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– Siempre le ha gustado a usted hacer bromas, míster Trent. ¡Oh! Ya que está aquí, quiero mostrarle algo. He tenido intención de ir a verlo a su oficina, pero no he tenido tiempo -Earlshore abrió un cajón del mostrador y sacó un sobre del que extrajo una instantánea en colores-. Esta es de Derek… mi tercer nieto… saludable, como su madre, gracias a lo que usted hizo por ella hace mucho tiempo. Ethel… es mi hija, lo recuerda… con frecuencia pregunta por usted; siempre le envía sus mejores saludos, lo mismo que todos los de casa. -Puso la fotografía sobre el bar. Warren Trent la tomó, y con deliberación, sin mirarla, se la devolvió.

– ¿Qué sucede, míster Trent? -interrogó incómodo Tom Earlshore-. ¿Qué anda mal? -Como no hubo respuesta, insistió:- ¿Puedo ofrecerle algo?

Estuvo por rehusar, pero cambió de idea:

– Un Ramos gin fizz.

– ¡Sí, señor! ¡En seguida! -Tom Earlshore buscó de prisa los ingredientes. Siempre había sido un placer verlo trabajar. Algunas veces, en el pasado, cuando Warren Trent tenía invitados en su suite, traía a Tom para que se ocupara de las bebidas, a causa de su forma de prepararlas, que se igualaba a la calidad de las mismas. Tenía una organizada economía de movimientos y la ágil destreza de un malabarista. Ahora lucía su pericia, colocando la bebida frente al propietario del hotel, con un floreo final.

Warren Trent sorbió un trago y asintió.

– ¿Está bien? -preguntó Earlshore.

– Sí. Tan bueno como siempre. -Sus ojos se encontraron con los de Earlshore.- Y me alegro que así sea, porque es el último cóctel que hará en mi hotel.

La incomodidad se había convertido en aprensión. Earlshore se pasó la lengua por los labios, nervioso.

– Eso no puede ser verdad, míster Trent. No puede ser.

Ignorando la réplica, el propietario del hotel apartó su copa.

– Eso no puede ser verdad, míster Trent. No puede ser.

– ¿Por qué lo hizo usted, Tom? ¿Por qué, entre todos, tenía que ser usted, precisamente?

– Le juro por Dios que no sé…

– No me engañe, Tom. Ya lo ha hecho bastante tiempo.

– Le digo, míster Trent…

– ¡Basta de mentir! -La orden estalló en la quietud del ambiente.

Dentro del salón, el pacífico murmullo de conversaciones se interrumpió. Observando la alarma en los ojos inquietos del barman, Warren Trent comprendió que, detrás de sí, las cabezas se volvían. Tuvo conciencia de que afloraba la creciente cólera que había intentado controlar.

– Por favor, míster Trent -Earslhore tragó-, he trabajado aquí durante treinta años. Nunca me ha hablado de esta manera. -Su voz era apenas audible.

Desde el bolsillo interior de su chaqueta, donde lo había colocado, Warren Trent extrajo el informe de los investigadores de O'Keefe. Volvió dos páginas y dobló una tercera, cubriendo una parte con su mano.

– ¡Lea! -ordenó.

Earlshore buscó los anteojos en el bolsillo y se los puso. Las manos le temblaban. Leyó unas líneas, y luego no leyó más. Levantó los ojos. Ahora ya no intentaba negar. Sólo sentía el instintivo miedo de un animal acorralado.

– ¡No puede probar nada!

Warren Trent golpeó con su mano la superficie del bar. Sin importarle levantar la voz, dejó que su cólera estallara.

– Si quiero, puedo hacerlo. No se equivoque en cuanto a eso. Usted ha mentido y ha robado, y como todos los que mienten y roban, ha dejado rastros tras de sí.

Con un miedo terrible, Earlshore transpiraba. Era como si, de pronto, con explosiva violencia, su mundo, que creía seguro, se hubiera despedazado. Durante más años de los que podía recordar, había defraudado a su patrón… hasta un punto en el que desde hacía mucho tiempo, se consideraba invulnerable. En sus peores presagios, jamás había creído que ese día pudiera llegar. Ahora se preguntaba, temeroso, si el propietario del hotel tenía idea de lo grande que había sido el botín acumulado.

Warren Trent señalaba con su índice el documento que había entre ellos, sobre el bar.

– Esta gente percibió el olor de la corrupción porque no cometieron el error, mi error, de confiar en usted, considerándolo un amigo -durante un momento la emoción lo detuvo. Continuó-: Pero si ahondo, encontraré la evidencia. Hay mucho más de lo que se dice aquí. ¿No es así?

Abyectamente, Tom Earlshore asintió.

– Bien, no tiene por qué preocuparse. No intento procesarlo. Si lo hiciera, sentiría que estaba destruyendo algo de mí mismo.

– Le juro que si me da otra oportunidad -un atisbo de alivio cruzó por el rostro del anciano, que trató de ocultarlo en seguida- no volverá a suceder jamás -imploró.

– Quiere decir que ahora que ha sido descubierto, después de todos esos años de robos y embustes, gentilmente dejará de robar…

– Me será muy difícil, míster Trent… conseguir otro trabajo a mi edad. Tengo una familia…

– Sí, Tom, lo recuerdo -expresó Warren Trent con tranquilidad.

Earlshore se sonrojó.

– El dinero que ganaba aquí… este trabajo no era suficiente. Siempre había cuentas que pagar; cosas para los niños… -Se justificaba desmañadamente.

– Y las apuestas, Tom. No las olvidemos. Los corredores de apuestas siempre lo perseguían, ¿no es cierto? Querían que les pagara. -Era un disparo al azar, pero el silencio de Earlshore demostró que había dado en el blanco.- Ya se ha hablado bastante -cortó Warren Trent con brusquedad-. Ahora, márchese del hotel y no vuelva a poner los pies aquí, jamás.

Estaba entrando más gente al «Pontalba Lounge» por la puerta que comunicaba con el vestíbulo. El murmullo de la conversación se había reanudado. Un joven ayudante del barman llegó al bar y estaba sirviendo las bebidas, que los camareros recogían.

Tom Earlshore pestañeó, sin poder ceerlo.

– Míster Trent, es el momento de auge antes del almuerzo…

– Ya no es problema suyo. Usted no trabaja aquí.

Lentamente, como si lo inevitable lo penetrara, la expresión del exbarman cambió. Su anterior máscara de deferencia se disipó, tomando su lugar una sonrisa aviesa.

– Muy bien, me iré. Pero usted no tardará mucho en hacerlo. Míster Alto y Todopoderoso Trent, porque a usted también lo echarán, aquí todo el mundo lo sabe.

– ¿Qué es lo que saben?

– Saben que usted es un viejo inútil y acabado -los ojos de Earlshore brillaban-, incapaz de dirigir nada, y mucho menos un hotel. Por eso perderá este hotel, con toda seguridad, y cuando eso suceda seré uno de los muchos que se reirán a carcajadas. -Vaciló, respirando pesadamente, sopesando las consecuencias de su actitud, con cautela, e inquietud. Pero el ansia de venganza prevaleció:- Durante más años de los que puedo recordar, usted ha actuado como si fuera el dueño de todo el mundo en el hotel. Tal vez haya pagado algunos centavos más en jornales, que otros; y haya hecho pequeñas caridades en la forma que lo hizo conmigo, como si fuera Jesucristo y Moisés al mismo tiempo, pero no nos ha engañado. Usted pagaba los jornales para mantenernos fuera de los sindicatos, y la caridad lo hacía sentirse grande a usted, de manera que la gente sabía que era más para usted que para ellos. Por eso se reían de usted, y se ocupaban de sí mismos en la forma en que yo lo hacía. -Earlshore se detuvo, revelando en su rostro la sospecha de que había ido demasiado lejos.

Detrás de ellos, el salón se estaba llenando con rapidez. Los taburetes del bar ya se estaban ocupando. Marcando un compás cada vez más rápido, los dedos de Warren Trent tamborileaban sobre la barra tapizada de cuero. Cosa bastante curiosa…, la cólera de unos momentos antes, lo había abandonado. En su lugar había ahora una firme resolución: no titubear más con respecto al segundo paso que había considerado con anterioridad.

Levantó los ojos para mirar al hombre que durante treinta años había creído conocer, sin conocerlo en verdad.