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– ¿Qué le hace pensar eso?

– Algo que ha sucedido esta mañana. Una queja de la habitación 641. Supongo que todavía no le ha llegado a usted.

– Si ha llegado, no la he visto aún.

– Temprano, casi al amanecer según entiendo, alguien entró en la 641 con una llave. El cliente de la habitación se despertó. El otro se hizo pasar por borracho y dijo que se había equivocado con la 614. El que estaba en la habitación volvió a dormirse, pero cuando se despertó esta mañana, se sorprendió de que la llave de la 614 abriera la 641. Fue entonces cuando me enteré.

– En el mostrador de recepción pudieron haberle dado la llave equivocada.

– Podía haber ocurrido, pero no fue así. Lo comprobé. El empleado nocturno jura que ninguna de las dos llaves salió del casillero. En la 614 hay un matrimonio; se acostaron temprano y no se movieron.

– ¿Tenemos la descripción del hombre que entró en la 641?

– Es muy vaga, de modo que no sirve de nada. Para estar seguro, reuní a los dos hombres de las habitaciones 614 y 641. El de la 614 no fue a la habitación 641. También probé las llaves; ninguna de ellas abre la otra habitación.

– Se diría que tiene usted razón en cuanto a que se trata de un ladrón profesional. En ese caso tendríamos que planear una campaña.

– Ya he hecho algunas cosas -aclaró Ogilvie-. Les he dicho a los empleados del mostrador de recepción que durante los próximos días, exijan los nombres de las personas al entregarles las llaves. Si encuentran algo extraño, entregarán la llave, pero se fijarán detenidamente en la persona que la lleve, avisando en seguida a mi personal. Ya se ha informado a las camareras y botones para que estén atentos por si aparecen vagos o cualquier sujeto extraño. Mis hombres trabajarán horas extras, recorriendo los pisos durante la noche.

– Eso parece bien -aprobó Peter-. ¿Ha pensado en quedarse en el hotel, usted mismo, por uno o dos días? Le conseguiré una habitación si lo desea.

Peter advirtió una vaga expresión de contrariedad en el rostro del gordo. Este negó con la cabeza.

– No será necesario.

– Pero, ¿usted andará por aquí… disponible?

– ¡Por supuesto! -Las palabras eran enfáticas, pero sonaron extrañas, faltas de convicción. Como si advirtiera la deficiencia, Ogilvie agregó:- Aunque no estuviera aquí siempre, mis hombres saben lo que deben hacer.

– ¿Cuál es nuestro arreglo con la Policía? -preguntó Peter, todavía pensativo.

– Habrá un par de hombres vestidos de civil. Les diré lo que pienso, y supongo que harán alguna investigación para saber quién puede estar en la ciudad. Si se tratara de algún individuo con antecedentes, podríamos apresarlo.

– Entretanto, por supuesto, nuestro amigo, quienquiera que sea, no permanecerá quieto.

– Eso es seguro. Y si es tan listo como imagino, ya sabrá que andamos detrás de él. De manera que es probable que trabaje aprisa, y luego se largue.

– Lo que es una razón más -señaló Peter-, para que usted esté a mano.

– Creo que lo he previsto todo -protestó Ogilvie.

– Yo también lo creo así. En realidad, no puedo pensar en nada que haya quedado sin cubrir. Lo que me preocupa es que, cuando usted no esté aquí, otro no sea tan eficiente o tan rápido.

Peter pensó que por muchos defectos que tuviera el jefe de detectives, conocía su trabajo y lo hacía bien, cuando quería. Pero era irritante que su recíproca relación hiciera necesario tener que rogarle algo tan obvio como esto.

– No hay nada que pueda preocuparlo -dijo Ogilvie. Pero su instinto le decía a Peter que, por alguna razón, el gordo estaba preocupado mientras enderezaba su voluminoso cuerpo y abandonaba la oficina.

Después de uno o dos minutos Peter lo siguió, deteniéndose sólo para dar instrucciones a fin de que se notificara el robo a la compañía de seguros del hotel, conjuntamente con el inventario de las cosas robadas que Ogilvie le había dado.

Peter recorrió la corta distancia que lo separaba de la oficina de Christine. Se sintió decepcionado al comprobar que no estaba. Decidió volver en seguida de almorzar.

Bajó hasta el vestíbulo y caminó hacia el comedor principal. Al entrar observó el agitado movimiento al servirse el almuerzo, que reflejaba la gran cantidad de huéspedes que había en el hotel.

Peter hizo un.amable saludo con la cabeza a Max, el maître, que se acercó presuroso.

– Buenos días, míster McDermott. ¿Una mesa para usted solo?

– No, gracias, me uniré a la colonia de los penados. -Peter rara vez usaba su privilegio, como subgerente general, de ocupar su propia mesa en el comedor principal. La mayoría de las veces prefería reunirse con otros miembros del personal ejecutivo, en la gran mesa circular reservada para ellos, próxima a la cocina.

El contador general del «St. Gregory», Royall Edwards y el fornido y calvo gerente de créditos Sam Jakubiec, estaban almorzando cuando Peter se les reunió. Doc Vickery, el jefe de mecánicos, que había llegado unos minutos antes, estudiaba el menú. Sentándose en la silla que Max había retirado y le ofrecía, Peter preguntó:

– ¿Qué me recomiendan?

– Pruebe la sopa de berros -dijo Jakubiec, entre sorbo y sorbo de la que tenía delante-. No es como la hecha por nuestra madre; es mucho mejor.

– La especialidad de hoy es el pollo frito -agregó, con su voz precisa de contador, Royall Edwards-. Lo hemos pedido.

Cuando el maître se alejó, apareció un joven camarero para atenderlos. A pesar de las instrucciones dadas en contra, la «colonia penal» (al estilo propio de los ejecutivos) recibía en forma invariable, la más esmerada atención en el comedor. Era difícil, como Peter y los otros ya habían descubierto, persuadir a los empleados de que los clientes que pagaban el hotel eran más importantes que los ejecutivos que lo administraban.

El mecánico jefe cerró su menú, atisbando por encima de sus anteojos de gruesa armazón que, como siempre, se habían deslizado hasta la punta de su nariz.

– Lo mismo para mí, hijo.

– Yo también me adhiero -dijo Peter, devolviendo el menú, que no había abierto.

El camarero titubeó.

– No estoy seguro de que esté tan bueno el pollo frito, señor. Tal vez prefiera otra cosa.

– Bien -exclamó Jakubiec-, ¡buena hora para decirnos esol

– Puedo cambiar su pedido sin inconveniente, míster Jakubiec. El suyo también, míster Edwards.

– ¿Qué le pasa al pollo frito? -preguntó Peter.

– Quizá no debí decirlo -el joven camarero se movía incómodo-, pero sucede que hemos recibido quejas. Parece que no ha gustado a la gente. -Volvió la cabeza mientras por un momento recorría el atareado comedor con la mirada.

– En ese caso -le dijo Peter-, tengo curiosidad por saber la razón. De manera que deje mi pedido como está.

Con una sombra de disgusto, los otros acordaron hacer lo mismo.

Cuando el camarero se fue, Jakubiec preguntó:

– ¿Qué significa ese rumor de que nuestra convención de dentistas puede marcharse en cualquier momento?

– Lo que ha oído es cierto, Sam. Esta tarde sabré si sólo se trata de un rumor. -Peter comenzó a tomar la sopa que había aparecido como por arte de magia, y luego describió la escena de una hora antes en el vestíbulo. Los rostros de los otros se tornaron serios a medida que escuchaban,

– He observado que los desastres rara vez llegan solos -señaló Royall Edwards-, y juzgando por nuestros últimos resultados financieros, que ustedes, caballeros, conocen, éste podría ser uno más.

– Si resulta así -comentó el jefe de mecánicos-, no cabe duda de que lo primero que hará usted es cercenar dinero del presupuesto previsto para las maquinarias.

– Eso -dijo el contador general-, o suprimirlo por completo.

El jefe protestó, poco divertido.