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– Supongo que sabrás las condiciones que me han ofrecido… entre ellas, la de continuar viviendo aquí.

– Sí.

– Ya que tendrá que ser de esa manera, pienso que cuando te gradúes de abogado el mes que viene, tendré que conservarte aquí… en lugar de sacarte de un puntapié, como debiera.

Aloysius Royce vaciló. En cualquier otro momento hubiera devuelto una respuesta rápida y punzante. Pero sabía que lo que estaba oyendo era una súplica de un hombre, vencido y solitario, para que se quedara.

La decisión preocupaba a Royce; de todos modos tendría que tomarla pronto. Durante casi doce años, Warren Trent lo había tratado en muchos sentidos como a un hijo. Si se quedaba, sabía que sus obligaciones podrían ser insignificantes fuera de ser una compañía y confidente, en las horas libres de su trabajo como abogado. La vida distaría mucho de ser desagradable. Y sin embargo, había otras presiones encontradas, que atañían a esa elección de irse o quedarse.

– No lo he pensado mucho -mintió-. Sería mejor que lo hiciera.

Warren Trent reflexionó: todas las cosas grandes y pequeñas estaban cambiando, la mayoría sorprendentemente. No tenía la menor duda de que Royce lo dejaría pronto, del mismo modo que al final había perdido el control del «St. Gregory». Su sensación de soledad, y ahora, de exclusión de la principal corriente de los sucesos, era típica, casi con seguridad, de las personas que han vivido demasiado tiempo.

– Puedes marcharte, Aloysius -le dijo a Royce-. Quiero estar solo un momento.

Decidió que, luego de unos minutos, llamaría a Curtis O'Keefe para rendirse oficialmente.

5

La revista Time, cuyos editores adivinaban una historia de éxitos cuando la leían en los diarios de la mañana, se había lanzado sobre el asunto de los derechos civiles en el incidente del «St. Gregory». Su contacto local, integrante del personal del States-Item de Nueva Orleáns, fue puesto sobre aviso y se le ordenó que reuniera todos los antecedentes que pudiera en el ambiente local. Habían telefoneado al jefe del Time, en Houston, la noche anterior, poco antes de que una edición temprana del Herald Tribune diera la noticia en Nueva York; y el jefe de la agencia de Houston había tomado el avión de las primeras horas de la mañana para Nueva Orleáns.

Ahora ambos hombres estaban conferenciando a puerta cerrada con Herbie Chandler, el jefe de botones, en una pequeña habitación del piso principal, vagamente conocida como oficina de Prensa. Tenía pocos muebles: un escritorio, teléfono y una percha. El hombre de Houston, en razón de su importancia, ocupaba la única silla.

Chandler, respetuosamente, conocedor de la liberalidad del Time con aquellos que le facilitaban el camino, estaba proporcionando las noticias que acababa de recoger.

– He averiguado lo que pasa en la reunión de odontólogos. Están encerrándose más herméticamente que un tambor. Le han dicho al camarero principal del piso que nadie puede entrar, excepto los miembros; ni siquiera las esposas, y tienen gente propia en la puerta, controlando los nombres. Antes de que comience la reunión, todo el personal del hotel tiene que marcharse y las puertas se cerrarán con llave.

El jefe de Houston asintió. Era un joven vehemente llamado Quaratone, que ya había entrevistado al presidente de los dentistas, doctor Ingram. El informe del jefe de botones confirmaba lo que había sabido.

– Desde luego, vamos a celebrar una reunión general de emergencia -había dicho el doctor Ingram-. Lo decidió la junta de los ejecutivos anoche, pero será una reunión a puerta cerrada. Si por mí fuera, hijo, usted y todo el que quisiera entraría y los recibiríamos con gusto. Pero algunos de mis colegas lo ven de otra manera. Piensan que la gente hablará con más libertad si la Prensa no está presente. De manera que pienso que tendrán que esperar que terminemos.

Quaratone, que no tenía la intención de esperar, había agradecido cortésmente al doctor Ingram sus declaraciones. Con Herbie Chandler ya comprado, Quaratone había tenido la idea de emplear un viejo truco y asistir a la reunión vestido con el uniforme de un botones. La última información de Chandler, demostró que necesitaba cambiar de plan.

– ¿Es grande el recinto donde se celebra la reunión? -preguntó Quaratone.

– Es el Salón Dauphine, señor -informó Chandler-. Tiene capacidad para trescientas personas sentadas. Es la cantidad de gente que esperan tener.

El hombre del Time pensó un momento. Cualquier reunión que alcance a trescientas personas, dejará de ser secreta en el instante que termine. Después podré mezclarme fácilmente con los delegados, y actuando como uno de ellos, enterarme de lo que ha sucedido. Sin embargo, de esa manera perdería la mayor parte de las menudencias de interés humano que reclaman el Time y sus lectores.

– ¿El salón tiene galería?

– Hay una pequeña, pero ya han pensado en ello. Lo averigüé. Habrá un par de personas de la convención allí. Además, se desconectarán los altavoces.

– ¡Demonios! -objetó el corresponsal local-. ¿De qué tienen miedo? ¿De saboteadores?

– Algunos de ellos quieren decir algo, pero sin dejar constancia -dijo Quaratone, pensando en voz alta-. La gente profesional, en asuntos raciales por lo menos, no toma posiciones. Aquí mismo se han metido en un brete al admitir el planteo de una definición entre la acción descarada de marcharse o tener un gesto simbólico, sólo para salvar las apariencias. En ese sentido, digo que la situación es excepcional.

Pensó que también por eso podría haber allí una historia mejor de lo que al principio había supuesto. Más que nunca, estaba determinado a encontrar una manera de entrar en la reunión.

– Quiero un plano del piso donde se celebra la reunión y del de arriba -le dijo en forma perentoria a Herbie Chandler-. No sólo un plano de la distribución, sino uno técnico, que muestre las paredes, conductos, espacios en los cielos rasos y todo lo demás. Lo quiero pronto, porque si hemos de hacer algo, tenemos menos de una hora.

– En realidad, no sé que exista una cosa así, señor. En cualquier caso… -el jefe de botones guardó silencio, al observar que Quaratone estaba sacando una cantidad de billetes de veinte dólares.

El hombre del Time le dio cinco de los billetes a Chandler.

– Consiga alguien encargado del mantenimiento, mecánico o lo que sea. Utilice esto, por ahora. Me ocuparé de usted más tarde. Búsqueme aquí dentro de media hora; antes, si es posible.

– ¡Sí, señor! -La cara de comadreja de Chandler se plegó en una sonrisa obsequiosa.

– Continúe con los enfoques locales, ¿quiere? -ordenó Quaratone al reportero de Nueva Orleáns-. Declaraciones de la Municipalidad de ciudadanos importantes; mejor será que hable con la N.A.A.C.P. Usted sabe… ese tipo de cosas.

– Podría describirlo en sueños.

– No lo haga. Y busque cosas de interés humano. Podría ser una buena idea conseguir hablar con el alcalde en los lavabos. Lavándose las manos, mientras le formula a usted una declaración… Simbólico. Consígase una primicia…

– Trataré de ocultarme en un lavabo. -El reportero salió alegremente, sabiendo que a él también se le pagaría con generosidad por ese trabajo extra.

Quaratone esperó en la cafetería del «St. Gregory». Pidió té helado y lo bebió a sorbos, ausente, absorto en la historia que estaba desarrollándose. No sería muy importante, pero si podía encontrar enfoques nuevos, tal vez resultaría una columna y media en la edición de la semana siguiente. Lo que le agradaría, puesto que en las últimas semanas, una docena o más de sus artículos elaborados con todo cuidado, habían sido rechazados o acortados por Nueva York, durante la preparación de la revista. Esto no era excepcional, y escribir en el vacío era una frustración con la que había aprendido a vivir el personal de Time-Life. Pero a Quaratone le gustaba salir en letra de molde, y ser tenido en cuenta por quienes le interesaban.