Era mediodía cuando Stanley, de Iowa, se despertó, y pasó otra hora antes de que advirtiera entre la penumbra de su lastimosa condición física, que le habían robado. Cuando por fin comprendió la importancia de este nuevo desastre, que se agregaba a su presente estado, más la costosa e improductiva aventura de la noche anterior, se sentó en una silla y lloró como un niño.
Mucho antes de eso, Keycase ponía a buen recaudo su botín.
Saliendo de la 1062, Keycase decidió que había demasiada luz para arriesgar otra partida, y volvió a su propia habitación, 830. Contó el dinero. Sumaba la satisfactoria cantidad de noventa y cuatro dólares, la mayor parte en billetes de cinco y de diez, todos usados, lo que significaba que no podían ser identificados. Con verdadero placer agregó el dinero de su propia cartera.
El reloj y otras cosas eran más difíciles de ocultar. Al principio había vacilado con respecto a la conveniencia de cogerlas, pero había cedido a la codicia y a la ocasión. Desde luego, implicaba un peligro en algún momento del día. La gente podía perder dinero y no estar segura de cuándo ni cómo, pero la ausencia de joyas indicaba un robo, en forma concluyen te. Ahora era mucho más probable la rápida atención de la Policía, y el tiempo que se había otorgado podía ser menor, aunque tal vez no fuera así. Encontró que su confianza aumentaba, con una mejor disposición para correr riesgos, si era necesario.
Entre sus efectos había una maleta pequeña, de hombre de negocios, del tipo que se puede entrar y sacar de un hotel sin llamar la atención. Keycase puso los artículos robados en ella, calculando que, sin duda, algún joyero de su confianza le pagaría por lo menos cien dólares aun cuando su verdadero valor fuera mucho mayor.
Esperó, dejando que el hotel despertara, y que el vestíbulo estuviera bastante concurrido. Entonces tomó el ascensor, salió de él, y caminó con la maleta hasta el aparcamiento de Canal Street, donde había dejado el coche la noche anterior. Desde allí, se dirigió conduciendo con cuidado, a su habitación en el motel sobre la carretera Chef Menteur. Se detuvo una vez en la ruta, levantó el capó del «Ford» simulando un problema en el motor, mientras sacaba la llave escondida en el filtro de aire del carburador. Se quedó en el motel sólo el tiempo necesario para pasar los efectos robados a otra maleta. En el camino de vuelta al centro, repitió la pantomima del coche, volviendo a colocar la llave en el escondrijo. Cuando hubo estacionado el coche (en un estacionamiento distinto) no había nada en su persona ni en la habitación del hotel que lo pudiera relacionar con las cosas robadas.
Se sentía tan contento con la forma en que se desarrollaban las cosas que se detuvo a desayunar en la cafetería del «St. Gregory».
Al salir vio a la duquesa de Croydon.
Un momento antes había salido del ascensor al vestíbulo del hotel. Los Bedlington terriers, tres de un lado y dos del otro, tiraban hacia delante con entusiasmo de exploradores. La duquesa sostenía las correas con firmeza y decisión, si bien sus pensamientos estaban en otra parte, los ojos fijos al frente, como si estuviera viendo mucho más allá, a través de las paredes del hotel. Su soberbia altivez, su señorío, eran tan evidentes como siempre. Sólo un observador muy alerta podría haber advertido líneas de tensión y cansancio en su rostro, que los afeites y un esfuerzo de voluntad no podían borrar del todo.
Keycase se detuvo, al principio sorprendido e incrédulo. Sus ojos lo sacaron de la duda: era la duquesa de Croydon. Keycase, ávido lector de revistas y periódicos, había visto demasiadas fotografías de ella para no estar seguro. Y la duquesa se hospedaba, presumiblemente, en este hotel.
Su cabeza trabajaba con velocidad. La colección de joyas de la duquesa de Croydon era una de las más fabulosas del mundo. Cualquiera que fuera la ocasión, siempre aparecía resplandeciente con sus alhajas. Aun ahora, sus ojos se entrecerraron al ver sus anillos y un broche de zafiros, que deberían ser de un valor incalculable. La costumbre de la duquesa significaba que, a pesar de las naturales precauciones, siempre tendría parte de su colección muy a mano.
Una idea a medio formar: inquieta, audaz, imposible… ¿lo sería? estaba tomando cuerpo en la mente de Keycase.
Continuó observando, mientras precedida por los perros, la duquesa de Croydon pasó por el vestíbulo hacia la calle soleada.
2
Herbie Chandler llegó temprano al hotel, pero no para beneficio del «St. Gregory», sino para el suyo propio.
Entre los fraudes sistematizados del jefe de botones había uno al que se le llamaba, en los muchos hoteles en que se practicaba, «mezcla de fondos de licor».
Los huéspedes del hotel que recibían visitas en sus habitaciones, o aun los que bebían solos, con frecuencia dejaban unos centímetros de licor en las botellas, en el momento de marcharse. Cuando hacían las maletas, la mayor parte se abstenía de incluir los fondos de licor, ya fuese por temor a que se derramaran o para no pagar exceso de equipaje aéreo. Pero la psicología humana los llevaba a no tirar un buen licor y por lo general lo dejaban, intacto, sobre la mesita de noche de las habitaciones desocupadas.
Si un botones observaba tales residuos cuando lo llamaban para llevar las maletas de los huéspedes que partían, era común que volviera a los pocos minutos para recogerlos. Cuando los huéspedes cargaban con sus propias maletas, como muchos prefieren hacerlo en nuestros días, la camarera del piso casi siempre lo notificaba al botones, quien compartiría con ella el beneficio.
Los restos de licor se abrían paso hacia el rincón de almacenamiento en un subsuelo, dominio privado de Herbie Chandler. Estaba protegido como tal por la intervención del encargado de la despensa, quien a su vez, recibía ayuda de Chandler para ciertas raterías propias.
Se llevaban las botellas allí; por lo general, en las bolsas de la lavandería, que los botones podían manipular dentro del hotel, sin provocar comentarios.
En el transcurso de uno o dos días, la cantidad recolectada era sorprendentemente grande.
Cada dos o tres días (con más frecuencia, si el hotel estaba atareado con los congresos) el jefe de botones consolidaba su provisión, como estaba haciendo ahora.
Herbie juntó las botellas que contenían gin, en un grupo. Eligiendo dos de las marcas más caras, y empleando un pequeño embudo, vació las otras marcas en ellas. Terminó con la primera botella llena y la segunda hasta sus tres cuartas partes. Tapó las dos botellas, poniendo la segunda a un lado para llenarla con la próxima remesa. Repitió el proceso con el Bourbon, Scotch y whisky de centeno. En total, se llenaron siete botellas con restos de otras. Luego de vacilar un momento, vació algunos restos de vodka en las botellas de gin.
Ese mismo día, algo más tarde, las siete botellas se entregarían a un bar que quedaba a pocas manzanas del «St. Gregory». El dueño del establecimiento, con pocos escrúpulos respecto a la calidad, servía el licor a los clientes, pagando a Herbie la mitad del precio de la bebida comprada en forma regular. Periódicamente, para los involucrados dentro del hotel, Herbie declaraba el dividendo, que en general era lo más pequeño que se atrevía a formular.
Últimamente, la «mezcla de fondos de licor» había sido buena, y la acumulación del día de hoy habría complacido a Herbie, si no hubiera estado preocupado con otras cosas. La noche anterior, un poco tarde, hubo una llamada telefónica de Stanley Dixon. El joven había relatado su propia versión de la conversación sostenida con Peter McDermott. También había informado de la citación que les había formulado a él y a sus compinches, para que concurrieran a la oficina de McDermott a las cuatro de la tarde del día siguiente que era hoy. Lo que Dixon quería saber era: ¿Hasta dónde estaba enterado McDermott?