En la arcada más allá del vestíbulo vio un lugar de preferencia ocupado por el puesto de flores. La renta que percibía el hotel sería alrededor de trescientos dólares mensuales. Pero el mismo espacio, convertido en un salón moderno de cócteles, al estilo de los barcos fluviales, (¿por qué no?) podría aumentar, con facilidad, la renta a quince mil dólares, en el mismo período. La floristería podría ser trasladada a otro lugar, bien a mano.
Volviendo al vestíbulo, advirtió que había más espacio apto para producir dinero. Eliminando parte del lugar destinado al público, podían acomodarse media docena de mostradores (para líneas aéreas, alquiler de automóviles, excursiones, joyería, quizás una droguería) tal vez todos podrían caber achicándolos un poco. Desde luego, que significaría un ligero cambio en el aspecto; el actual aire de holgada comodidad habría desaparecido, con las plantas de adorno y las alfombras gruesas. Pero hoy en día, los vestíbulos iluminados, con brillantes avisos que se veían desde todas partes, era lo que ayudaba a hacer los balances de los hoteles más satisfactorios.
Otra cosa: la mayor parte de las sillas deberían ser retiradas. Si la gente quería sentarse, era más provechoso que se vieran obligados a hacerlo en uno de los bares o restaurantes del hotel.
Había aprendido una lección acerca de los asientos gratis, años atrás. Fue en su primer hotel… una construcción barata, una verdadera trampa con una fachada postiza, en una pequeña ciudad del Sudoeste. El hotel tenía una característica: una docena de pequeñas toilettes de pago, que en diversas ocasiones eran usadas, o parecían serlo, por todos los granjeros y rancheros de cien millas a la redonda. Para sorpresa del joven Curtis O'Keefe, los ingresos que producían eran sustanciales, pero había dos cosas que impedían que fueran mayores; la ley estatal ordenaba que uno de los doce retretes tenía que funcionar gratis, y el hábito que habían adquirido los astutos campesinos de hacer cola para utilizar la toilette gratuita. Resolvió el problema contratando al borracho de la ciudad. Por veinte centavos la hora y una botella de vino barato, el hombre se instalaba estoicamente en él, durante todos los días de trabajo. Los ingresos de las otras toilettes subieron con sorprendente rapidez.
Curtis O'Keefe sonrió al recordar el episodio.
Advirtió que el vestíbulo se estaba llenando. Un grupo de recién llegados acababa de entrar y estaban registrándose, seguidos por otros que todavía verificaban el equipaje que se descargaba de una limousine del aeropuerto. Se había formado una pequeña cola en el mostrador de la recepción. O'Keefe se quedó observando.
Entonces vio lo que hasta ese momento, en apariencia, nadie había advertido.
Un negro de mediana edad, bien vestido y con una maleta en la mano, había entrado en el hotel. Venía hacia la recepción, caminando con aire despreocupado, como si estuviera dando un paseo. En el mostrador, dejó su maleta, y esperó; era el tercero en la fila.
El intercambio de palabras fue claro y audible.
– Buenos días -dijo el negro. Su voz, con acento del medio-este, era amable y culta-. Soy el doctor Nicholas. ¿Tiene una reserva para mí? -Mientras esperaba, se quitó el sombrero hongo de color negro, dejando al descubierto un cabello gris cuidadosamente cepillado.
– Sí, señor. Si quisiera registrarse, por favor. -Las palabras fueron pronunciadas antes de que el empleado levantara los ojos. Al hacerlo, sus facciones se endurecieron. Estiró la mano, y quitó el libro de registro que había ofrecido un momento antes.- Lo siento -dijo con firmeza-. El hotel está lleno.
Imperturbable, el negro respondió sonriente:
– Tengo una reserva. El hotel me envió una nota confirmándola -metió la mano en un bolsillo interior, y sacó su cartera llena de papeles, entre los cuales eligió uno.
– Debe de haber sido por error. Lo siento. -El empleado apenas miró la carta que le pusieron delante.- Tenemos un congreso.
– Ya lo sé -asintió el otro, su sonrisa apenas más débil que antes-. Es una reunión de odontólogos. Yo soy uno de ellos.
– No puedo hacer nada por usted -respondió el empleado moviendo la cabeza.
El negro retiró los papeles:
– En ese caso, quisiera hablar con alguna otra persona.
Mientras habían estado hablando, llegaron otros que se unieron a la fila, frente al mostrador. Un hombre con un impermeable con cinturón, preguntó con impaciencia:
– ¿Qué pasa allí?
O'Keefe se mantuvo silencioso. Tenía la sensación de que en el vestíbulo, ahora lleno, había una bomba lista para estallar.
– Puede hablar con el ayudante del gerente. -Inclinándose hacia delante por sobre el mostrador, el empleado llamó:- ¡Míster Bailey!
Del otro lado del vestíbulo, un hombre mayor que estaba detrás de un escritorio, levantó los ojos.
– Míster Bailey, ¿quiere venir, por favor?
El ayudante de gerencia asintió, y con aspecto de cansancio, se enderezó. Mientras caminaba, su rostro arrugado asumió con evidente premeditación, una sonrisa profesional de bienvenida.
Un empleado antiguo, pensó Curtis O'Keefe; después de años de servicio como empleado del mostrador de recepción, se le había dado una silla y un escritorio en el vestíbulo de entrada, con autoridad para solventar los problemas menores que planteaban los huéspedes. El título de ayudante de gerencia, como en la mayoría de los hoteles, era para halagar la vanidad del público, haciéndole creer que estaba tratando con un personaje importante, más de lo que era en realidad. La verdadera autoridad del hotel estaba en las oficinas de los ejecutivos, donde no se veía.
– Míster Bailey -dijo el empleado-, he explicado a este caballero que el hotel está lleno.
– Y yo le he explicado -replicó el negro-, que tengo una reserva confirmada.
El ayudante de gerencia sonrió con benevolencia, abarcando con buena voluntad la fila de huéspedes esperando:
– Bien, vamos a ver qué es lo que podemos hacer -colocó una mano regordeta y manchada de nicotina en la manga del costoso traje del doctor Nicholas-. ¿Quisiera acompañarme y sentarse allí? -Como el otro le permitió que lo llevara hacia el escritorio, el ayudante dijo:- Temo que algunas veces suceden cosas así. Cuando ocurren, tratamos de arreglarlas.
Curtis O'Keefe reconoció que el viejo conocía su trabajo. Con suavidad y sin alboroto, había desviado una escena potencialmente embarazosa, trasladándola desde el centro del escenario a un costado. Entretanto los otros recién llegados se registraban en forma rápida ayudados por un segundo empleado que se había agregado al primero. Sólo un hombre joven, de amplios hombros y ojos de buho detrás de gruesos anteojos, se había apartado de la cola y observaba el nuevo suceso. Bien, pensó O'Keefe, quizá después de todo, no haya ningún estallido. Y continuó observando.
El ayudante de gerencia hizo un ademán ofreciendo a su acompañante una silla al lado del escritorio, y se sentó. Escuchó con atención y expresión grave, mientras el otro repitió la información que había dado al primer empleado.
Al fin el viejo asintió:
– Bien, doctor -el tono era breve y formal-, le pido disculpas por el malentendido, pero estoy seguro de que podremos encontrarle un lugar en la ciudad -con una mano atrajo un teléfono hacia sí, y levantó el auricular. La otra mano sacó una hoja del escritorio, con una lista de números telefónicos.
– Un momento. -Por primera vez la suave voz del visitante había subido de tono.-• Usted me dice que su hotel está lleno, pero sus empleados están registrando gente que entra en este momento. ¿Tienen ellos un tipo especial de reservas?
– Supongo que podría llamársela así. -La sonrisa profesional había desaparecido.