Diez minutos después, transpirando por el ejercicio, estaba de nuevo en el edificio principal del hotel. Se dirigió directamente a su oficina, donde intentaba dormir una hora antes de partir para el largo viaje a Chicago. Miró el reloj. Eran las once y cuarto.
15
– Podría ser más útil -observó Royall Edwards, recalcándolo-, si alguien me dijera de qué se trata.
El contador general del «St. Gregory» se dirigía a los dos hombres sentados frente a él en la larga mesa de la contaduría. Entre ellos, estaban desparramados libros y archivos, y toda la oficina, por lo común sumida en la oscuridad a esa hora de la noche, estaba en ese momento iluminada en forma brillante. Edwards mismo encendió las luces una hora antes al traer a los dos visitantes, directamente desde la suite de Warren Trent en el piso decimoquinto.
Las instrucciones del propietario del hotel habían sido explícitas: «Estos señores examinarán los libros. Probablemente trabajen hasta mañana por la mañana. Quisiera que usted permaneciera con ellos. Deles todo lo que pidan. No reserve ninguna información.»
Al darle estas instrucciones, reflexionó Royall Edwards, su patrón parecía más alegre de lo que había estado hacía mucho tiempo. Esta alegría, sin embargo, no tranquilizaba al contador general, ya molesto por haber sido citado desde su casa donde estaba trabajando en su colección de sellos, y más irritado aún por no haber sido informado de lo que se trataba. También estaba fastidiado (siendo uno de los más estrictos cumplidores del horario nueve-a-diecisiete, del hotel) ante la idea de trabajar toda la noche.
El contador, sabía desde luego que la hipoteca vencía el viernes y también estaba enterado de la presencia de Curtis O'Keefe en el hotel, con todas sus consecuencias. Era de presumir que esta visita estuviera relacionada con ambas cosas, aunque era difícil imaginar en qué forma. Las etiquetas de las maletas de ambos visitantes, indicando que habían venido por avión de Washington D. C. a Nueva Orleáns, quizá fuera una clave. Sin embargo, el instinto le decía que los dos contadores (que obviamente eran) no tenían conexión con el Gobierno. Bien, en algún momento conocería todos los detalles. Entretanto era desagradable ser tratado como un empleado de menor categoría.
No hubo respuesta a su comentario de que sería más útil si estuviera mejor informado, y lo repitió.
El más viejo de los dos visitantes, un hombre corpulento de mediana edad, con rostro inexpresivo, levantó la taza de café que tenía al lado y bebió.
– Siempre dije, míster Edwards, que no hay nada mejor que una buena taza de café. Verá usted, la mayoría de los hoteles lo preparan mal. Aquí está bien. Por lo tanto pienso que no deben andar mal las cosas en un hotel que sirven café como éste. ¿Qué opina usted, Frank?
– Digo que si tenemos que acabar este trabajo mañana temprano será mejor que charlemos menos. -El segundo hombre respondió sin levantar los ojos de una planilla de balance que estaba estudiando con atención.
El primero hizo un ademán apaciguador con las manos.
– ¿Ve usted cómo son las cosas, míster Edwards? Supongo que Frank tiene razón; generalmente la tiene. ¡Con lo que me hubiera gustado explicarle todo el asunto! Pero quizá sea mejor que sigamos trabajando.
– Muy bien -respondió Royall Edwards, en tono poco amable, consciente del desaire.
– Gracias, míster Edwards. Ahora me gustaría revisar su sistema de inventario… compras, tarjetas de control, los stocks actuales, su última verificación de abastecimiento, y todo el resto. En verdad el café estaba muy bueno. ¿Podríamos tomar más?
– Telefonearé abajo para que lo traigan -respondió el contador. Observó que era cerca de medianoche. Era evidente que permanecerían allí durante algunas horas más.
Jueves
1
Si quería estar despejado para un nuevo día de trabajo, se dijo Peter McDermott era mejor volver a casa y dormir.
Eran las doce y media. Había caminado durante un par de horas, o quizás, algo más. Se sintió refrescado y no muy cansado.
Caminar mucho era un antiguo hábito, en especial cuando tenía alguna preocupación o un problema de difícil solución.
Esa misma noche, más temprano, después de dejar a Marsha, había vuelto a su apartamento en el centro. Pero se había sentido inquieto en el estrecho recinto y con pocas ganas de dormir, de manera que salió a caminar, hacia el río. Había andado a todo lo largo de los muelles del Poydras y de Julia Street, había pasado frente a los barcos anclados, algunos apenas iluminados, silenciosos, otros activos y preparándose para partir. Luego tomó el ferry-boat de Canal Street que cruza el Mississippi; en la otra ribera caminó por los solitarios diques, observando las luces de la ciudad contra la oscuridad del río. Volvió por el Vieux Carré y ahora estaba sentado sorbiendo café au lait, en el viejo mercado francés.
Pocos minutos antes, recordando los asuntos del hotel por primera vez en algunas horas, había telefoneado al «St. Gregory». Preguntó si había alguna novedad con respecto a la amenaza de retirar la Convención de los Odontólogos. El ayudante de gerencia nocturno le informó que el jefe de camareros del piso de la convención le había dejado un mensaje poco antes de medianoche. Lo que éste había oído era que la junta de ejecutivos odontólogos, después de seis horas de sesión no había llegado a ninguna conclusión. Sin embargo, tendría lugar una reunión general de emergencia de todos los delegados de la convención a las nueve y treinta horas en el «Dauphine Salón». Se esperaba que asistieran alrededor de trescientas personas. La reunión sería secreta, con muchas precauciones de seguridad y se había pedido al hotel que ayudara a fin de asegurar el aislamiento.
Peter dejó instrucciones de que se hiciera cualquier cosa que pidieran, y apartó el asunto de su mente hasta la mañana.
Salvo esta breve desviación, la mayor parte de sus pensamientos se habían concentrado en Marsha y en los sucesos de la noche. Las preguntas zumbaban en su mente como pertinaces abejas. ¿Cómo resolver la situación con honradez y sin grosería, evitando lastimar a Marsha? Una cosa, por supuesto, era evidente: su proposición era imposible. Y sin embargo sería el peor tipo de grosería, desechar, sin más, una declaración sincera. El le había dicho: Si hubiera más gente honrada como usted…
Además había otra cosa… ¿y por qué temerlo si ambos eran sinceros? Esta noche se había sentido atraído por Marsha, no como niña, sino como mujer. Si cerraba los ojos podía verla como en aquel momento. El efecto era como vino engañoso.
Pero ya había probado el vino engañoso antes, y el sabor se había convertido en amargura, y, había jurado nunca más dejarse atrapar. Ese tipo de experiencia, ¿acaso templaría el juicio, y haría que un hombre fuera más hábil en la elección de una mujer? Lo dudaba.
Y sin embargo él era un hombre, que respiraba, sentía. Ningún aislamiento voluntariamente impuesto podría o debería durar para siempre. La cuestión era: ¿cuándo y cómo ponerle fin?
En cualquier caso, ¿qué sucedería después? ¿Volvería a ver a Marsha? Suponía que a menos de romper su conexión en forma definitiva en seguida… era inevitable que la viera. Entonces, ¿en qué términos? ¿Y la diferencia de edad?
Marsha tenía diecinueve años. El treinta y dos. La diferencia parecía mucha, ¿pero en realidad era tanta? Ciertamente si ambos tuvieran diez años más, una ligazón… o casamiento… no parecía nada raro. También dudaba de que Marsha se interesara en un muchacho de su edad.