– Si es lo mismo para usted, prefiero el calor -exclamó Peter.
– A todos nos llega el fin -rió el otro-. ¿Cómo está, miss Preyscott?
– ¡Hola, míster Collodi! Este es míster McDermott.
El sepulturero saludó amablemente.
– ¿Echando un vistazo a la bóveda de la familia?
– Vamos a hacerlo.
– Por aquí, entonces. -Por sobre el hombro siguió diciendo:- La hemos limpiado hace una o dos semanas. Ahora parece muy bien.
Mientras se dirigían por las angostas calles de juguete, Peter vio viejas fechas y nombres. Su guía señaló una pila de fragmentos humeantes en un espacio abierto.
– Estamos quemando un poco.
Peter pudo ver pedazos de féretro entre el humo.
Se detuvieron ante una tumba de seis secciones, construida como una casa criolla tradicional. Estaba pintada de blanco y en mejores condiciones que la mayoría de las que la rodeaban. Grabados en un mármol desgastado por el tiempo, había muchos nombres, casi todos Preyscott.
– Somos una antigua familia. Debe estarse llenando allí abajo, entre el polvo.
El sol caía brillante sobre la tumba.
– Linda, ¿no es cierto? -El sepulturero dio un paso hacia atrás, admirándola. Luego señaló la puerta de arriba.
– Esa será la primera en abrirse, miss Preyscott. Su papá irá allá dentro. -El hombre tocó una segunda fila:- Esa será para usted. Dudo, sin embargo, que sea yo quien la ponga dentro. -Guardó silencio. Luego, reflexionando, agregó:- Llega antes de lo que queremos para todos nosotros. Tampoco importa que se haya aprovechado el tiempo… ¡No, señor! -Enjugándose la cabeza una vez más, se marchó.
A pesar del calor del día, Peter se estremeció. La idea de señalar la tumba designada a alguien tan joven como Marsha, lo turbaba.
– No es tan morboso como parece -los ojos de Marsha lo miraban, y él advirtió una vez más su habilidad para leer sus pensamientos.
– Aquí nos educan para entender todo esto como parte de nosotros.
Asintió. De todas maneras ya había tenido bastante de este lugar de muerte.
Estaban saliendo, cerca de la puerta de Basin Street, cuando Marsha, poniéndole la mano en el brazo, lo retuvo.
Una fila de coches se había detenido. Cuando las portezuelas se abrieron, la gente que salía se reunió en la acera. A juzgar por las apariencias, era obvio que iba a entrar un cortejo fúnebre.
– Peter, tendremos que esperar -susurró Marsha. Se apartaron, quedando cerca de los portones, pero menos visibles.
Ahora el grupo de la acera se separaba para dar paso a un pequeño cortejo. Un hombre cetrino, con la actitud untuosa de un empresario de pompas fúnebres, venía delante. Lo seguía un sacerdote.
Detrás del sacerdote, un grupo de seis personas se movía con lentitud, llevando un pesado féretro sobre los hombros. Detrás de ellos, otros cuatro llevaban un féretro pequeño blanco. Sobre él había adelfas esparcidas.
– ¡Oh, no! -exclamó Marsha.
Peter le tomó la mano, apretándosela.
El sacerdote iba entonando un cántico: «Que los ángeles te lleven al paraíso, que los mártires salgan a recibirte y te lleven a la ciudad santa de Jerusalén.»
Un grupo de deudos seguía el segundo féretro. Delante, caminando solo, iba un hombre joven. Vestía un traje negro que no era para su talle, y llevaba el sombrero con desaire. Sus ojos parecían remachados al pequeño féretro. Las lágrimas le caían por las mejillas. En el grupo de atrás, una mujer entrada en años, lloraba apoyada en otra.
– «…que un coro de ángeles te dé la bienvenida, y con Lázaro, pobre en otro tiempo, puedas descansar eternamente…»
– Son las personas que murieron atropelladas en aquel accidente, y luego el coche huyó. Eran una madre y su niñita. Estaba en los diarios -murmuró Marsha. Peter vio que estaba llorando.
– Lo sé -Peter tenía la sensación de ser parte de esta escena, de compartir el dolor. El primer encuentro, aquel lunes por la noche, había sido triste y completo. Ahora, la sensación de tragedia parecía más próxima, más íntimamente real. Sintió que sus propios ojos estaban húmedos, cuando pasó el cortejo.
Detrás de los deudos de la familia, caminaban otras personas. Peter se sorprendió cuando reconoció un rostro. Al principio no pudo identificar a su dueño; luego comprendió que era Sol Natchez, el viejo camarero del servicio de habitaciones suspendido en su trabajo después de su disputa con el duque y la duquesa de Croydon, el lunes por la noche. Peter había hecho venir a Natchez el martes por la mañana para transmitirle la orden de Warren Trent, de pasar el resto de la semana sin prestar servicios en el hotel y con paga. Natchez miró hacia el lugar donde Peter y Marsha estaban de pie, pero no dio señales de reconocerlo.
El cortejo fúnebre continuó adelante por el cementerio, y luego se perdió de vista. Esperaron a que todos los deudos y acompañantes pasaran.
– Ahora podemos marcharnos -dijo Marsha.
Inesperadamente, una mano tocó el brazo de Peter. Volviendo la cabeza, vio a Sol Natchez. Después de todo, los había visto.
– Lo vi allí, míster McDermott. ¿Conocía usted a la familia?
– No -respondió Peter-. Estábamos aquí por casualidad -y presentó a Marsha.
– ¿Usted no esperó a que terminaran los servicios?
El viejo movió la cabeza.
– Algunas veces no se puede soportar todo esto.
– Entonces, ¿usted conocía a la familia? -inquirió Peter al viejo.
– Sí, muy bien. Es una cosa triste, demasiado triste.
Peter asintió. Pareció que todo estaba dicho.
– El martes, no pude decírselo, míster McDermott, pero le agradezco lo que hizo. Me refiero a lo que habló por mí.
– Está bien, Sol. Nunca pensé que tuviera la culpa.
– Es una cosa extraña, cuando se piensa en ella. -El viejo miró a Marsha; luego a Peter. Parecía no querer marcharse.
– ¿Qué es lo extraño?
– Todo esto. El accidente… -Natchez hizo un ademán señalando hacia donde había desaparecido el cortejo.
– Debió de suceder poco antes de que yo tuviera ese pequeño incidente el lunes por la noche, mientras usted y yo estábamos hablando…
– Sí -replicó Peter. Se sentía poco inclinado a explicar su propia experiencia un poco más tarde, en la escena del accidente.
– Quería preguntarle, míster McDermott… ¿se dijo algo más acerca del asunto con el duque y la duquesa?
– Ni una palabra.
Peter supuso que Natchez encontraba un alivio, como él mismo lo sentía, comentando otra cosa que no fuera el funeral.
– Más tarde he pensado mucho en eso -rumiaba el camarero-. Parecería como si se hubieran empeñado en hacer un alboroto. No puedo entenderlo. Todavía no puedo.
Peter recordó que Natchez había dicho algo muy parecido el mismo lunes por la noche. Recordó las palabras exactas que había pronunciado el camarero. Natchez había estado hablando de la duquesa de Croydon: Me empujó el brazo Si no supiera que es imposible, diría que fue deliberado. Y luego había tenido la misma impresión generaclass="underline" que la duquesa quería que se recordara el incidente. ¿Qué había dicho ella? Algo acerca de pasar una noche tranquila en la suite, y luego haber dado una vuelta a pie alrededor de la manzana. Acababan de llegar, había dicho la duquesa. Peter recordaba haberse preguntado en aquel momento por qué había insistido en eso.
Entonces el duque de Croydon había murmurado algo sobre haber dejado sus cigarrillos en el coche, y que la duquesa lo había acallado en seguida.
…El duque había dejado sus cigarrillos en el coche…
Pero si los Croydon se habían quedado en el departamento, y luego salieron a dar una vuelta a la manzana…
Por supuesto, podía haberlos olvidado antes.
Sin saber por qué, Peter no le creyó.