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Más allá, en el corredor, se abrió una puerta y salió un hombre bien vestido de cuarenta años, poco más o menos. Cerrando la puerta tras de sí y disponiéndose a guardar la llave, titubeó mirando a Christine con franco interés. Parecía que iba a hablar, pero el botones le hizo un gesto negativo con la cabeza. Christine, que no había perdido detalle, supuso que debía sentirse halagada por haber sido confundida con una muchacha galante. Por los rumores que habían llegado a sus oídos, la lista de Herbie Chandler sólo incluía mujeres hermosas.

Cuando hubieron pasado, preguntó:

– ¿Por qué se cambió de habitación a míster Wells?

– Según me lo han contado, miss, algún otro había tenido antes la habitación 1439 y se quejó. Entonces hicieron el cambio.

Christine recordó ahora la habitación 1439; había habido quejas con anterioridad. Estaba al lado del ascensor de servicio, y parecía ser el lugar de cita de todas las cañerías del hotel. En consecuencia, el lugar era ruidoso e intolerablemente cálido. Todos los hoteles tienen, por lo menos, una habitación como ésa (algunos la llaman la «habitación ja-ja») que en general no se alquila hasta que el resto del hotel está lleno por completo.

– Si míster Wells tenía una habitación mejor, ¿por qué se le pidió que se mudara?

El botones se encogió de hombros.

– Será mejor que se lo pregunte a los empleados que adjudican las habitaciones.

– Pero usted debe de tener alguna idea -insistió ella.

– Bien, supongo que es porque nunca se queja. Hace muchos años que el anciano viene aquí, sin preocuparse jamás por sus vecinos. Hay algunos que parecen creer que se trata de una broma.

Los labios de Christine se apretaron coléricos, mientras Jimmy Duckworth continuaba.

Christine, molesta, pensó: «A alguno le va a importar mañana por la mañana.» Iba a encargarse de que así fuera. Al comprobar que un huésped habitual, que resultaba ser también un señor tranquilo, había sido tratado con tanta desconsideración, sintió que su mal genio se encrespaba. ¡Bien, que así fuera! Su mal genio era conocido en el hotel y sabía que algunos decían que hacía juego con sus cabellos rojos. Si bien por lo general lo controlaba, de vez en cuando servía para que las cosas se hicieran bien.

Doblaron y se detuvieron ante la puerta del 1439. El botones llamó. Esperaron, tratando de escuchar. No hubo ningún ruido que revelara que la llamada había sido oída, y Jimmy Duckworth volvió a golpear, esta vez más fuerte. Al punto hubo una respuesta: un quejido que comenzó como un susurro, y después de un crescendo, terminó tan súbitamente como había empezado.

– Utilice la llave maestra -ordenó Christine-. Abra la puerta, ¡rápido!

Se mantuvo un poco atrás mientras entró el botones; aun en momentos de aparente crisis, el hotel tenía reglas de decoro que debían ser observadas. La habitación estaba a oscuras, y la muchacha vio a Duckworth encender la luz del techo, y luego desaparecer de su vista tras un ángulo de la pared. Casi en seguida, la llamó:

– Miss Francis, es mejor que venga.

La habitación, cuando entró Christine, estaba sofocadamente caliente, aun cuando una mirada al regulador de aire acondicionado le advirtió que marcaba «fresco». Pero eso fue lo único que tuvo tiempo de ver, antes de observar la figura que luchaba, incorporada a medias en la cama. Era el hombrecito, parecido a un pájaro, que conocía como Albert Wells, con la cara gris-ceniza, los ojos saliéndosele de las órbitas y los labios temblorosos, que intentaba, con desesperación, respirar, sin lograrlo del todo.

Se dirigió rápidamente al lado de la cama. Una vez, muchos años antes, había visto en el consultorio de su padre a un paciente in extremis, luchando por respirar. Su padre había hecho cosas que ella no podía hacer ahora, pero recordaba una. Le dijo, con decisión, a Duckworth:

– Abra bien la ventana. Necesitamos aire.

Los ojos del botones estaban fijos en la cara del hombre. Respondió nerviosamente:

– Esta ventana está clausurada. Lo hicieron por el aire acondicionado.

– Entonces, fuércela. Si es necesario, rompa el cristal.

Ya había cogido el teléfono que estaba al lado de la cama. Cuando el telefonista respondió Christine dijo:

– Habla miss Francis. ¿Está el doctor Aarons en el hotel?

– No, miss Francis, pero dejó un número. Si es un caso de emergencia, puedo llamarlo.

– Es un caso de emergencia. Dígale al doctor Aarons que es en la habitación 1439 y que se dé prisa, por favor. Pregúntele cuánto tiempo va a tardar en llegar, y luego infórmeme.

Colgando el receptor, Christine se volvió al hombre que todavía luchaba en la cama. El frágil anciano no respiraba mejor que antes, y advirtió que su rostro, que momentos antes tenía un color gris-ceniza, se estaba volviendo azul. El quejido que ya había oído desde fuera, comenzó de nuevo; era la lucha por respirar, pero resultaba obvio que las energías del paciente se estaban consumiendo en su desesperado esfuerzo físico.

– Míster Wells -le dijo tratando de inspirarle una confianza que estaba lejos de sentir-, creo que podría respirar con más facilidad si se quedara quieto.

Advirtió que el botones conseguía abrir la ventana. Había utilizado una percha para romper el material que sellaba las junturas, y ahora estaba levantando la mitad inferior.

Como en respuesta a las palabras de Christine, la lucha del hombrecito cedió. Tenía puesto un camisón de franela pasado de moda, y Christine, al poner su brazo alrededor de él, sintió a través de la gruesa tela la fragilidad de sus hombros. Buscó unas almohadas y se las colocó detrás, de manera que pudiera recostarse y al mismo tiempo mantenerse derecho. Sus ojos estaban fijos en ella, «se parecen a los de un gamo», pensó Christine, y trataban de expresarle gratitud. Para tranquilizarlo, le dijo:

– He llamado al médico. Estará aquí en seguida.

Mientras ella hablaba, el botones, resoplando y haciendo un esfuerzo mayor, abrió por fin la ventana. En seguida, una ráfaga de aire fresco inundó la habitación. Así que la tormenta se había desplazado hacia el Sur, pensó Christine con alivio, enviando una brisa refrescante como avanzada, y la temperatura exterior debía de ser inferior a la de los días pasados. En el lecho, Albert Wells respiraba con ansia el aire renovado. Sonó el teléfono. Haciéndole una seña al botones para que tornara su lugar al lado de la cama, la muchacha respondió a la llamada.

– El doctor Aarons ya está en camino, miss Francis -le anunció el telefonista-. Se encontraba en el «Paradis» y me dijo que le anunciara que llegará al hotel dentro de veinte minutos.

Christine titubeó. El «Paradis» estaba al otro lado del Mississippi, más allá de Algiers. Aun andando a gran velocidad, veinte minutos era un cálculo optimista. Además, algunas veces tenía dudas sobre la competencia del majestuoso doctor Aarons, amigo de beber «Sazerac», quien como médico del hotel, vivía gratis en él, en retribución de sus servicios. Le dijo al telefonista:

– No creo que podamos esperar tanto. ¿Quiere comprobar en su propia lista de huéspedes si hay algún médico registrado?

– Ya lo he hecho -había una ligera presunción en la respuesta, como si el que hablaba hubiera estudiado heroicas narraciones sobre operadores telefónicos, y estuviera decidido a vivir según su ejemplo-. Está el doctor Koening en el 221, y el doctor Uxbridgeenell203.

Christine anotó los números en un anotador próximo al teléfono.

– Bien, llame al 221, por favor. -Los médicos que se registran en hoteles esperan no ser molestados, y tienen derecho a ello. Sin embargo, de cuando en cuando, una emergencia justifica que se quiebre el protocolo.

Se oyeron algunos «clicks» mientras el teléfono continuaba llamando. Luego una voz adormilada, con acento teutónico, contestó:

– Diga, ¿quién es?