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– Anoche sólo dispuso de pocas horas para conducir el coche -continuó la duquesa, como para tranquilizarse-. Esta noche será diferente. Puede seguir en cuanto oscurezca, y para mañana a la noche ya estará a salvo.

– ¡A salvo! -Su marido volvió con lentitud a su bebida.- Supongo que lo sensato es pensar así. Y no en lo que sucedió. En esa mujer y en esa niña… Hicieron fotografías; supongo que las viste.

– Ya hemos pensado en eso. No traerá ningún beneficio volver sobre lo mismo.

El pareció no haberla oído.

– El funeral es hoy… esta tarde… por lo menos, podríamos ir.

– No puedes hacerlo, y sabes que no lo harás.

Hubo un pesado silencio en la elegante y espaciosa habitación.

Se quebró, de pronto, por la campanilla del teléfono. Se miraron. Ninguno de los dos intentó responder. Los músculos del rostro del duque se plegaban espasmódicamente.

La campanilla sonó otra vez, luego calló. A través de las puertas intermedias, oyeron la voz del secretario, indiferente, que respondía desde una extensión telefónica.

Un momento después, el secretario golpeó la puerta y entró en actitud deferente. Miró hacia el duque.

– Su Gracia, es uno de los diarios locales. Dicen que han tenido una noticia… (titubeó ante un término poco familiar) un boletín relámpago que parece referirse a usted.

Haciendo un esfuerzo, la duquesa recobró su dominio.

– Páseme la comunicación. Cuelgue la conexión. -Levantó el teléfono que tenía cerca. Sólo un observador muy perspicaz habría advertido que las manos le temblaban.

Esperó el leve ruido que indicaba el cierre de la extensión, y luego anunció:

– Habla la duquesa de Croydon.

La voz rápida de un hombre, respondió:

– Señora, le hablan desde la oficina central del States-Item. Tenemos una información recibida por la «Associated Press», y acaban de decir… -La voz calló.- Perdóneme -oyó decir irritado al que hablaba-. ¿Dónde demonios está?… ¡Hey! ¡Dame ese papel, Andy! -hubo un ruido de papeles; luego la voz continuó-: Lo lamento, señora. Le leeré esto: «Londres (AP) Círculos parlamentarios locales citan hoy el nombre del duque de Croydon, conocida fuente de dificultades para el Gobierno británico, como el futuro embajador de este país, en Washington. La reacción inicial es favorable. Se espera el anuncio oficial de un momento a otro.» Aún hay más, señora. Pero no la molestaré con ello. Llamamos para saber si su marido quiere hacer alguna declaración; luego, con su permiso, me gustaría enviar un fotógrafo al hotel.

Por un momento, la duquesa cerró los ojos, dejando que oleadas de alivio la inundaran, purificándola al arrastrar las preocupaciones.

La voz en el teléfono insistió:

– Señora, ¿todavía está ahí?

– Sí -obligó a su mente a que funcionara.

– Con respecto a la declaración, querríamos…

– Por ahora -interrumpió la duquesa-, mi marido no tiene nada que decir, ni lo tendrá, hasta que la designación se confirme oficialmente.

– En ese caso…

– Lo mismo digo de la fotografía.

– Por supuesto -la voz parecía defraudada-, daremos la noticia que tenemos en la primera edición.

– Eso es cosa de ustedes.

– Entretanto, si hay algún anuncio oficial, nos gustaría estar en contacto.

– Si eso ocurriera, estoy segura de que mi marido estaría encantado de hablar con la Prensa.

– Entonces, ¿podemos llamar por teléfono otra vez?

– Sí. Hágalo, por favor.

Después de colgar el receptor, la duquesa de Croydon se sentó erguida e inmóvil. Por último, con una sonrisa en los labios, dijo:

– ¡Se ha producido… Geoffrey ha triunfado!

Su marido la miraba incrédulo. Se humedeció los labios.

– ¿Washington?

La duquesa repitió la síntesis del boletín de la «AP».

– La filtración fue deliberada, con seguridad, para probar la reacción. Es favorable.

– No hubiera creído que ni siquiera tu hermano…

– Su influencia ha ayudado. Sin duda, han mediado otras razones. El momento. Se necesitaba alguien con tus antecedentes. La política adecuada. Tampoco olvides que sabíamos que existía la posibilidad. Por fortuna, todo coincidió.

– Ahora que ha sucedido… -guardó silencio, sin desear completar su pensamiento.

– Ahora que ha sucedido… ¿qué?

– Me pregunto… ¿lo podré llevar a cabo?

– Puedes y lo harás. Lo haremos.

El duque movía la cabeza dubitativo.

– Hubo un tiempo…

– Todavía es tiempo -la voz de la duquesa se agudizó con autoridad-. Más tarde te verás obligado a recibir a la Prensa. Habrá otras cosas. Será necesario que estés coherente y que permanezcas así.

– Haré lo mejor que pueda -asintiendo, levantó el vaso para beber.

– ¡No! -la duquesa se levantó; quitó el vaso de la mano de su marido y lo llevó al cuarto de baño. El duque oyó que el contenido se derramaba en el lavabo.

– No habrá más de eso -anunció ella volviendo-. ¿Comprendes? Ni una gota más.

Parecía que el duque iba a protestar; luego se mostró de acuerdo.

– Supongo… que es la única manera.

– Si quieres que retire las botellas, que derrame ésta…

– Yo me las arreglaré -con un evidente esfuerzo de voluntad, trató de concentrar sus pensamientos. Con esa misma cualidad de camaleón que había exhibido el día anterior, parecía haber más determinación en sus rasgos que un momento antes. Su voz era firme, cuando observó:

– Es una noticia muy buena.

– Sí. Puede significar un nuevo comienzo.

Dio un medio paso hacia ella; luego cambió de parecer. Cualquiera que fuera el nuevo comienzo, sabía que no incluiría eso.

Su esposa ya estaba razonando en voz alta.

– Será necesario cambiar nuestros planes respecto a Chicago. De ahora en adelante, todos tus movimientos serán objeto de mucha atención. Si vamos juntos, será informado en grandes titulares en la Prensa de Chicago. Podría provocar curiosidad que el coche se llevara para ser reparado.

– Uno de nosotros debe ir.

– Yo iré sola -afirmó la duquesa con decisión-. Puedo cambiar un poco mi aspecto, usar anteojos. Si tengo cuidado, evitaré llamar la atención. -Sus ojos se dirigieron a una pequeña cartera de mano que había al lado del secrétaire.- Llevaré el resto del dinero y haré lo que sen necesario.

– Das por sentado que ese hombre llegará a salvo a Chicago. Todavía no ha sucedido.

Los ojos de la duquesa se agrandaron como si recordara una pesadilla olvidada.

– ¡Oh, Dios! ¡Ahora… más que nunca… debe llegar! ¡Debe llegar!

12

Poco después de almorzar, Peter McDermott consiguió salir del hotel y dirigirse a su apartamento, donde cambió su traje negro de trabajo que usaba la mayor parte del tiempo en el hotel, por unos pantalones de lino y una chaqueta liviana. Volvió luego por poco tiempo a la oficina, donde firmó unas cartas, y al salir las dejó en el escritorio de Flora-Volveré a última hora de la tarde -le anunció. Luego, recordándolo, añadió-: ¿Ha sabido algo sobre Ogilvíe? -La secretaria negó con un gesto.

– En realidad, nada. Usted me dijo que preguntara si míster Ogilvie había dicho a alguien adonde iba. Bien, no lo ha dicho.

– En verdad, no esperaba que lo hiciera.

– Pero hay una cosa… -Flora vaciló-. Probablemente no tenga importancia, pero parece un poco extraño.

– ¿Qué?

– El automóvil que utilizó míster Ogilvie… ¿dijo usted que era un «Jaguar»?

– Sí.

– Pertenece al duque y la duquesa de Croydon.

– ¿Está segura de que nadie ha cometido un error?

– Yo también me lo pregunté, de manera que pedí que investigaran en el garaje. Me dijeron que hablara con un hombre llamado Kulgmer, que es el encargado nocturno.