Olvidado de Marsha y de Sol, se concentró.
¿Por qué los Croydon deseaban ocultar haber utilizado su coche el lunes por la noche? ¿Por qué la simulación de haber pasado la noche en el hotel? ¿La queja sobre la Creóle de langostinos derramada, sería un ardid teatral… involucrando deliberadamente a Natchez, luego a Peter… para afianzar la ficción? De no ser por la observación casual del duque, que encolerizó a la duquesa, Peter lo habría aceptado como cierto.
¿Por qué callar que habían utilizado el coche?
Natchez había dicho hacía un momento: «Es una cosa curiosa… el accidente… debió de haber ocurrido un momento antes de que tuviera ese pequeño incidente.»
El coche de los Croydon era un «jaguar».
Ogilvie.
De pronto tuvo el recuerdo del «Jaguar» emergiendo del garaje la noche anterior. Cuando se detuvo por un momento bajo la luz, había visto algo extraño. Recordaba haber visto algo. Pero, ¿qué? Con una terrible frialdad recordó: Eran el faro y el guardabarros delantero; ambos estaban averiados. Por primera vez tenían significado los boletines de la Policía.
– Peter -comentó Marsha-, de pronto se ha puesto pálido.
Apenas la oyó.
Era esencial que pudiera marcharse. Estar en alguna parte solo, donde pudiera pensar. Tenía que razonar con cuidado, en forma lógica y sin prisa. Sobre todo, no podía proceder con premura, ni llegar a conclusiones engañosas.
Eran las piezas de un rompecabezas: parecían estar relacionadas.
Pero había que pensar una y otra vez, arreglar y volver a arreglar. Quizá descartar.
La idea parecía imposible. Era demasiado fantástica para ser verdad. Y sin embargo…
Oyó la voz de Marsha como si estuviera muy lejos.
– Peter, ¿qué tiene? ¿Qué ha pasado?
Sol Natchez también lo miraba extrañado.
– Marsha, no puedo decirle nada ahora, pero tengo que irme.
– ¿Ir adonde?
– Al hotel. Lo siento. Le explicaré después.
– Creía que tomaríamos el té. -Su voz tenía un leve desencanto.
– Por favor, créame. Es importante.
– Si tiene que irse, lo llevaré.
– No, por favor. -Volver con Marsha significaría hablar, explicar.- La llamaré más tarde.
Los dejó plantados y aturdidos, mirándolo.
Fuera, en Basin Street, llamó un taxi. Le había dicho a Marsha que iría al hotel, pero cambiando de idea, le dio al conductor la dirección de su apartamento.
Allí estaría más tranquilo.
Tenía que pensar. Decidir qué iba a hacer.
Eran las últimas horas de la tarde, cuando Peter McDermott resumió sus deducciones.
Cuando se suma algo, veinte, treinta, cuarenta veces… cuando en todos los casos la conclusión a que se llega es la misma; cuando el resultado es el mismo a que uno se ve obligado; cuando todo esto sucede, la propia responsabilidad es ineludible.
Desde que dejó a Marsha hora y media antes, había permanecido en su apartamento. Se había obligado, venciendo la agitación y el impulso apremiante, a pensar razonadamente, con cuidado, sin excitación. Había revisado, punto por punto, los incidentes acumulados desde el lunes por la noche. Había buscado explicaciones, tanto para los hechos individuales como para la acumulación de todos ellos. No encontró ninguna que ofreciera consistencia ni sentido común, salvo la terrible conclusión a que había llegado en forma sorprendente esa tarde.
Ahora el análisis había terminado. Tenía que tomar una decisión.
Consideró la posibilidad de decir todo lo que sabía y había conjeturado, a Warren Trent. Luego, desechó la idea por ser una cobarde evasión de su responsabilidad. Cualquier cosa que fuera necesario hacer, tendría que realizarla solo.
Tenía la sensación de que debía actuar de acuerdo a las circunstancias. Se cambió con rapidez el traje claro por otro oscuro. Al salir tomó un taxi para recorrer las pocas manzanas que lo separaban del hotel.
Caminó desde el vestíbulo contestando saludos, hasta su oficina en el entresuelo principal. Flora tenía la tarde libre. Había un montón de mensajes, que no leyó, sobre su escritorio.
Se sentó tranquilamente por un momento, en la silenciosa oficina, pensando en lo que iba a hacer. Luego levantó el auricular, esperó a que le dieran línea, y marcó el número de la Policía.
13
El persistente zumbar de un mosquito que de alguna forma había entrado al interior del «Jaguar», despertó a Ogilvie durante la tarde. Despertó con dificultad, y al principio no pudo recordar dónde estaba. Luego, la secuencia de los acontecimientos volvió a su memoria; la partida del hotel, el viaje durante la oscuridad del amanecer, la alarma infundada, su decisión de esperar a que pasarara el día antes de reiniciar el viaje hacia el Norte; y, por fin, la huella, el pasto con los grupos de árboles al fondo, donde había ocultado el coche.
El escondite, en apariencia, había sido bien elegido. Una mirada al reloj le indicó que había dormido, sin interrupción, casi ocho horas.
Al recobrar la conciencia, también sintió una intensa molestia. En el coche, que no era mullido, su cuerpo sometido al confinamiento del estrecho asiento posterior, estaba envarado y dolorido. Tenía la boca seca y con mal gusto. Tenía hambre y sed.
Con un gruñido de dolor, Ogilvie enderezó su pesado cuerpo, y abrió la portezuela. En seguida se vio rodeado por una docena de mosquitos. Los espantó y miró alrededor, tomándose tiempo para orientarse, comparando lo que ahora veía con sus impresiones de la mañana. En aquel momento apenas había luz y estaba fresco; ahora el sol brillaba alto, y aun a la sombra de los árboles, el calor era intenso. Llegándose hasta el borde del bosquecillo, podía ver el distante camino principal con reverberaciones de calor. Por la mañana, temprano, no había mucho tránsito. Ahora, los automóviles y camiones marchaban con rapidez eft ambas direcciones. El ruido de los motores a distancia, apenas era audible.
Más cerca, aparte del constante zumbar de insectos, no había señales de actividad. Entre Ogilvie y el camino principal sólo existían adormecidos campos, el sendero tranquilo y el aislado bosquecillo. Bajo este último, el «Jaguar» permanecía oculto.
Ogilvie se tranquilizó, luego abrió un paquete que había guardado en el portaequipajes del coche antes de salir del hotel. Contenía un termo con café, varias latas de cerveza, sandwiches, embutido, un tarro de pepinillos y una tarta de manzana. Comió con voracidad, rociando la comida con copiosos tragos de cerveza, y luego café. Este se había enfriado desde la noche anterior, pero estaba fuerte y satisfacía.
Mientras comía escuchó la radio del coche, esperando las noticias de Nueva Orleáns. Cuando éstas llegaron, no hubo más que una breve referencia a la investigación sobre el trágico accidente, sin que se hubiera producido ninguna novedad al respecto.
Luego, decidió explorar. A unos centenares de metros, en la cresta de una loma, había un segundo grupo de árboles, algo más grande que el primero. Cruzó un campo abierto hacia él, y del otro lado de los árboles encontró una orilla musgosa y una corriente de agua lenta y barrosa. Arrodillándose se hizo una somera toilette y se sintió refrescado. El pasto era más verde y acogedor que donde ocultara el coche y se tendió satisfecho, utilizando su chaqueta como almohada.
Cuando estuvo cómodamente instalado, Ogilvie pasó revista a los sucesos de la noche y la perspectiva que tenía por delante. La reflexión confirmó sus conclusiones previas de que el encuentro con Peter McDermott al salir del garaje del hotel, había sido accidental y podía desecharse. Era previsible que la reacción de McDermott al enterarse de la ausencia del jefe de detectives, fuera explosiva. Pero en sí misma, no revelaría el destino de Ogilvie ni la razón de su partida.