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El pensamiento del dinero le dio una sensación de calor. Ya lo había puesto a buen recaudo y sólo llevaba doscientos dólares encima… una precaución por si algo salía mal durante el viaje.

Su contrastante inquietud tenía dos causas. Una, era saber las consecuencias que tendría que sufrir si no podía sacar el «Jaguar» de Nueva Orleáns sin ser visto, y luego de Luisiana, Mississippi, Tennessee y Kentucky. La segunda era el énfasis que puso Peter McDermott en la necesidad de que Ogilvie permaneciera a mano en el hotel.

El robo de la noche anterior, y la posibilidad de que hubiera un ladrón profesional trabajando en el «St. Gregory», no podía haber ocurrido en peor momento. Ogilvie había hecho cuanto había podido. Advirtió a la Policía de la ciudad, y los detectives habían entrevistado al huésped robado. El personal del hotel, incluyendo los otros detectives a sus órdenes, estaban alerta, y el segundo de Ogilvie había recibido instrucciones sobre lo que tenía que hacer en cualquier contingencia. Sin embargo, Ogilvie sabía que era él quien debía estar ahí para dirigir las operaciones personalmente. Cuando mañana, McDermott se enterara de su ausencia, era casi seguro que habría un revuelo de primer orden. Al final no importaría, porque McDermott, y los otros que se le parecían, vendrían y se irían, mientras que Ogilvie, por razones sólo conocidas por él y por Warren Trent, seguiría en su puesto. Pero tendría el efecto (que el jefe de detectives quería evitar sobre todas las cosas) de llamar la atención sobre sus movimientos en los días siguientes.

Sólo en una forma el robo y sus consecuencias habían resultado útiles. Le habían dado una razón valedera para visitar con frecuencia el Departamento de Policía, donde preguntó con aire distraído por los progresos hechos en la búsqueda del automóvil homicida. Se enteró de que la atención de la Policía seguía concentrada en el caso, con todo el personal alerta para cualquier indicio. En el States-Item de esa tarde la Policía había hecho una nueva apelación al público para que informara de la presencia de cualquier coche con averías en los guardabarros o faros. Había sido bueno tener la información, pero también hacía que las posibilidades fueran menores de conseguir sacar el «Jaguar» sin ser advertido. Ogilvie sudaba un poco cuando pensaba en ello.

Había llegado al final del túnel y estaba en el subsuelo del garaje escasamente iluminado y tranquilo. Ogilvie titubeó, sin saber si dirigirse directamente al coche de los Croydon, algunos pisos más arriba, o a la oficina del garaje, donde estaba de servicio el sereno. Decidió que sería prudente visitar la oficina primero.

Con trabajo, respirando con pesadez, subió dos pisos por la escalera de hierro. El sereno, hombre viejo y oficioso llamado Kulgmer estaba solo en un cubículo muy iluminado, cerca de la rampa que daba a la calle. Dejó a un lado el diario vespertino cuando se acercó el jefe de detectives.

– Quería hacerle saber que pronto voy a sacar el coche del duque de Croydon. Está colocado en la cochera 371. Le estoy haciendo un favor.

Kulgmer frunció el ceño:

– No sé si puedo dejar que haga eso, míster O., si no tengo una autorización.

Ogilvie mostró la nota de la duquesa de Croydon, escrita por la mañana a petición suya.

– Supongo que es lo que usted necesita.

El sereno leyó las palabras con cuidado, luego dobló el papeclass="underline"

– Me parece bien.

El detective estiró su mano regordeta para tomar la nota.

Kulgmer movió la cabeza:

– Tendré que conservar esto. Para cubrirme en caso necesario.

El gordo se encogió de hombros. Hubiera preferido llevarse la nota, pero insistir significaba levantar una sospecha, destacando el incidente, que de otra manera podría ser olvidado. Hizo un ademán hacia la bolsa de papeclass="underline"

– Subiré a dejar esto. Sacaré el coche dentro de dos horas.

– Como quiera, míster O. -El sereno volvió a su diario.

Minutos después, acercándose a la cochera 371, Ogilvie miró a su alrededor con aparente indiferencia. La plaza de estacionamiento de cemento y techo bajo, si bien ocupada en un cincuenta por ciento por coches, permanecía en silencio y desierta. Los peones del garaje del turno de la noche estaban sin duda alguna en su vestuario en el piso principal, aprovechando la calma para echar un sueño o jugar a las cartas. Pero era necesario trabajar de prisa.

En el rincón, al abrigo del «Jaguar» y de la pantalla parcial que formaba la columna, Ogilvie vació la bolsa de papel y sacó el faro, un destornillador, pinzas, hilo eléctrico y cinta negra aislante.

Los dedos, a pesar de su aparente lentitud se movían con suma destreza. Usando guantes para proteger las manos, retiró los remanentes del vidrio roto. Sólo le llevó un momento descubrir que el faro de repuesto se ajustaría bien al «Jaguar», pero las conexiones eléctricas no. Ya había previsto eso. Trabajando ligero usando las pinzas, el cable y la cinta aislante, hizo una conexión rústica pero efectiva. Con otro cable aseguró el artefacto en su lugar, rellenando con un cartón, que sacó de los bolsillos, el espacio que había dejado el aro perdido. Cubrió esto con cinta aislante negra, pasándola por dentro y sujetándola por atrás. Era un trabajo chapucero que podía ser muy fácilmente advertido a la luz, pero adecuado para la oscuridad. Le había llevado casi quince minutos. Abriendo la portezuela del lado del conductor, encendió las luces de los faros. Ambos se encendieron.

Emitió un gruñido de alivio. En el mismo instante, desde abajo, llegó el agudo staccato de una bocina y el rugido de un coche que aceleraba. Ogilvie quedó helado. El ruido del motor se aproximaba, magnificado su sonido por las paredes de cemento y los techos bajos. Luego, abruptamente, los faros se encendieron iluminando la rampa hacia el piso de arriba. Se oyó el chirrido de las cubiertas, el motor se detuvo, y la puerta golpeó. Ogilvie aflojó su tensión. Sabía que el muchacho utilizaría el ascensor para bajar.

Cuando vio que los pasos retrocedían, volvió a poner sus herramientas y materiales en la bolsa de papel, junto con los fragmentos del faro original. Puso la bolsa a un lado para llevársela después.

Al subir había observado una pequeña habitación de artículos de limpieza, en el piso de abajo. Utilizando la rampa bajó.

Como había esperado, había un equipo de limpieza dentro y eligió una escoba, pala y un balde. Llenó el balde hasta la mitad con agua caliente y tomó un trapo. Escuchando con cuidado los ruidos de abajo, esperó a que pasaran dos automóviles, y luego de prisa volvió al «Jaguar».

Con la escoba y la pala, Ogilvie limpió con prolijidad alrededor del coche. No debían quedar fragmentos de vidrio identificables para que la Policía comparara con los de la escena del accidente.

No tenía mucho tiempo. Cada vez estaban llegando más automóviles al estacionamiento. Dos veces durante la limpieza se había interrumpido por temor a ser visto, sin respirar cuando uno de los automóviles se metió en una cochera en el mismo piso, a pocos metros del «Jaguar». Felizmente, el muchacho que lo traía no se molestó en mirar en derredor, pero era una advertencia para que se apresurara. Si un peón lo veía y se acercaba, significaría curiosidad y preguntas, que repetiría abajo. La explicación de su presencia, que Ogilvie había dado al sereno, parecía poco convincente. No sólo eso, la probabilidad de huir hacia el Norte sin ser descubierto dependía de no dejar, en lo posible, ninguna huella.

Quedaba otra cosa por hacer. Tomando el trapo mojado en agua caliente, limpió con cuidado la parte dañada del guardabarros del «Jaguar» y la superficie adyacente. Cuando retorció el trapo, vio que el agua, que había estado clara, se volvía marrón. Inspeccionó el trabajo con detenimiento y emitió un sonido de aprobación. Ahora, aunque sucediera cualquier cosa, no había sangre seca en el coche.