Выбрать главу

– Sólo una persona me oyó. Ese administrador. Ni se habrá fijado.

– Lo advirtió. Observé su cara -con trabajo, la duquesa mantuvo el control de sí misma-. ¿Tienes acaso una ligera noción del embrollo en que estamos?

– Ya te dije que sí -el duque tomó otro trago y quedó contemplando el vaso vacío-. Y bien avergonzado que estoy. Si no me hubieras persuadido… si no hubiera estado bebiendo…

– ¡Estabas borracho! Estabas borracho cuando te encontré, y todavía lo estás.

Movió la cabeza como para aclararla.

– Ahora estoy sobrio -le había llegado el turno de acusar-. Tuviste que seguirme, que entrometerte. Hubieras dejado las cosas como estaban…

– Eso no importa. Es lo otro lo que tiene importancia.

– me persuadiste… -repitió él.

– No podíamos hacer nada. ¡Nada! Y había una mejor posibilidad como yo decía.

– No estoy tan seguro. Si la Policía mete sus narices en…

– Primero tienen que sospechar de nosotros. Por eso provoqué el incidente con el camarero, y lo continué. No es una coartada, pero a falta de ella, es lo mejor. Quería grabar en sus mentes que estuvimos aquí esta noche… y así habría sido, si tú no lo hubieras echado a perder. Podría ponerme a llorar…

– Eso sería interesante -dijo el duque-. No pensaba que eras tan mujer como para eso. -Se incorporó en el sillón, y en cierta forma se había desprendido de su sumisión, o de la mayor parte de ella. Era una calidad de camaleón que algunas veces desconcertaba a quienes lo trataban, dejándolos sin saber cuál era su verdadera personalidad.

La duquesa se sonrojó, lo que realzó su belleza estatuaria.

– Eso no es necesario.

– Tal vez no. -Levantándose, el duque se dirigió a una mesa lateral, donde se sirvió whisky con generosidad, agregándole un chorro de soda. Dándole la espalda, continuó:- De todos modos, debes admitir que eso es lo que está en el fondo de la mayor parte de nuestros problemas.

– No admito nada semejante. Tus hábitos, quizá, pero no los míos. Ir a ese desagradable lugar de juego esta noche, fue una locura; y llevar a esa mujer…

– Ya te he explicado eso -dijo el duque con cansancio-. Exhaustivamente, cuando volvíamos. Antes de que sucediera aquello.

– No sabía que lo que te dije te hubiera llegado tan a fondo.

– Tus palabras, mujer, penetran las nieblas más profundas. Trato de hacerlas impenetrables. Hasta ahora no lo he conseguido. -El duque tomó un trago.- ¿Por qué te casaste conmigo?

– Supongo que fue porque te destacabas en nuestro círculo como alguien que valía la pena. La gente decía que la aristocracia estaba vencida. Tú parecías probar que no era así.

Sostuvo en alto el vaso, estudiándolo como si fuese una bola de cristal.

– No lo estoy probando ahora, ¿eh?

– Si así lo parece, es porque yo te estoy apoyando.

– ¿Washington? -La palabra era una pregunta.

– Podríamos lograrlo -respondió la duquesa-. Si consiguieras mantenerte sobrio y en tu propio lecho.

– ¡Aja! -respondió huecamente su marido-. En verdad, ese lecho es bastante frío.

– Ya te he dicho que no es necesario insistir en eso.

– ¿Te has preguntado por qué me casé contigo?

– Tengo mis opiniones.

– Te diré la más importante. -Volvió a beber como buscando valor; luego dijo pesadamente:- Te quería en ese lecho. Con urgencia. Legalmente. Sabía que era la única forma.

– Me sorprende que te hayas incomodado. Con tantas otras para elegir, antes… y desde entonces.

Sus ojos sanguinolentos estaban fijos en el rostro de ella.

– No quería otras. Te quería a ti. Y todavía lo quiero.

– ¡Basta ya! Ya es bastante -respondió ella con energía.

El movió la cabeza.

– Hay algo que debes oír. Tu orgullo, mujer. ¡Magnífico! ¡Salvaje! Siempre me ha atraído. No quería quebrarlo. Compartirlo. Tú de espaldas, los muslos separados. Apasionada. Temblando…

– ¡Calla! ¡Calla! ¡Eres… un libertino! -Su rostro estaba pálido y la voz se tornó aguda.- ¡No me importa que la Policía te prenda! ¡Ojalá te condenaran a diez años!

6

Después de su rápida disputa con la recepción, Peter McDermott volvió a cruzar el corredor del decimocuarto piso hacia la habitación 1439.

– Si usted lo aprueba -informó al doctor Uxbridge- trasladaremos a su paciente a otra habitación en este mismo piso.

El alto y fornido médico que había respondido a la llamada de emergencia de Christine, asintió. Recorrió con la mirada la pequeña «habitación ja-ja», con el laberinto de cañerías de la calefacción y del agua.

– Cualquier cambio sólo puede significar una mejora.

Cuando el médico se volvió hacia el hombrecito de la cama para darle cinco minutos de oxígeno, Christine recordó a Peter:

– Lo que necesitamos ahora es una enfermera.

– Dejaremos que el doctor Aarons se encargue de eso -respondió en voz alta Peter-. El hotel tendrá que contratarla, supongo, lo que significa que seremos responsables de su pago. ¿Cree usted que su amigo Wells podrá afrontar ese gasto?

Habían vuelto al corredor, hablando en voz baja.

– Estoy preocupada con eso. No creo que tenga mucho dinero. -Peter advirtió que cuando se concentraba, la nariz de Christine se plegaba de una manera encantadora. Tenía conciencia de su proximidad y de un tenue perfume.

– Oh, bien, no estaremos demasiado endeudados a la mañana. Dejaremos que el departamento de crédito se haga cargo, entonces.

Cuando llegó la llave, Christine se adelantó para abrir la nueva habitación 1410.

– Está lista -anunció al volver.

– Lo mejor será cambiar las camas -dijo Peter a los otros-. Llevemos ésta a la 1410 y traigamos la otra aquí -pero descubrieron que la puerta era unos centímetros más angosta.

Albert Wells, respirando mejor y ya con algo de color en las mejillas, se ofreció:

– He caminado durante toda mi vida; puedo caminar un poco ahora -pero el doctor Uxbridge negó decididamente con la cabeza.

El jefe de mecánicos verificó la diferencia de anchos.

– Sacaré la puerta de los goznes -dijo al enfermo-. Entonces saldrá como un corcho de una botella.

– No se preocupe -intervino Peter-. Hay una manera más rápida… si usted está de acuerdo, míster Wells.

El otro sonrió y asintió.

Peter se inclinó, puso una frazada alrededor de los hombros del enfermo y lo levantó.

– Tiene usted brazos fuertes, hijo.

Peter sonrió. Entonces, tan fácilmente como si estuviera llevando un niño, caminó por el corredor hasta la nueva habitación.

Quince minutos después todo funcionaba como sobre ruedas. El equipo de oxígeno se había trasladado sin dificultad, aun cuando ahora era menos urgente, ya que el aire acondicionado en la habitación más espaciosa 1410, no tenía el inconveniente de las cañerías calientes, y por eso era más agradable. El médico residente, el doctor Aarons, había llegado majestuoso, jovial, con un fuerte aliento a alcohol que formaba una nube casi visible. Aceptó con presteza el ofrecimiento del doctor Uxbridge para una consulta al día siguiente, y también aprobó la sugerencia de que la cortisona podía prevenir que se repitiera el ataque anterior. Una enfermera privada, a quien el doctor Aarons telefoneó afectuosamente («¡Una noticia maravillosa, querida! ¡Trabajaremos en equipo otra vez!») estaba ya en camino.

Cuando el jefe de mecánicos y el doctor Uxbridge se retiraron, Albert Wells dormía tranquilo.

Siguiendo a Christine al corredor, Peter cerró con cuidado la puerta, dejando al doctor Aarons que, mientras esperaba a su enfermera, paseaba por la habitación tarareando pianissimo el Aria del Toreador, de Carmen… (Pom, pom, pom, pom-pom; pom, pom, pom, pom-pom…) Al cerrarse el picaporte, cortó la tonada.