En el corredor, los dedos de ella, apoyados apenas en su brazo, despertaron sus sentidos.
Pero antes que nada, recordó, tenía que rezar a Dios, dando gracias por la forma en que se había desarrollado la velada.
14
– Es emocionante -observó Peter McDermott-, ver cómo una muchacha busca en su cartera la llave de su apartamento.
– Es un símbolo doble -respondió Christine, buscando todavía-. El apartamento indica la independencia de la mujer, pero perder la llave prueba que todavía conserva su femineidad. ¡Aquí está! ¡La he encontrado!
– ¡Quédese ahí! -Peter cogió por los hombros a Christine, luego la besó. Fue un beso largo, durante el cual sus brazos la ciñeron.
Por fin, casi sin aliento, ella dijo:
– He pagado el alquiler. Si vamos a hacer esto, será mejor que sea en privado.
Tomando la llave de sus manos, Peter abrió la puerta del apartamento.
Christine dejó su carnet en una mesa y se dejó caer en el sofá. Con alivio, sacó los pies de la estrechez de sus zapatos.
El se sentó a su lado.
– ¿Un cigarrillo?
– Sí, por favor.
Peter encendió en la misma llama los dos cigarrillos. Tenía una sensación de gozo e ingravidez, una conciencia del aquí y ahora. Incluía la convicción de que lo que era lógico que pasara entre ellos podía suceder si él quería que así fuera.
– Esto es agradable -dijo Christine-. Estar aquí conversando.
El le tomó la mano.
– No estamos conversando.
– Pues entonces conversemos.
– Eso no era exactamente…
– Lo sé. Pero hay un interrogante con respecto a dónde vamos, si lo hacemos, y por qué…
– No podríamos dejarlo correr…
– Si lo hiciéramos, no habría interrogante. Sólo una certeza -se detuvo, pensativa-. Lo que acaba de pasar sucedió por segunda vez, y hay algo químico involucrado en ello.
– Pensé que químicamente andábamos bien…
– De tal manera que en el transcurso de los acontecimientos habrá una progresión natural.
– No sólo estoy de acuerdo con usted, sino que voy más adelante.
– Me imagino que ya está en la cama.
Peter dijo soñadoramente:
– He tomado el lado izquierdo de la cama según se entra mirando hacia la cabecera.
– Le diré algo que lo va a desencantar.
– No me lo diga, lo adivinaré. Se olvidó de cepillarse los dientes. No importa, esperaré.
Ella rió.
– Es difícil hablar con usted…
– Hablar no era precisamente…
– Allí empezamos.
Peter se recostó y exhaló un anillo de humo. Lo siguió un segundo y tercer anillo.
– Siempre he querido hacerlo -dijo Christine-. Nunca he podido.
– ¿Qué tipo de desagrado? -preguntó él.
– Una idea. Que si lo que pudiera suceder… sucede, debería tener importancia para los dos.
– ¿La tendría para usted?
– Creo que sí, no estoy segura. -Tenía menos seguridad aún con respecto a su propia reacción por lo que podría sobrevenir en seguida.
El apagó su cigarrillo, luego tomó el de Christine e hizo lo mismo. Cuando cogió entre las suyas las manos de ella, Christine vio desmoronarse su seguridad.
– Necesitamos conocernos. -Los ojos de él escudriñaron su cara.- Las palabras no siempre son el mejor camino.
Extendió los brazos y ella se arrojó en ellos, al principio flexible, luego con una excitación creciente. Sus labios emitían sonidos ansiosos, incoherentes, desapareció la discreción, y las reservas de un momento antes se disolvieron. Temblando y con el corazón latiéndole con violencia se dijo: lo que tiene que suceder ha de seguir su curso; ni las dudas ni los razonamientos pueden impedirlo ahora. Podía oír la respiración de Peter, ansiosa. Cerró los ojos.
Una pausa. De pronto, inesperadamente, no estuvieron tan próximos.
– Algunas veces -dijo Peter-, hay cosas que uno recuerda. Surgen en los momentos menos apropiados. -La rodeó con sus brazos, pero ahora con más ternura. Susurró:- Tienes razón, vamos a darle tiempo.
Christine se sintió besada con suavidad, luego oyó pasos que se alejaban, el cerrojo que se corría en la puerta exterior, y un momento después la puerta que se cerraba.
Abrió los ojos.
– Peter querido -murmuró-. No hay necesidad de que te vayas. ¡Por favor, no te vayas!
Pero no había más que silencio, y desde fuera el débil ruido del ascensor que bajaba.
15
Sólo quedaban pocos minutos del martes.
En un local de strip de Bourbon Street, una rubia de ampulosas caderas se apretaba a su compañero, con una mano puesta sobre el muslo de él, y los dedos de la otra acariciándole la nuca.
– …desde luego -dijo-. Por supuesto que quiero acostarme contigo.
Le había dicho que se llamaba Stan No-sé-cuantos, de una pequeña ciudad de Iowa, de la que nunca había oído hablar. «Y si me echa el aliento una vez más -pensó-, voy a vomitar. No es mal aliento… ¡es que viene en forma directa de una cloaca!»
– ¿Qué estamos esperando, entonces? -preguntó el hombre con grosería. Tomó la mano de ella, moviéndola un poco más arriba, en la parte interior de su muslo-. Tengo aquí algo especial para ti, nena.
La mujer pensó con desprecio: «Todos los que vienen aquí dicen lo mismo, jactanciosos, groseros… convencidos de que lo que tienen entre las piernas es algo excepcional por lo que las mujeres se vuelven locas, y tan irracionalmente orgullosos como si lo hubieran cultivado ellos mismos, como un pepino premiado. Con seguridad si se lo sometiera a una prueba al rojo-blanco, éste terminaría mostrándose incapaz y plañidero, como otros.» Pero no tenía intención de comprobarlo. ¡Dios…!, ¡con ese espantoso aliento…!
A pocos pasos de su mesa, una discordante orquesta de jazz, demasiado inexperta para trabajar en uno de los mejores lugares de Bourbon Street como el «Famous Door» o el «Paddock», estaba terminando un número con entusiasmo. Había sido bailado (si se puede llamar baile a un meneo cualquiera) por una Jane Mansfield. (Una artimaña de Bourbon Street era tomar el nombre de una artista célebre, exhibirlo con una leve falta de ortografía, y adjudicárselo a una desconocida, con la esperanza de que el público al pasar, pudiera confundirla con la verdadera.)
– Escucha -dijo el hombre de Iowa, impaciente-, ¿por qué no nos vamos?
– Ya te lo he dicho, trabajo aquí. Todavía no puedo marcharme. Tengo que hacer mi número.
– Manda al diablo tu número.
– Vamos, querido, eso no se dice- y como en una repentina inspiración, la rubia de amplias caderas le preguntó-: ¿En qué hotel estás?
– En el «St. Gregory».
– No queda lejos de aquí.
– Podrías quitarte las bragas dentro de cinco minutos.
Ella refunfuñó:
– ¿No puedo tomar una copa antes?
– Por supuesto que sí. ¡Vamonos!
– Espera, querido Stanley. ¡Tengo una idea!
Todo marchaba a pedir de boca, pensó la mujer, como una comedia bien ensayada. ¿Y por qué no? Era la milésima representación, para obtener unos cientos de dólares, de cualquier forma. En la hora y media pasada, Stan No-sé-cuantos, viniera de donde viniera, había seguido con docilidad la vieja rutina: la primera copa… una prueba, a cuatro veces el precio que hubiera pagado en un bar normal. Luego el camarero la había traído a ella, para acompañarlo. Se les había servido una sucesión de bebidas, aunque lo mismo que las otras muchachas que trabajaban a comisión en el bar, ella sólo tomó té frío en lugar del whisky ordinario que tomaban los clientes. Y más tarde había advertido en secreto al camarero que apurara el tratamiento completo… una botella abierta de champaña del país, cuyo precio sefía, si bien «Stanley El Tonto» todavía no lo sabía, de cuarenta dólares… ¡y a ver si podía marcharse sin pagar!