Christine se dio a conocer.
– Lamento molestarlo, doctor Koening, pero uno de nuestros huéspedes está muy enfermo -sus ojos se dirigieron al lecho. Advirtió que, por el momento, el tono azulado del rostro había desaparecido, pero aún estaba con una palidez gris cenicienta, respirandoconmucha dificultad. Agregó-: ¿Podría usted venir?
Hubo un silencio, luego la misma voz suave y agradable:
– Mi estimada señorita, sería una enorme alegría para mí ofrecerle mis humildes servicios. Sin embargo, temo no poder hacerlo -se oyó una risita-. Soy doctor en música y estoy aquí, en su hermosa ciudad, como «director invitado», creo que ésa es la palabra, para dirigir su magnífica orquesta sinfónica.
A pesar de su preocupación, Christine tuvo el impulso de reír. Se disculpó.
– Lamento mucho haberlo molestado.
– Por favor, no se preocupe. Por supuesto, si ese infortunado huésped se… ¿cómo podría decirlo?… resulta estar más allá del otro tipo de doctores, puedo llevar mi violín y tocar algo en su honor. -Se oyó un profundo suspiro del otro lado del teléfono.- ¿Qué mejor manera de morir que con un adaggio de Vivaldi o Tartini… soberbiamente ejecutado?
– Gracias. Pero espero que eso no sea necesario -estaba impaciente por llamar al otro número.
El doctor Uxbridge en el 1203 respondió al teléfono en seguida, con expresión seria. En respuesta a la primera pregunta de Christine, contestó:
– Sí, soy doctor en Medicina… un clínico -escuchó sin interrumpir mientras ella le describía el problema y luego dijo sucintamente-: Estaré ahí en unos minutos.
El botones todavía estaba al lado del lecho. Christine le dijo:
– Míster McDermott está en la Presidential Suite. Vaya y dígale que en cuanto se desocupe venga aquí lo más aprisa posible -levantó el auricular de nuevo-. El jefe de mecánicos, por favor.
Por suerte había muy pocas dudas con referencia a la disponibilidad del jefe. Doc Vickery era soltero y vivía en el hotel. Tenía una pasión dominante: el equipo mecánico del «St. Gregory», que se extendía desde los cimientos hasta el techo. Durante un cuarto de siglo, desde que había abandonado el mar y su Clydeside nativo, había revisado la mayor parte de la instalación del hotel, y en tiempos de apreturas, cuando el dinero para reemplazar el equipo era escaso, tenía una manera particular de obtener un rendimiento extra de la cansada maquinaria. El jefe era un amigo de Christine, y ésta sabía que era una de sus preferidas. En un instante su acento escocés estuvo en la línea.
– Helio…?
En pocas palabras le refirió el asunto de míster Albert Wells.
– El médico todavía no ha llegado, pero es probable que necesite oxígeno. Tenemos algunos equipos portátiles, ¿no es cierto?
– Sí, tenemos cilindros de oxígeno, Chris, pero lo utilizamos para las soldaduras de gas.
– Oxígeno es oxígeno -afirmó Christine. Volvía a recordar alguna de las cosas que había oído a su padre-. No importa el envase. ¿Podría ordenar a alguno de sus empleados nocturnos que envíe el que sea necesario?
El jefe asintió con un gruñido.
– Lo haré tan pronto esté listo. Yo mismo lo haré. De lo contrario, probablemente algún gracioso abriría un tanque de acetileno bajo la nariz de su enfermo, y eso terminaría con él.
– Por favor, ¡dése prisa! -Colgó el receptor y se volvió hacia el enfermo.
Los ojos del hombrecito estaban cerrados. Ya no luchaba y parecía no respirar.
Se oyó un ligero golpe en la puerta, que se abrió, y un hombre alto, delgado, entró desde el corredor. Tenía un rostro anguloso y el pelo comenzaba a encanecer en las sienes. El traje azul oscuro, de corte antiguo, no ocultaba del todo el pijama que llevaba debajo.
– Uxbridge -anunció con voz tranquila y firme.
– Doctor, en este mismo momento…
El recién llegado asintió con la cabeza, y del maletín de cuero que puso sobre la cama, extrajo sin perder un minuto un estetoscopio. En seguida, buscó por debajo del camisón de franela, y auscultó brevemente el pecho y la espalda. Luego, volviendo al maletín, en una serie de movimientos eficientes, tomó una jeringa, la armó, y rompió el cuello de una ampolleta de vidrio. Cuando hubo extraído el líquido de la ampolleta pasándolo a la jeringa, se inclinó sobre el enfermo y le levantó la manga del camisón arrollándola como un torniquete.
– Manténgalo así, con fuerza -dijo a Christine.
Con un trozo de algodón, limpió el antebrazo sobre la vena, e insertó la aguja. Hizo una seña afirmativa con respecto al torniquete.
– Ya lo puede aflojar -luego, mirando su reloj, comenzó a inyectar el líquido con lentitud.
Christine volvió los ojos buscando el rostro del médico. Sin mirarla, le informó:
– Aminofilina, para estimularle el corazón -volvió a consultar el reloj, manteniendo una dosis gradual. Pasó un minuto, luego dos. La jeringa estaba ya por la mitad; y todavía no había ninguna reacción en el enfermo.
– ¿Qué es lo que tiene? -susurró Christine.
– Una fuerte bronquitis, complicada con asma. Sospecho que antes ha tenido estos ataques.
De pronto, el pecho del hombrecito se levantó. Luego comenzó a respirar más lenta, amplia y profundamente que antes. Abrió los ojos.
La tensión había disminuido en la habitación. El médico retiró la jeringa y comenzó a desarmarla.
– Míster Wells -dijo Christine-, míster Wells… ¿me oye?
Le respondió con una serie de movimientos afirmativos de cabeza. Como antes, los ojos de gamo se fijaron en los de ella.
– Estaba muy enfermo cuando lo encontramos, míster Wells. Este es el doctor Uxbridge, huésped del hotel, y ha venido a ayudarlo.
Los ojos se dirigieron al médico. Entonces, con un esfuerzo, dijo:
– Muchas gracias -las palabras eran como un susurro, pero eran las primeras que el enfermo pronunciaba. El color le volvía al rostro.
– Si hay alguien a quien dar las gracias, es a la señorita -el médico sonrió apenas, y le dijo a Christine-: Este caballero todavía está muy enfermo y necesita atención médica. Mi consejo es trasladarlo en seguida al hospital.
– ¡No, no! ¡No quiero eso! -Las palabras brotaron, en respuesta urgente, rápida, del hombre tendido en la cama. Se inclinaba hacia delante desde las almohadas, los ojos alerta, las manos fuera de las sábanas donde Christine se las había colocado antes. Pensó que el cambio en su condición, en el corto espacio de unos minutos, era extraordinario. Todavía respiraba con un silbido, y algunas veces con esfuerzo, pero el ataque agudo había pasado.
Por primera vez Christine tuvo tiempo de estudiar su aspecto. Originariamente, había pensado que tendría alrededor de sesenta años; ahora le parecía que debía agregarle otros seis más. Era de constitución delgada y bajo, además tenía las facciones marcadas y agudas, y una sugerencia de espalda agobiada, que le daban la apariencia de gorrión, que recordaba de anteriores encuentros. El poco y canoso pelo que le quedaba, lo peinaba partido a un costado, pero ahora estaba desarreglado y húmedo de transpiración. Por lo común su rostro tenía una expresión suave e inofensiva, casi humilde, y sin embargo, ella sospechaba que bajo esa apariencia había una serena determinación.
Conoció a Albert Wells dos años antes. Este había entrado discretamente en el sector de los ejecutivos del hotel, para quejarse por una diferencia en su cuenta que no había podido solucionar en la oficina de abajo. Christine recordó que la cantidad cuestionada era de setenta y cinco centavos. Como sucedía por lo común cuando los huéspedes discutían por pequeñas sumas, el cajero jefe le había ofrecido anular el cargo; pero Albert Wells quería probar que no correspondía. Después de paciente investigación, Christine comprobó que el hombrecillo tenía razón, y puesto que ella misma tenía algunas veces arrestos de economía, aun cuando alternándolos con extravagancia femenina, simpatizó con él, respetándolo por su actitud. También dedujo por la cuenta del hotel, que acusaba gastos modestos, y por su ropa, que era sin duda de confección, que se trataba de un hombre con medios muy discretos, tal vez un jubilado, cuyas visitas anuales a Nueva Orleáns eran cosa importante en su vida.