Una mesa rodante, con tres pavos recién cocinados, estaba ya saliendo de un ascensor de servicio. Los cocineros del recinto de preparación cayeron sobre ellos. El ayudante del cocinero que los había traído, volvió en busca de otros.
Quince porciones de cada pavo. Una disección rápida con la pericia de un cirujano. En cada plato la misma proporción: carne blanca, carne negra, salsa. Veinte porciones en una bandeja de servir. Mandar la bandeja a un mostrador. Mesas rodantes con legumbres humeantes, como barcos.
El despacho de mensajes por el sub-chef había concluido con el equipo de servicio. André Lemieux se presentó en reemplazo de dos ausentes. El equipo recobró la velocidad; andaba más ligero que antes, aún.
¡Fuente… carne… legumbres primero… ahora salsa… hagan correr la fuente… taparla! Un hombre para cada movimiento: brazos, manos, cucharones, todo moviéndose en conjunto. ¡Una comida por segundo… aún más rápido!. Frente a los mostradores de servir, la fila de camareros se hacía cada vez más larga.
Del otro lado de la cocina, el chef repostero abría refrigeradores: inspeccionando, seleccionando, golpeando las puertas al cerrarlas. Los reposteros de la cocina principal habían acudido para ayudar. ¡Saquen los postres de reserva! Envíen más desde los refrigeradores del subsuelo.
En medio de la agitación, una anomalía.
El camarero informa al encargado, el encargado al mâitre d'hôtel y el mâitre a André Lemieux.
– Chef, hay un caballero que dice que no le gusta el pavo. Que si se le podría servir roastbeef no muy cocido.
Una carcajada brotó del grupo de sudorosos cocineros.
Pero el requerimiento había observado el protocolo con corrección, como lo sabía Peter. Sólo el chef principal podía autorizar cualquier alteración en un menú fijo.
– Puede ser satisfecho -replicó André Lemieux con una sonrisa-, pero sírvalo el último en su mesa.
Eso también era una vieja práctica en las cocinas. Como cuestión de relaciones públicas, la mayoría de los hoteles cambiarían un plato, si se pedía una alteración del menú, aunque el sustituto fuera más caro. Pero en forma invariable, como en este caso, el individualista debería esperar hasta que todos sus compañeros de mesa hubieran comenzado a comer. Una precaución contra otros que pudieran sentirse inspirados en la misma idea.
Ahora la fila de camareros ante el mostrador de servicio, estaba disminuyendo. En el Gran Salón ya se había servido el plato principal a la mayoría de los asistentes incluyendo a los últimos en llegar. Los ayudantes comenzaban a regresar del comedor con los platos utilizados. Se tenía la sensación de una crisis superada. André Lemieux abandonó su lugar entre los servidores, y miró inquisitivamente al chef de los reposteros.
Este último, delgado como un palillo, diríase que no probaba los productos que elaboraba. Hizo un círculo con los dedos pulgar e índice.
– Todo listo para ser servido, chef.
– Monsieur, parece que hemos dominado la situación -comentó André Lemieux, reuniéndose a Peter.
– Diría que ha hecho usted mucho más. Estoy impresionado.
– Lo que usted ha visto ha estado bien. Pero eso sólo es una parte de la tarea -dijo el joven francés con un encogimiento de hombros-. En otras partes no parecemos tan eficientes. Excúseme, monsieur. -Se alejó.
El postre era Bombe aux marrons y Cherries flambées. Debía ser servido con cierto ceremoniaclass="underline" la iluminación del salón disminuida y las fuentes llameantes llevadas en alto.
Ahora los camareros estaban alineados ante las puertas de servicio. El chef repostero y los ayudantes, controlando el arreglo de las bandejas. En el momento de abandonar la cocina, un pequeño plato central en cada bandeja sería encendido, a medida que dos cocineros a los lados les prendían fuego.
André Lemieux inspeccionaba la fila.
A la entrada del Gran Salón, el mâitre principal, con un brazo levantado, observaba el rostro del sub-chef.
Cuando André Lemieux hizo un gesto afirmativo, el brazo del mâitre bajó.
Los cocineros con las bujías, recorrieron las filas de bandejas, encendiéndolas. Las dobles puertas de servicio abiertas y sujetadas. Fuera, un electricista disminuyó la iluminación; la música de una orquesta se fue apagando hasta callar por completo. Entre los asistentes del Salón, cesó el rumor de las conversaciones.
De improviso, un reflector, por encima de los concurrentes, se encendió, enmarcando e iluminando la puerta de la cocina. Se produjo un instante de silencio, y luego se escuchó una fanfarria de trompetas. Cuando terminó, la orquesta y un órgano rompieron juntos, en un fortissimo, con los compases de The Saints. Al ritmo de la música, la procesión de camareros con las bandejas llameantes, inició la marcha.
Peter McDermott se dirigió al Gran Salón para ver mejor. Podía contemplar la inesperada y compacta cantidad de comensales, y todo el Gran Salón apretadamente concurrido.
Oh, when the Saints; Oh, when the Saints; Oh, when ¿he Saints go marching in… Desde la cocina, un camarero tras otro, vestidos con sus pulcros uniformes azules, marchaban al mismo ritmo. Para este momento, hasta el último de los hombres había sido utilizado. Algunos, dentro de pocos instantes, volverían para cumplir sus tareas en el otro salón de banquetes. Ahora, en la semioscuridad, las llamas alumbraban como fanales… Oh when the Saints; Oh when the Saints; Oh when the Saints go marching in… Desde los comensales brotó un aplauso espontáneo, cambiando a un batir de palmas al compás de la música, mientras los camareros rodeaban el salón. El hotel había cumplido su compromiso, tal como había prometido. Nadie, fuera de la cocina, podía saber que unos minutos antes se había producido una crisis y que había sido superada… Lord, I want to be in that number, When the Saints go marching in… Mientras los camareros llegaban a las mesas correspondientes, las luces volvieron a encenderse mientras se renovaban los aplausos y felicitaciones.
André Lemieux había venido, y se colocó al lado de Peter.
– Se acabó por esta noche, monsieur. Salvo que, quizá, desee tomar un coñac. En la cocina tengo un poco.
– No, gracias -replicó Peter sonriendo-. Ha sido un buen espectáculo. ¡Le felicito!
– Buenas noches, monsieur -saludó el sub-chef, mientras Peter se volvía para alejarse-. Y no lo olvide.
– ¿Olvidar qué? -inquirió Peter, deteniéndose, intrigado.
– Lo que ya le he dicho. El hotel de gran categoría que usted y yo podríamos hacer.
Entre divertido y caviloso, Peter se dirigió por entre las mesas del banquete hacia la puerta exterior del Gran Salón.
Había recorrido casi todo el espacio, cuando advirtió algo fuera de lugar. Se detuvo mirando alrededor, sin saber a ciencia cierta de qué se trataba. De pronto lo comprendió. El doctor Ingram, el bravo y pequeño presidente del Congreso de Odontólogos, debía de haber estado presidiendo este acto, uno de los principales de la convención. Pero el médico no se encontraba en el puesto que le correspondía, ni en ningún otro de la larga mesa de cabecera.