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– Tom, usted no sabrá nunca cómo ni por qué, pero la última cosa que ha hecho por mí, ha sido un favor. Ahora vayase… antes de que cambie de opinión y lo envíe a la cárcel.

Tom Earlshore se volvió, y sin mirar a derecha ni a izquierda, se marchó.

Pasando por el vestíbulo, dirigiéndose a la puerta sobre Carondelet Street, Warren Trent eludió con frialdad las miradas de los empleados que lo observaban. No estaba de humor para zalamerías, habiéndose enterado esa mañana de que la traición usaba una sonrisa, y que la cordialidad podía ser el disfraz del desprecio. La aseveración de que se reían de él, porque intentaba tratar bien a los empleados, lo había herido profundamente, tanto más cuanto que tenía un halo de verdad. «Bien -pensó-, esperemos uno o dos días. Veremos quién ríe el último.»

Cuando llegó a la calle soleada y ajetreada, un hombre uniformado lo vio y se adelantó con deferencia.

– Consígame un taxi -pidió. Había tenido la intención de caminar una o dos manzanas, pero una aguda punzada de ciática que había sentido al bajar los escalones del hotel le hizo cambiar de idea.

El portero silbó, y desde el congestionado tránsito, un automóvil se acercó a la acera. Warren Trent subió a él con dificultad, mientras el hombre sostenía la puerta abierta, llevándose luego la mano a la gorra, al cerrarla. El respeto era otro gesto vacío, suponía Warren Trent. Desde ahora, miraría con sospecha unas cuantas cosas que antes había considerado de algún valor.

El taxi arrancó, y consciente del examen del conductor a través del espejo retrovisor, le ordenó:

– Lléveme a algunas manzanas más adelante. Quiero un teléfono…

– Hay muchos en el hotel, patrón -informó el hombre.

– Eso no importa. Lléveme a un teléfono. -No tenía deseos de explicar que la llamada que estaba por hacer era demasiado confidencial, como para arriesgarse a utilizar una línea del hotel.

El chófer se encogió de hombros. Después de andar dos manzanas, dio vuelta por Canal Street, mirando una vez más a su cliente por el espejo.

– Es un hermoso día. Hay teléfonos allí abajo, en el muelle.

Warren Trent asintió, contento de tener un momento más de respiro.

El tránsito era menos intenso cuando cruzaron Tchoupitoulas Street. Un minuto después, el taxi paraba en un estacionamiento frente al edificio del Port Commissioner. Había una cabina telefónica a unos pasos.

Dio un dólar al chófer, dejándole el cambio. Luego, cuando iba a dirigirse a la cabina, cambió de idea y cruzó Eads Plaza, para detenerse frente al río. El calor del mediodía lo penetraba desde arriba, y se colaba ascendiendo por los pies, con una sensación de placer, desde la acera de cemento. El sol, amigo de los huesos de los viejos, pensó.

Al otro lado de los ochocientos metros de ancho del Mississippi, Algiers, en la distante orilla, reverberaba bajo el sol. El río estaba oloroso hoy, aun cuando eso no era extraño. El olor, la lentitud y el barro eran parte de los estados de ánimo del «Padre de las Aguas». Como la vida, pensó, cieno y fango alrededor de uno, siempre igual.

Un barco de carga se deslizaba, rumbo al mar, su sirena ululando ante un convoy de barcazas. Las barcazas se hicieron a un lado; el carguero siguió adelante sin disminuir su velocidad. Pronto el barco cambiaría la soledad del río por una soledad mayor, la del océano. Se preguntó si los que estaban embarcados sabían eso, o si les importaba. Tal vez no. O quizá, como él mismo, habían llegado a saber que no había un lugar en el mundo en que el hombre no estuviera solo.

Volvió sus pasos hacia la cabina telefónica, y cerró la puerta con cuidado.

– Una llamada a Washington, D. C. con carta de crédito -informó al telefonista.

Pasaron algunos minutos, que incluyeron preguntas sobre la naturaleza de su negocio, antes de que lo conectaran con la persona que buscaba. Por último, llegó a la línea la voz prepotente y descortés del más poderoso líder de los trabajadores del país, y algunos decían, «del más corrompido».

– Vamos, hable.

– Buenos días -respondió Warren Trent-. Espero que no esté almorzando.

– Tiene tres minutos -dijo la voz cortante-. Ya ha desperdiciado quince segundos.

– Hace algún tiempo, cuando nos conocimos, usted me hizo una proposición. -Warren Trent habló con rapidez.- Es posible que no lo recuerde…

– Yo siempre me acuerdo. Hay algunas personas que desearían que no fuera así.

– Lamento haber sido algo brusco en aquella ocasión.

– Tengo un reloj aquí. Ha pasado medio minuto.

– Quiero hacer un trato.

– Soy yo quien hace los tratos. Los otros los aceptan.

– Si el tiempo es tan importante -dijo Warren Trent-, no lo malgastaremos en detalles. Durante muchos años ha tratado usted de poner el pie en las actividades hoteleras. También quiere fortalecer la posición de su sindicato en Nueva Orleáns. Le estoy ofreciendo una oportunidad.

– ¿Cuál es el precio?

– Dos millones de dólares… en una primera hipoteca segura. A cambio de ello, usted consigue un puntal para el sindicato y redacta su propio contrato. Presumo que será razonable, desde el momento que su propio dinero está comprometido en ello.

– Bien -dijo la voz-, bien, bien, bien…

– Ahora, ¿quiere parar ese reloj?

Se oyó una risa en el otro extremo de la línea.

– No hay tal reloj. Es sorprendente, sin embargo, cómo la idea apresura a la gente. ¿Cuándo necesita el dinero?

– El dinero, el viernes. La decisión, antes de mañana al mediodía.

– Viene a mí en última instancia, ¿eh? ¿Cuando todos lo han rechazado?

No había objeto en mentir.

– Sí -fue su corta respuesta.

– ¿Ha estado perdiendo dinero?

– No tanto que no pueda variarse el curso. La gente de O'Keefe piensa que puede cambiarse. Han hecho una oferta para comprar.

– Quizá fuera prudente aceptar.

– Si lo hago, ellos nunca le darán esta oportunidad.

Hubo un silencio que Warren Trent no perturbó. Podía sentir al otro hombre pensando, calculando. No tenía la menor duda de que su propuesta estaba siendo considerada con seriedad. Durante una década la Fraternidad Internacional de Jornaleros había intentado infiltrarse en el personal de la industria hotelera. Hasta entonces, sin embargo, a diferencia de la mayoría de sus campañas de afiliación, había fracasado rotundamente. La causa había sido -en este caso especial- la unión entre los dueños de los hoteles, que temían a los Jornaleros, y los sindicatos más honrados, que los despreciaban. Para los Jornaleros, un contrato con el «St. Gregory» (hasta ahora, un hotel sin sindicatos) podía constituir una fisura en la maciza represa de la resistencia organizada.

En cuanto al dinero, una inversión de dos millones de dólares (si los Jornaleros deseaban hacerlo) sería sólo un pequeño bocado en el gran tesoro del sindicato. Ya habían gastado bastante más que eso, durante los años transcurridos en la fracasada campaña para afiliar a los empleados de hoteles.

Warren Trent sabía que dentro de la industria hotelera se le repudiaría y señalaría como traidor, si prosperaba el arreglo que había sugerido. Y entre sus propios empleados sería condenado con violencia, al menos por aquellos suficientemente informados para saber que habían sido traicionados.

Eran los empleados quienes perderían más. Si se firmaba un contrato con el sindicato, habría pequeños aumentos en los jornales, como se hacía en tales casos, como un gesto de generosidad. Pero el aumento, ya debía haberse hecho; en realidad, estaba en mora, y había tenido la intención de otorgarlo él mismo, si la refinanciación del hotel se hubiera arreglado de otra manera. El plan existente de la pensión de los empleados, se abandonaría en favor del sindicato, pero la ventaja sería para el tesoro de los Jornaleros. Lo más importante, la cuota para el sindicato (probablemente, de seis a diez dólares mensuales) sería obligatoria. De esta manera, no sólo cualquier aumento inmediato en los jornales quedaría anulado, sino que los ingresos de los empleados se verían disminuidos.