quienes se consideraba como una minoría que no daba beneficios.